La vida monástica, camino de fe que evangeliza con la vida (02.OCT.2012) La magia es para los crédulos, la fe, para los creyentes. El crédulo necesita apoyarse en la ilusión de los ritos mágicos que le dan seguridad, que le anticipan el futuro o le protegen frente a las calamidades. El creyente cree en Alguien digno de fe para él. En el primer caso, el crédulo se apoya en sí mismo y experimenta el vértigo de su fragilidad, lo que le hace buscar seguridades intentando controlar la realidad con ritos esotéricos, amuletos mágicos o nigromantes que dicen ver el futuro. El hombre de fe simplemente confía, se fía en Aquel que sabe le ama y guía sus pasos. Su poder va más allá de los mismos acontecimientos, que muchas veces desconciertan. Su poder lo sustenta todo y le va guiando a una meta. En esa confianza está la fuerza del creyente. Pero la fe ha de ser probada para que transforme a la persona. El disco en la estantería no pasa de ser un objeto que se llena de polvo. Sólo cuando se escucha eleva el espíritu. Así el carisma cisterciense comenzó siendo probado en la fe, cuya firmeza quisieron dejar de manifiesto nuestros padres en la primera fundación (La Ferté –firmitas-). Por eso también, en la liturgia de la solemnidad de nuestros Fundadores, se ha querido resaltar esa fe tomando el elogio que de la misma hace la Escritura (Hb 11). La fe que estuvo en el origen de nuestro carisma se daba de la mano con la de Abraham, el padre de los creyentes que se puso en camino en total confianza, con una obediencia absoluta, y en la línea de tantos otros testigos que supieron fiarse. Redescubrir el camino de la fe es tomar conciencia de una relación. Creer lo hacen hasta los demonios (Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien, pero también los demonios lo creen y tiemblan –St 2, 19-), confiar, sin embargo, fiarse de, sólo lo hacen los creyentes que aman. La fe es un encuentro, un encuentro con la persona de Cristo que ilumina nuestro camino y nos llena del gozo de los que aman y se saben amados, de los que se sienten acompañados y sostenidos, de los que se saben guiados por el camino que conduce a la vida. Lo que pasa en el corazón humano es lo que sucede con las raíces del árbol: se desarrollan y robustecen en invierno, buscando la humedad en verano. Nadie las ve, pero están. Sin ellas el árbol muere, y su fortaleza es la causa de la frondosidad que vemos. Quien sólo mira las ramas olvidándose de lo que no ve, considera una pérdida de tiempo el trabajo del corazón, como tiene por inútil la existencia de vidas ocultas en la soledad claustral. Pero si éstas no existieran, el árbol mismo de la vida se extinguiría, pues estaría lejos de la humedad que da la Vida que todo lo creó. Los monasterios están llamados a transmitir la vida al árbol entero, la humedad que buscan sus raíces, al resto del árbol. Decirlo no es vanidad, sino vidas que se han querido orientar decididamente a eso. Si las raíces no están húmedas, ¿qué será del árbol?, ¿qué savia le llegará? Para estar húmedo hay que dejarse humedecer. Ese es el camino de la fe. Una fe consolidada por la prueba para dar mucho fruto. Al árbol seco de poco le sirve la humedad, está muerto. Pero quien busca no está seco, sino que se vacía de sí para dejarse llenar y vivificar con la vida que no se acaba. Los que optan por la vida monástica eligen hacer el camino del vaciamiento que prueba su fe, el paso de una confianza en sí mismo a la confianza en Dios en quien se abandonan. El monasterio es un vacío buscado, querido, lleno sólo de esperanza, que es el fruto de una fe que espera se realice lo que se cree, por lo que no debemos extrañarnos cuando lo experimentamos. El vacío es el lugar donde se garantiza una posible presencia. El vacío es, por consiguiente, el mejor templo que podemos hacer a Dios. El vacío se puede llamar esperanza, pues la esperanza no posee, sino que cree que poseerá. El vacío se puede llamar confianza, pues la confianza no controla, pero descansa en quien se fía. El vacío se puede llamar ausencia, pues la ausencia no puede abrazar al amado/a, pero esa ausencia acogida en el amor nos permite poder abrazar la infinitud de Dios que nos colma. Acoger libremente el vacío por nuestro celibato es capacitarnos para un abrazo infinito, más universal y libre desde el corazón de Dios. La virginidad consagrada