Cuando no hacemos lo que queremos, ¿realmente lo queremos?
“Fraternum” es una hermosa palabra que alude a los lazos de unión que hay entre ciertas personas. Muchas pueden ser las cosas que lleven a unir a las personas (interés, proyectos comunes, circunstancias,…), pero la fraternidad alude a un tipo de unión que surge de dentro entre los que se sienten partícipes de un mismo origen y por lo que se llaman hermanos.
Nuestro Fraternum ha querido ser desde el principio un vehículo de unión de la Fraternidad de Laicos Cistercienses de Sta. Mª de Huerta. Un boletín donde expresar con palabras la comunión en un mismo espíritu. Alcanzar ya su nº 50 es un signo de perseverancia y autenticidad que nos anima a proseguir en el compartir de una palabra que revela lo que hay en el corazón de cada uno y nos hace partícipes de alguna forma de la obra creadora de Dios.
Dios pronunció su palabra y se nos comunicó, nació en medio de nosotros y dejó que viéramos y palpáramos lo que había en su corazón. La palabra, sonora o silenciosa, es la puerta que revela lo que hay en el interior de cada uno. “La boca habla de lo que rebosa el corazón”, nos dice Jesús (Mt 12, 34). Conocemos lo que hay dentro de las personas cuando nos lo revelan por su palabra y cuando esa palabra se corrobora con las obras. Sólo entonces se confirma que no se trata de una mera ilusión, sino de un deseo sincero.
Por la Palabra se hizo todo, todo fue creado en ella y por ella. El corazón de Dios se reveló en la creación, que era muy buena, según el libro del Génesis. Un deseo profundo tenía Dios que fue expresado “irradiándose”, dándose a conocer fuera de sí. Por la Palabra ese amor se encarna en Jesús de Nazaret, llevando dicho amor hasta el extremo. La Palabra de Dios revela lo que verdaderamente hay en él, por eso fue pronunciada y todo fue hecho según ella. La Palabra encarnada nos muestra visiblemente el corazón de Dios capaz de plasmar el amor que encierra.
¿Y nuestra palabra? Hay en nosotros una curiosa realidad sobre la que reflexionaba San Agustín (cf. Confesiones, VIII, 8,19 – 9,21). Cuando deseo mover el brazo para coger una cosa, mi “alma” o voluntad envía una orden al brazo y éste obedece al instante, casi sin intervalo alguno de tiempo. Sin embargo, cuando el alma se manda a sí misma, puede dilatar mucho la respuesta. Deseamos cambiar de actitud, emprender un determinado camino en la vida, responder a una moción del Espíritu que vemos deseable, etc., y somos incapaces de iniciar el movimiento. El alma ve que es bueno, desea hacerlo, pero no lo hace. ¿Por qué? Quizá podríamos preguntarnos si verdaderamente desea lo que dice desear cuando no lo hace. ¿De dónde viene esa palabra aparentemente vacía que no se concretiza?
La razón nos da el saber, nos permite conocer el valor de las cosas, la orientación adecuada de nuestra vida. Pero el saber en sí mismo no mueve nada, se puede encontrar almacenado en las estanterías de una biblioteca llena de polvo, como puede estar almacenado en los recovecos de nuestro cerebro. Conocer lo que está mejor no significa hacerlo. E incluso cuando se actúa movido sólo por ese conocimiento, los actos resultan fríos, sin vida, mecánicos, sin sentimiento, como hechos por obligación o temor.
Sólo cuando el corazón acoge lo que la razón le propone y lo hace suyo es cuando la voluntad termina concretizándose en obras. Nuestros actos expresan entonces lo que desea la voluntad, una voluntad impelida por los deseos del corazón.
Los incultos conquistan el cielo, mientras que nosotros, con todo nuestro saber, pero faltos de corazón, nos revolcamos en la nada, viene a decir el obispo de Hipona. Y no le falta razón, porque sólo los deseos del corazón son los que verdaderamente nos ponen en movimiento.
Sin duda que cuando nuestra razón nos manda algo es porque lo desea, pero ese deseo no será tan grande cuando el mandato no es tan definitivo como para ser obedecido. El mandato que surge de un deseo meramente intelectual, al tomar conciencia que algo es bueno, no es suficientemente fuerte como para ser obedecido. Ese deseo suele ser exigente con los demás, pero no logra movernos a nosotros mismos. El mandato que sí nos mueve es el que brota del corazón, del amor enamorado, esponsal o materno-paterno, pues las razones del corazón son más poderosas que las de la misma razón.
El querer brota del corazón más que de la razón. Cuando la razón manda expresando su voluntad, puede no ser obedecida si no está asentada previamente en el deseo del corazón. Pero cuando sí lo está, no necesita ni mandar, pues el deseo surge antes del mandato. De ahí la importancia de abrir el corazón y no sólo la razón, potenciar el amor y no sólo las ideas, la adhesión personal y no sólo la comprensión intelectual. Eso sí, buscando un amor más sólido y maduro que el del recién enamorado, que lo experimenta fuerte en intensidad, pero no muy prolongado en el tiempo.
Por lo general, la razón acepta lo que primeramente ha acogido a través del corazón: amar a la persona a la que se decide ser fiel, amar a Cristo al que se decide seguir en la vida religiosa, amor a la verdad que se decide buscar y anteponer a todo, etc. Ese amor inicial hace que parezca que se obedecen con rapidez los mandatos de la razón al vivir en coherencia con lo que se ha elegido, pero, en realidad, lo que verdaderamente nos mueve ha sido el atractivo del corazón.
De hecho, el movernos por un proyecto ilusionante, el ideal de una vida atractiva, no basta, pues en los momentos difíciles la razón se paralizará preguntando: “¿por qué?”, mientras que el corazón se limitará a decir: “¡hágase!”, como una madre que ante el peligro inminente de su hijo se lanza en su ayuda sin pensar más ni pararse a analizar los peligros.
Cuando el atractivo inicial se aminora, queda la costumbre, el hábito adquirido que nos sostiene, pero no tiene suficiente fuerza. De ahí la importancia de acoger los valores abrazados por la razón desde una dimensión más profunda que los sentimientos. Sólo entonces encontramos la fuerza necesaria para responder a los dictados de la razón, entregando, incluso, la propia vida. Entonces se da la paradoja de una vida que encuentra su gozo en la entrega de sí y no sólo en el placer de recibir. Es lo que simboliza el grano que cae en tierra y muere para poder dar fruto.
El unificar el deseo del corazón y el de la razón, supone un camino lento de unificación que reeduca las propias costumbres para adquirir un gozo mayor y más duradero, más en consonancia con nuestro ser profundo que con nuestros apetitos inmediatos.