PROLOGO DE LA RB
(Pról.08) 20.03.11
(El último día vimos cómo el Prólogo de la Regla nos recordaba la invitación general que nos hace la Escritura a abrir el oído y no endurecer el corazón a la voz divina para escuchar con la prontitud de los que poseen el temor de Dios).
El celo de Dios suele aparecer de una forma muy viva en la Escritura. El “deseo” que manifiesta hacia nosotros es escandaloso. El Espíritu urge llamando y el celo de Dios se manifiesta en la búsqueda, como nos sigue diciendo San Benito: Y, buscándose el Señor un obrero entre la multitud del pueblo al que lanza un grito llamando, vuelve a decir: “¿Hay alguien que quiera la vida y desee pasar días felices?”
Esta expresión es muy bella y encierra el sentido de la verdadera religiosidad. La vivencia religiosa tiene una raíz: la relación amorosa de Dios con su criatura. Después vendrán las concreciones (“obras son amores”), las obras que revelan el amor que se tiene, las consecuencias del pacto hecho (alianza); pero inicialmente todo parte de un amor que seduce y otro que se deja seducir. Sin esto, todo estará vacío. Con esto, todo tendrá sentido. Este aspecto es esencial en nuestra vida cristiana y monástica. Muchos de nuestros sufrimientos inútiles se deben a vivir una religiosidad sin esa experiencia. Cuando se tiene esa experiencia –y para propiciarla basta con abrir el oído- todo adquiere sentido, aunque no desparezcan por ello el dolor personal ni el sufrimiento ante ciertos acontecimientos.
Esa es la forma de actuar que tiene el Señor en la Escritura: seduce, invita, exhorta, pues el amor no obliga, sino que busca una respuesta en libertad. Pero el amor tampoco es conformista ni cómodo. El amor se pone en movimiento con paciencia y con perseverancia, con dulzura y con insistencia cabezona. Al amor no le da lo mismo ser respondido o no serlo. El amor es una fuerza interior que se lanza a la búsqueda de lo que ama, clamando por lo que desea. El no obligar no significa no insistir. Respetar no significa no desear. Cuando uno se queda cómodamente parado, puede poner en duda la autenticidad de su amor.
No sucede así con el amor de Dios. Son muy elocuentes las expresiones que utiliza San Benito: el Señor busca; lo hace entre la multitud; lo hace lanzando un grito; busca a alguien que le escuche y esté dispuesto a trabajar con él (obrero – “operarium suum”). No llama sólo a trabajar para evitar la ociosidad, ni a hacerlo a una viña cualquiera, sino que llama a trabajar con él y para él, y a hacerlo en su propia viña. No es un matiz sin importancia, y mucho menos en una cultura como la nuestra que tiende al individualismo. El centro de nuestro trabajo está en el Señor, y es en su campo donde trabajamos. Ahí es donde alcanzamos nuestra propia realización, pues al responder en la libertad del amor no quedamos anulados, ni mucho menos; pero sí unimos nuestro destino al de Aquél que nos ha llamado. No somos esclavos trabajadores sin libertad, sino personas libres que han querido dejarse “esposar” orientando de una forma nueva su voluntad y su trabajo.
El que todo lo puede busca como un mendigo, como si necesitara de nosotros. Y en cierto modo es así por una simple razón: porque Él ha querido que así sea (doctrina del Cristo total…). Busca un obrero porque si bien todo lo creó de la nada sin nosotros, no quiere que el Reino se instaure sin nosotros. Al hacernos a su imagen, al hacernos hijos en el Hijo, “necesita” nuestra colaboración para la instauración del Reino. Somos responsables de eso y ello tiene unas consecuencias concretas, una forma de actuar que después nos indicará.
El Señor ha de buscar en la multitud porque muchos son los llamados y pocos los escogidos. Busca entre la multitud como quien busca en la confusión, que dirían nuestros padres cistercienses, en medio de la turba, intentando sacar a la luz lo que habita en las tinieblas y la desarmonía. La multitud es sinónimo de gentío, pero también de confusión. Y llama gritando con fuerza, como quien grita en el desierto, pues la confusión, el griterío, el acomodamiento del que habita en medio de la multitud termina ensordeciéndolo, haciéndole poco sensible al susurro del Espíritu.
