El presente de Dios y el nuestro
Sólo existe lo que es. Lo pasado, pasó. El porvenir aún no ha llegado. Lo que soy en este momento es lo único que existe de mí.
Cada uno de nosotros es un cúmulo de recuerdos, y un cúmulo de proyectos que falta por ver si serán. De ahí lo importante que es el centrarnos en lo que somos ahora, respondiendo a lo que se nos pide en cada momento.
Dios, sin embargo, es siempre, de forma total e inmutable. En él no existe el recuerdo ni el porvenir. En él no hay tiempo, pues abarca todo tiempo como abarca todo lugar. Dios es un continuo presente y no hay lugar donde no esté, pues de ninguno marchó y a ninguno le falta por ir.
Nosotros hemos sido hechos a su imagen y semejanza, y a la imagen no le queda más remedio que asemejarse a su modelo, como lo hace nuestra cara reflejada en el espejo. Pero nosotros sí tenemos recuerdos y hacemos proyectos, tenemos un pasado y un futuro y, además, tenemos un presente. Aunque quizá habría que decir con mayor propiedad que hacemos presente el pasado y el futuro en nuestra mente, pues no existen realmente. Nuestro reto es ver cómo vivimos nuestro presente integrando en él nuestro pasado y nuestro futuro.
Vivir contemplando el pasado es vivir en los sentimientos de complacencia o de frustración, es decir, dejamos de vivir para recordar. Vivir soñando en el futuro tampoco es vivir, pues no pasa de ser una ensoñación aún más engañosa que el pasado al no haber tenido lugar, provocando en nosotros unas emociones que probablemente nunca lleguen a tener una base real. Son vanas alegrías o inútiles temores que no llegan a cumplirse.
Sólo el presente tiene sentido. Pero ese presente lo podemos vivir “desligado” o “ligado”, como instantes superpuestos en nuestra vida o enriquecidos por un pasado que lo sustenta y un futuro que lo anima. Los animales están más centrados en su presente, pero un presente desligado. Su pasado les ha dado una experiencia y el futuro se les presenta como un reto de supervivencia, pero poco más. Ese no puede ser el presente al que estamos llamados a vivir como imagen de Dios que somos.
Nuestro presente debe ser un presente tan ligado al pasado y al futuro que casi lo haga una sola realidad. Quien dice: “A vivir, que son dos días”, está optando claramente por un presente desligado.
Nuestro presente es el pasado de nuestro futuro, es decir, va construyendo el fundamento de nuestro próximo presente. Al mismo tiempo, nuestro presente es también el futuro de nuestro pasado, es decir, culminación de expectativas antiguas.
Quien es capaz de unificar su pasado y su futuro en su presente vive, es realmente un ser que vive lo que es, pues vive en su presente. De nada vale rechazar lo que nos pasó ni temer lo que todavía no ha sucedido. A nosotros nos toca reconciliarnos con nuestro pasado dándole un sentido, si no queremos perder parte de nosotros mismos, de nuestra historia. De esta forma nuestra vida hoy llenará de luz lo que nos sucedió e irá construyendo un futuro más luminoso. Es la libertad la que decide el presente que elegimos, eje donde confluye nuestra existencia en el tiempo y en el espacio, pues sólo existimos donde estamos, aunque hayamos pasado por muchos lugares y situaciones y deseemos otros.
Quien vive así, vive cada instante sin aferrarse a él. Le interesa más la vida del instante que el instante en sí mismo. Eso nos da una libertad que a veces hemos perdido, pero que los animales sí conservan. Ellos nacen, viven con la plenitud que pueden y, cuando se acerca la muerte, se retiran sin mayores aspavientos, muy lejos de los dramas que nosotros hacemos ante la muerte, como si con ella se perdiera realmente la vida. Todo lo que comienza termina, pero la vida continúa. Nuestro paso por la vida es como nuestro paso por lugares y tiempos. Perdura lo vivido, no los espacios, pues lo vivido nos acompaña por toda la eternidad. Comprender esto es sentirnos dentro de la inmensidad de la vida que no se acaba.
Por otro lado, nuestro presente no es sólo la unificación en el lugar y tiempo en que vivimos, sino que nos adentra en nuestra vida en Dios, más allá de todo tiempo y lugar. Del tiempo y del espacio recibimos la cultura en la que nos expresamos. De nuestros padres recibimos unos genes que marcan nuestra raza y características personales, incluso nos proporcionan “instrucciones” naturales que nos resultan de gran utilidad. Todo eso lo recibimos sin haberlo siquiera vivido, y lo transmitimos más allá de nuestra misma existencia. Y junto a eso recibimos del espíritu de Dios algo que nos desborda, una enseñanza oculta inscrita en nuestro ser. Ciertamente que no se trata de algo aprendido, pues no existíamos antes de nacer, pero sí de algo recibido por Aquél que siempre es. ¿Cómo, si no, podemos tener el anhelo de Dios sin haberlo visto? ¿Cómo desear ser felices aún en el supuesto de no haberlo sido nunca, como si la misma felicidad estuviera grabada en nuestro ser más íntimo?
Cuando vivimos cada instante de la vida “ligado” a la vida misma en su conjunto y a la eternidad e infinitud de Dios, todo adquiere sentido y valor, el todo lo encontramos en cada instante, la plenitud se vive en cada parte, la angustia, la ansiedad, la culpabilidad,…, dejan de ser tales al vivir en el presente el futuro anhelado, habiéndonos reconciliado con el pasado. Y aún cuando esto no se “sienta”, se experimenta dicha realidad a un nivel más profundo que los sentimientos o los razonamientos. Aparece en la vida misma que late en nosotros y se descubre cuando la escuchamos.
Quien añora demasiado el futuro, por muy espiritual que lo imagine, puede que se esté privando de la vida misma en el presente, puede que lo haga por no haberse reconciliado con la misma vida. La sana añoranza del futuro pasa por la reconciliación con el pasado y la acogida del presente. Entonces podremos decir que estamos viviendo en el presente de Dios.