PROLOGO DE LA RB
(Pról.09) 27.03.11
¿Hay alguien que quiera la vida y desee pasar días felices?, nos pregunta el Señor por boca del salmista. A lo que continúa San Benito diciendo: Si tú, al oírlo, respondes: “Yo”, Dios te dice: “Si quieres gozar de la vida verdadera y perpetua, guarda tu lengua del mal, tus labios, de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.
Esa invitación que recibimos a poseer la verdadera vida y obtener la felicidad requiere una respuesta. No basta con el “sí” del hijo mayor que después no fue a trabajar a la viña, sino que se nos pide una respuesta veraz, decidida, perseverante. Es la invitación de Jesús a vender todo para adquirir el tesoro del campo o la margarita preciosa.
El camino que propone el salmista comienza con algo muy concreto: rechazar el mal y obrar el bien buscando la paz. De nuevo la espiritualidad se presenta como algo muy a ras de tierra. La vida y la felicidad que se nos ofrecen pasan por tener muy en cuenta nuestra relación con los demás, nuestra actitud ante las cosas y los acontecimientos. ¿De qué nos valdría vivir enajenados, soñando en otra vida o preocupados si habrá vida después de la muerte si carecemos de verdadera vida en el presente, antes de la muerte? El salmista nos invita a tener vida en nosotros ya ahora. Y esa vida pasa por la actitud que tengamos ante las cosas y en nuestra relación con los demás. Una actitud capaz de dar vida o no a nuestro alrededor dependiendo de la vida que tengamos dentro de nosotros, la vida del espíritu de Dios que recibimos.
Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien.El mal que podamos hacer siembra muerte a nuestro alrededor, al mismo tiempo que nos mata y expresa la muerte que llevamos dentro. Por eso el mal se manifiesta de forma espontánea a través de los labios, descubriendo en nuestras palabras lo que abunda nuestro corazón. Lo que hace daño no es lo que entra por la boca, nos recuerda el Señor, sino lo que sale de ella, pues por ella sale lo que hay dentro (cf. Mt 15, 11-20).
El mal es el daño que podamos hacer a los demás. La falsedad es el daño que nos hacemos a nosotros mismos autoengañándonos, viviendo en la mentira que nos impide ver y caminar. Guardar la lengua del mal es poner todo el cuidado posible en no dañar a los que nos rodean. Ciertamente que no se trata de no molestar, lo que es imposible al convivir con otros, pues incluso nosotros podemos molestarnos a nosotros mismos, enfadándonos también con nosotros mismos. Se trata de no hacer el mal. ¿Y si el mal que hacemos es sin mala intención? Ciertamente que éste es el mal que hacemos más frecuentemente. De ahí la necesidad de ir a la raíz: el propio corazón. Obsesionarnos por evitar el mal no haciendo ningún daño termina siendo enojoso y produce gran fatiga sin obtener grandes resultados, pues no siempre está a nuestro alcance. Transformar el propio corazón es más saludable. Del corazón brotan los malos deseos cuando está centrado en sí mismo. La envidia, la ira, el egoísmo, la soberbia pueden brotar de él haciendo un mal que termina produciéndonos tristeza por nosotros mismos y por el daño infligido a los demás.
Evitar el mal del otro es evitar su muerte. Buscar el bien del otro es desear que tenga vida. Ambas realidades expresan la muerte o la vida en la que nos encontremos nosotros mismos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo puede dar frutos buenos -nos recuerda el Señor- por sus frutos los conoceremos (Mt 7, 16-18) y nos conoceremos. Es importante intuir dónde está el mal que produce la muerte a nuestro alrededor y huir de él, no ser cómplice suyo aunque nos atraiga.
Pero no basta con no hacer el mal, sino que necesitamos hacer el bien. No basta con no dar muerte, sino que estamos llamados a dar vida. Es nuestra necesaria implicación en construir un mundo mejor, una Iglesia más auténtica, una comunidad más evangélica, una familia más unida, unas relaciones vecinales más humanas. La pobreza, la injusticia, cualquier catástrofe, el dolor del que tenemos cerca, la increencia,… son una invitación que recibimos a dar vida. Los lamentos por lo mal que van las cosas no valen para nada y resultan odiosos en labios del que no se implica más que en sus propias cosas. Poco se diferencia el que pudiendo dar vida no la da de aquel que la quita. Quien está habitado por la vida no se contenta con evitar el mal ajeno, sino que busca su bien. Evitar el mal es importante, pero la omisión del que no hace nada puede traer igualmente la muerte. Hay que obrar, y obrar haciendo el bien.
Es entonces cuando recibimos el don de la paz. Una paz que brota del corazón bueno. Buscar la paz por sí misma puede ser tan engañoso como una espiritualidad desencarnada. La paz es un resultado más que una pretensión. La paz del quien busca que “le dejen en paz” refleja un centramiento en sí mismo bastante grande. La paz a la que estamos llamados es la del pacífico. La invitación a buscar la paz no es, ciertamente, la búsqueda de uno mismo, la tranquilidad en la vida, el huir de las complicaciones. Ni siquiera vale limitarse a buscar lugares de paz, aunque los necesitemos. La paz que se nos pide buscar y correr tras ella pasa por la propia transformación. Vive en paz quien actúa bien, quien da vida a su alrededor, quien posee la vida dentro de sí porque antes la ha dado. Dar la propia vida es crear el vacío necesario para que la vida del espíritu de Dios sea la que habite en nosotros. El pacífico no es el débil e indolente, ni el cómodo e indiferente, sino el que pudiendo hacer el mal, no lo hizo, porque pudo en él más la vida del espíritu que la de su propio yo.