Sin embargo, todos sabemos que el grito por sí mismo no atrae, nos puede incluso alejar. Por eso la pedagogía divina a la que recurre San Benito, siguiendo el salmo 33, nos va a proponer el “premio”, la zanahoria que hace caminar al testarudo borriquillo: ¿Hay alguien que quiera la vida y desee pasar días felices? Seguramente que, si tomáramos en serio tal pregunta, todos alzaríamos la mano diciendo “yo”. ¿Quién no quiere vivir bien y ser feliz?, cuando parece que hoy es la meta máxima que se propone en la vida, creando una profunda frustración al no alcanzarla.
Pero como en el fondo somos bastantes conformistas, podríamos contentarnos con algunas cosas que creemos nos dan la felicidad y eso tiene también su peligro. El conformismo de los acomodados produce una profunda sordera. Tanta que cuando nos gritan prometiéndonos una verdadera vida, la felicidad auténtica, podemos decir: “sí, sí”, con tal escepticismo que ni levantamos la cabeza. Ya puede prometernos el salmista la felicidad, ya puede hacerlo el Señor a voz en grito, que como estemos acomodados en lo que creemos nos da felicidad, nada escucharemos. Es por ello que el Reino de los cielos está reservado a los pobres y a los sencillos. Los que nadan en la abundancia o la comodidad, los que buscan su propia felicidad, los que sólo se preocupan de sí mismos, los que a la menor dificultad (persecución, privación, etc.) lanzan un grito angustioso en su defensa, reclamando violentamente aquello que creen les da la felicidad y la seguridad, los que así viven ¿cómo van a tener fino el oído a la voz que les invita a trabajar en el Reino?
Cuesta decirlo y más aceptarlo, pero ¡qué importante es que experimentemos de algún modo la persecución injusta! ¡Qué importante es que nos despojen de lo que tenemos, sea material, físico, cualidades, fama o de todo aquello que nos da seguridad! ¡Qué importante es que nos saquen de la multitud de nuestros ruidos y diversiones que nos hacen vivir en una sorda autocomplacencia! Y todo ello comunitaria y personalmente, pues quien sueña pero no se deja despojar él primero, es que tampoco busca en la verdad. ¡Qué buena escuela de aprendizaje es la comunidad cuando uno se entrega sin buscar su propio interés ni defender sus derechos! ¡Cómo enseña el hecho de que el Señor nos llame a trabajar en su viña, no en la nuestra, y que nos pida usar herramientas que no podemos controlar y nos desconciertan al privarnos de la seguridad y control que desearíamos! Podemos preguntarnos si la voz divina de la que nos habla el Prólogo nos grita también a nosotros o basta que nos susurre al oído.
La expresión que emplea San Benito nos recuerda la del propietario del evangelio que salió muy de mañana a contratar a los obreros para su viña, volviendo a salir a media mañana, al mediodía a media tarde y al anochecer (cf. Mt 20, 1ss). Esa paciencia infinita que queremos para nosotros mismos (sí, Señor, espera que te lo pagaré; ten paciencia que estoy luchando con tal o cual debilidad;…), pero que no siempre tenemos con el compañero de viaje (¿hasta cuándo tendré que aguantarlo?, ¿para qué se habrá hecho monje?, ¡eso es intolerable!,…). Expresiones que podemos decir, incluso, por simples acciones del otro que me molestan a mí, pero que no son malas en sí mismas. Jesús nos dice que la paciencia y perseverancia de Dios se asemeja a la paciencia e interés que muestra el dueño de la viña. El Señor sale incesantemente buscando a todos, no queriendo que nadie se quede fuera. ¿Hay alguien que quiera? Contrasta la grandeza del tesoro que se nos ofrece con la suavidad y liberalidad de la llamada. Y es que no se nos llama simplemente a realizar una misión, sino que se nos llama a compartir una vida, a vivir desde la verdadera “felicidad”; no buscando objetos que nos hagan felices, sino ser felices nosotros mismos. Es una invitación al corazón humano que requiere una respuesta libre desde lo más íntimo de nosotros.