Tiempo de crisis, tiempo de elección y renacimiento
Los grandes momentos de la historia fueron un renacer de algo que estaba muriendo o parecía mortecino. La vida surge cuando se dan los elementos apropiados. Nosotros no somos dueños de la vida, pero sí colaboradores necesarios para que brote.
Si miramos a la historia observamos cómo el tiempo en que nació Císter fue un tiempo de gran vitalidad. En la primera mitad del siglo XII surgió una combinación de movimientos sociales, eclesiales y espirituales, junto con personalidades de gran relieve, que permitió una renovación profunda de la realidad de acuerdo a nobles ideales. El valor de los ideales no está tanto en lo que son cuanto en lo que producen. El ideal sin concreción o implicación social no pasa de ser un mero sueño. Quien tiene ideales da con ellos sentido a su vida y actúa en consecuencia.
Estamos en crisis. ¿En qué lo notamos? Es importante observar qué es lo que nos hace notar la crisis para saber dónde está nuestra sensibilidad y nuestros anhelos. Se desboca el paro; muchos son desahuciados y dejados en la calle; se recortan servicios sociales, especialmente irritantes los que afectan a inmigrantes sin papeles o a los más vulnerables; disminuyen los salarios y se encarecen las cosas; nos sentimos golpeados sorpresivamente y echados al circo con unas fieras que no paran de enseñarnos los dientes día tras día con la prima de riesgo, el déficit que tenemos, la deuda acumulada, los intereses asfixiantes o un supuesto “rescate” que parece dar más miedo que un ataque.
Sí, notamos la crisis por sus efectos materiales, e intuimos que ha habido una quiebra de valores o un travestismo de los mismos, presentándonos la codicia, el egoísmo, la irresponsabilidad o responsabilidad no asumida, el despilfarro, como si fueran valores para el éxito.
Nuestra mayor crisis es nuestra falta de proyección. Faltan corredores de fondo. Priman por doquier la rapidez y las distancias cortas, la inmediatez y el pragmatismo. Faltan personas que presenten sin complejos otros ideales. Sin complejos, convencidos y testigos que arriesguen sus vidas. La inmediatez de las metas cortas hace que la motivación se apague enseguida o la frustración se asiente en el que no lo consiga rápidamente. La materialidad de nuestras metas tampoco sacia nuestros anhelos más profundos. El largo camino que requieren las metas más interesantes sólo se puede hacer si somos capaces de alimentarnos durante el mismo, si llevamos dentro de nosotros la fuente que nos sostenga a lo largo del camino, en las dificultades, cansancios y dudas. Cuanto más sublimes son las metas que buscamos, mayor tiene que ser la fuente que nos alimente. Ésta no puede ser otra que una relación de amor y confianza con el autor de la vida, complicidad y abandono que nos dé la seguridad de poder ser llevados a donde nosotros no podríamos llegar. Algunos piensan que es espiritualismo, y no están faltos de razón si nos sentamos junto a la fuente a beber de ella sin dar un paso. Pero ¿cuánto podrá durar el camino del que no lleva alimento consigo? Necesitamos beber de la fuente y ponernos a caminar, para lo que es bueno cargar con ella. Ese ideal supieron transmitirlo los primeros cistercienses en medio de una sociedad centrada en ideales caballerescos que también buscaban en la conquista inmediata el elixir de una felicidad que se manifestaba poco duradera.
Vivimos en un momento de crisis y hay que ir a la raíz. Una raíz dañada donde descubrimos el pecado de la codicia y la injusticia que enfermó al árbol. Unas ramas que sufren lo que otros dañaron, no porque fueran peores que nosotros, sino porque estaban más cerca de la fuente para contaminarlo todo. Y esto es lo más dramático. ¿Podemos pensar que los menos responsables de este desaguisado quedan exculpados por virtud o por falta de ocasión? Sin duda que cada cual es responsable de sus actos, pero no podemos limitarnos con apuntar a los culpables, que hay que hacerlo. Los grandes personajes que han transformado la sociedad supieron transmitir unos ideales valiosos y atractivos testimoniándolos con su propia vida, haciéndolos apetecibles e imitables.
La codicia es el afán de poseer más y más, adquirir lo superfluo que nunca nos llena por tener nuestro aljibe agrietado. Saber vivir con lo necesario, gozar viviendo con lo necesario sin acumular, nos hace ser señores de nosotros mismos, no siervos de nuestras cosas, y nos permite compartir lo nuestro y no apropiarnos de lo ajeno.
Los primeros monjes cistercienses ansiaban esa simplicidad, esa “rusticidad” que llamaban ellos, nada parecido al minimalismo estético y caro, sino en sintonía con la naturaleza, con el “campo” (rus), buscando lo natural, la armonía con la propia existencia que se goza por lo que es, sin poner su corazón en lo que tiene. Se acepta la vida en su austeridad y rusticidad natural para descubrir su autenticidad, sin el oropel engañoso de la superfluidad que termina atrapando el corazón y alejándonos de nuestros semejantes o haciéndolos invisibles a nuestros ojos.
Hoy también tiene algo que decir esa intuición cisterciense. Sólo necesita testigos que la traduzcan en sus vidas y que sirvan de luz para renovar los valores de una sociedad en crisis.