Una mirada monástica
La vida monástica es una visión del hombre y su destino, de la historia y la humanidad. Es una visión de todo iluminada por la “presencia” que nos desborda y todo lo abarca. Une lo más diverso y distante al fijarse en su centro esencial, más allá de las circunstancias cambiantes, sin excluir a nadie ni a nada e intuyendo el valor aún de lo más desconcertante.
La vida monástica nos hace vivir el presente abrazando y desbordando nuestros límites a un mismo tiempo, siendo así reflejo del misterio de la encarnación, de la transfiguración y de la pascua gloriosa. Por eso, la vida del monje tiene una dimensión profética cuando abraza su pobreza vivida desde la fe gozosa y confiada, sintiéndose llevado por la mano amorosa de Dios. La fe confiada se consolida en la pobreza espiritual abrazada en una comunidad. Eso que tanto frena a muchos, eso que los automargina, puede ser un medio para ir más allá de nuestra precaria situación actual y llegar a nuestro centro más valioso, a nuestra dignidad esencial de hombres, hijos muy amados de Dios.
El momento que vivimos, cada momento de nuestra vida, es un instante. Cuando ese instante carece de memoria y de proyección es delgado como una hoja, una hoja que arrastra el viento. Es triste constatar frecuentemente esa falta de espesor en la existencia que hace todo tan frágil y efímero, presa del subjetivismo de cada momento e inaprensible y rápido como la vida virtual que nos hace tomar como real lo que vemos en la pantalla del ordenador, pensando que tenemos cientos de “amigos” porque aparecen en la lista de nuestro perfil en Facebook, o que se tiene una relación profunda con alguien que aún no se ha conocido más allá del chateo o simplemente se le ha visto por la cámara web. La rapidez con que consumimos los acontecimientos, las noticias o las ideas no nos permiten construir una memoria que sea base de construcciones futuras. Ese es uno de los puntos más débiles de nuestra cultura actual.
Vivimos en un tiempo con un potencial altísimo por su conocimiento y capacidades. Pero, al mismo tiempo, tendemos a una visión compartimentada de la realidad que se fija más en la parte que en el todo –sin alcanzar a ver el todo en la parte-, que se especializa en la ciencia, la técnica, el arte o la medicina. Es por ello que urge la necesidad de referencias más unificadoras, menos “partidistas”, sin quedar en un mero sincretismo cultural, ideológico o religioso. Es normal que en un mundo complejo aprendamos a dividir la ciencia para lograr una mayor comprensión de la misma, pero ésta termina por perder su eficacia si alcanzamos el dato sin saber dónde ubicarlo en el conjunto o lo desligamos de él, si acertamos con la enfermedad y no sabemos tratarla en relación con quien la padece, su entorno y su cultura. La ciencia que estudia la parte, sólo será constructora de humanización si mantiene una visión unitaria de la vida, del hombre y de todo lo que le rodea.
Por otro lado, es respetable explorar los propios sentimientos que se activan con estímulos inmediatos, pero necesitamos una visión global y aglutinadora que los sitúe en el conjunto de nuestra realidad, una visión más consistente y continuada con una historia y memoria capaces de orientarnos a un futuro más allá de la inmediatez del momento o del sentimiento. Hay en ello mucho en juego, especialmente cuando vivimos en una cultura pragmática, que busca la eficacia y la rentabilidad, guiada por un capitalismo salvaje que antepone el dinero a las personas y su valor intrínseco, como estamos viendo y sufriendo en la actualidad.
Necesitamos vidas que nos muestren otra forma de afrontar la existencia, libres frente al vaivén de lo inmediato, no atadas a lo material ni presas de visiones narcisistas y egoístas, con profundidad, memoria e historia, que valoren el ser y miren más allá. Eso sí, memoria e historia que no sea arqueología desencarnada y atemporal.
La dimensión monástica del ser humano y la vida de aquellos que optan por seguirla trata de ofrecer una visión unificadora del hombre y su destino, de la vida y su desarrollo, del tiempo y del espacio, donde la fe no se encuentra en un lugar marginal, sino que ayuda a unificar todo lo que tiene un origen y final comunes. Una dimensión que también deben procurar los que viven en el claustro, pues la cultura actual es tan permeable que todo lo atraviesa, siendo capaz de penetrar hasta los muros más protectores, pero no tanto las actitudes firmemente abrazadas de una vida unificada y unificadora. ¿Dónde encontrar a estas personas que vivan así? Primero hay que estar convencidos de ello y luego experimentar sus bondades.