PROLOGO DE LA RB
(Pról.07)
La Regla continúa diciendo: “Quien tiene oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias”. ¿Y qué dice? “Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en el temor del Señor. Corred mientras tenéis aún la luz de la vida, antes de que os sorprendan las tinieblas de la muerte”.
La voz de Dios no sólo se dirige a mí individualmente, no es una llamada exclusivamente personal, sino que va dirigida también al pueblo de Dios, a la comunidad cristiana, como nos recuerda el Apocalipsis en el texto leído: Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias (Ap 2, 7). Hermoso modo de evitar el subjetivismo que fácilmente nos puede engañar. Cuando la voz de Dios se escucha en comunidad, cuando abrimos el oído al latido del Espíritu en el corazón de la comunidad, nosotros mismos alcanzamos a ver de una forma nueva, sin ser engañados puerilmente. En aquella comunidad donde se ha alcanzado un alto grado de comunión desde esa apertura a la palabra divina, no quedándose en una buena organización o armonía grupal, la voz de Dios se hace escuchar con fuerza y es luz para muchos que se acercan. Necesitamos empeñarnos en esa comunión desde el amor, desde la búsqueda de la unión en Aquél que nos ha convocado y no en ninguna otra cosa. Implicarnos todos no sólo en el crecimiento material, sino también en el crecimiento espiritual de la comunidad. Un crecimiento del que somos responsables desde las primeras etapas de la vida monástica de los que inician este camino de vida con nosotros. Una comunidad unida desde lo esencial es capaz de transmitir el propio carisma desde la experiencia de Dios y está abierta a la corrección fraterna en el amor. Todos los hermanos son responsables, sin esperar tener un cargo de autoridad oficial para sentirse implicados. Incluso el último que entra también es partícipe de esa responsabilidad comunitaria.
Con la expresión Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias “Juan” se está dirigiendo proféticamente a Éfeso, una de las siete Iglesias invitadas a la conversión por haber abandonado el amor primero, ese que suele llevar en volandas en los inicios, alimentando el deseo de responder con prontitud y en plenitud. Es un aviso a aquella comunidad para que retorne a la vida del Espíritu, aludiendo así al árbol de la vida que estaba en el centro del Paraíso (cf. Gn 2,9) cuando la enemistad no había hecho todavía acto de presencia: Al vencedor le daré a comer “del árbol de la vida, que está en el Paraíso” (Ap 2, 7). La vida brota del espíritu de Dios. Cuando ese árbol está en medio de la comunidad y de él se alimentan los hermanos, todo vuelve a tener nueva vida. Un árbol que está, pero que no siempre vemos, especialmente cuando nos hemos cegado comiendo del árbol de nuestra ciencia del bien y del mal; pues quien juzga al otro desde sí mismo nunca le verá con el amor vivificador de Dios. Quien tenga oídos, oiga. ¿De qué valdría tener oídos y no oír u ojos y no ver?, como se lamentan los profetas Isaías y Ezequiel, e incluso el mismo Señor (Is 6, 9-10; Ez 12, 2, Mt 13, 15-16). Esa repetida expresión escandaliza a no pocos y los comentaristas se empeñan en dulcificarla. Pero no se trata más que de constatar una triste realidad en la que San Benito no quiere que caigamos, pues abrir el oído y los ojos o no hacerlo lleva consigo una vida plena o una vida arrastrada.
Pero curiosamente la RB no recoge la respuesta que da el Apocalipsis aludiendo al árbol de la vida, sino que se hace eco del salmo 33 cuando dice: Venid, hijos, escuchadme, os instruiré en el temor del Señor (sal 33, 12). El temor del Señor está en la base del camino espiritual, es lo que el Espíritu suscita en el interior de cada uno, lo que San Benito nos invita a escuchar. Es el temor de ofender o de alejarse de Dios que es fruto del amor. Él es quien ocupa el primer grado de la humildad, como nos recuerda la misma Regla (RB 7, 10) y que ya veremos en su momento. El temor tiene la facultad de paralizar o de poner en movimiento. Quien se queda parado está maniatado por un temor infecundo o carece de amor. El temor que es fruto del amor, nunca paraliza, siempre nos pone en movimiento para evitar lo perjudicial o alcanzar lo que podemos perder. Basta pensar en el amor-temor de unos padres con sus hijos, por quienes se pasan toda la vida temiendo les pase algo, no les vayan bien las cosas, se topen con malas compañías, etc., pero que lejos de paralizar, mantiene bien alerta a los padres. Por eso nuestro “padre” San Benito nos incita a correr utilizando para ello la exhortación de Jesús a los judíos antes de su pasión y tras la resurrección de Lázaro, invitándoles a creer antes de que sea demasiado tarde, a buscarle mientras se le encuentra, mientras se le tiene delante, sin dejar pasar el tiempo, es decir, buscarle mientras tenemos luz: Corred mientras tenéis aún la luz de la vida, antes de que os sorprendan las tinieblas de la muerte (Jn 12, 35).
No se trata de temer pensando que la misericordia de Dios se puede acabar, pues es infinita. Ciertamente que el libro del Eclesiástico sale al paso de los comodones que se refugian en esa confianza para dejar indefinidamente su conversión para un mañana que no llega: No digas: “He pecado, y nada malo me ha sucedido”, porque él es un Dios paciente; no digas: “El Señor es compasivo y borrará todas mis culpas”. No te fíes de su perdón para añadir culpas a culpas, pensando: “Es grande su compasión, y perdonará mis muchas culpas”; porque tiene compasión y cólera, y su ira recae sobre los malvados. No tardes en volverte a él ni des largas de un día para otro (Eclo 5, 4-7). La paciencia de Dios no tiene fin, pero nuestra luz sí se puede ir apagando. Todos tenemos experiencia de ello en la vida. Cuando hay luz, alegría, optimismo, podemos avanzar con decisión. Cuando viene la oscuridad, la duda, la tristeza, la desesperanza, dormitamos sin fuerzas. Si desaprovechamos la luz, ¿qué pasará cuando lleguen las tinieblas? Jesús nos avisa de ello estando a las puertas de la profunda oscuridad de su pasión, donde le invadió una gran tristeza y angustia, como nos dice el evangelista. Mi alma está triste hasta el punto de morir, llegó a decir (Mt 26, 38-39). Él se supo mantener mientras los discípulos no sólo dormitaban, sino que dormían profundamente en el huerto de los olivos. Orad y velad para que no caigáis en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mt 26, 41).
San Benito no quiere marmotas espirituales que viven en un sueño profundo, pero tampoco desea tortugas perezosas metidas en su caparazón. Desea que los hermanos se inquieten e incomoden espiritualmente los unos a los otros. Es cierto que en todo estímulo o corrección a los demás se puede esconder cierta búsqueda de notoriedad o sentimientos de culpa que pretenden corregir en el otro lo que no logro hacer en mí. Pero hay que arriesgar para que la comunidad se consolide y acentúe su seguimiento de Cristo. Sólo entonces viviremos aquello para lo que hemos sido convocados, realizaremos la misión que se nos ha encomendado.