hace experimentar la soledad, un vacío para ser llenado. Es también el camino de la pobreza o de la obediencia. La naturaleza rechaza el vacío como lo rechaza la sed infinita del espíritu que hay en cada persona. Pero nada logra entrar en ningún sitio si primero no se le ha hecho un hueco a modo de vacío acogedor. Esta es la gran prueba, aceptar crear ese vacío sabiendo que no seremos defraudados, abrazar un vacío que nos llenará plenamente, pero, sobre todo, de una manera nueva, diferente, más universal y existencial, más desde el ser que desde el hacer. El vacío, fruto de la fe, sólo vale si lo abrazamos libremente, con confiada humildad. Es algo que viene con las pruebas, pasadas las etapas iniciales, cuando estamos en la meseta de la vida, cuando todo se ha de concentrar en hacer un camino interior en los acontecimientos ordinarios. Es el momento de trabajar el vacío de las cosas en el no buscar tener y poseer, combatiéndolo con el no pedir y el compartir. Vacío en el no imponer nuestros criterios -casi nunca esenciales- y abrirnos a la escucha del otro. Vacío en los afectos, que se gozan con lo que reciben y comparten, pero no buscan apropiarse de nada para no “desorientar” el corazón, siempre pronto a buscar cobijo en lo inmediato, aunque luego no se vea satisfecho. Vacío de una voluntad que no se aferra a lo suyo, sino que busca lo nuestro, dócil a lo que Dios y los hermanos le propongan. Vacío en una oración que a veces se percibe como seca, sin sentimientos, como una pérdida de tiempo, pero que requiere saber permanecer, abrazando ese vacío, sin pretender endulzarlo entretenidos en otras cosas. Largo camino que va colmando y pacificando el corazón. No podemos despistarnos. Tenemos un papel en el mundo y en la Iglesia. Un vacío no abrazado busca llenarse de vidas ajenas, atento a lo que hacen los demás, llenando el propio vacío de un sufrimiento inútil. El vaciamiento abrazado libremente todo lo abarca, siendo una soledad que a todos acoge, una confianza que nada tiene y todo lo posee, una mansedumbre que nada puede y nadie la vence. El vacío que brota de la fe es un grito que Dios escucha y atrae su presencia. Bienaventurados los que de alguna forma se vacían libremente para dejar sitio a la presencia del que todo lo abarca. Es la bienaventuranza tan repetida por Jesús cuando hablaba de los pobres, los mansos, los que sufren, los niños, los sencillos, etc. Nosotros estamos llamados a realizar ese trabajo. Sin duda un trabajo fecundo, aunque no veamos su utilidad. Eso es lo que nos debiera preocupar, nada más. Si esto vivimos, podremos decir con el profeta con espíritu confiado: Aunque la higuera no echa yemas / y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna / y los campos no dan cosecha, aunque se acaban las ovejas del redil / y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, / me gloriaré en Dios mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza, / él me da piernas de gacela / y me hace caminar por las alturas (Hab 3, 17-19). ¿Qué temer? ¿Qué desear? Es bueno vaciarnos y que nos vacíen. Para quien vive en el amor todo es amable, pues no mendiga lo que no tiene, sino que se goza compartiendo lo que ya posee. Quien vive unido al dador de todo, usa lo que está a su alcance sin apropiarse de nada, porque nada le falta cuando tiene lo imprescindible para vivir. Quien ha hecho de su vida un abandono en el amor de Dios, confía en los acontecimientos de la vida, viendo en ellos una guía más sabia que sus propios deseos. En este año de la fe que nos disponemos a comenzar hemos de ser las lámparas que la Iglesia espera de nosotros. Pero sólo ilumina la luz, la lámpara que goza de luz. Al mirarnos a nosotros y nuestras comunidades podemos ver cómo es esa luz de la fe y cómo puede fomentarse en este tiempo especial que nos propone la Iglesia. Sin duda que estamos en un tiempo privilegiado para vivir la fe, sin pensar que sea el más importante. En la sociedad se nos considera reliquias del pasado, admirados por algunos, pero desconocidos por muchos. Sin embargo, cuando se nos conoce, no son pocos los que intuyen una vida que huele a autenticidad, aunque no se vean llamados a seguirla. En la Iglesia estamos muy valorados en los documentos y manifestaciones externas, pero colocados en una marginalidad que quizá hasta nos ayude. Nuestra vida es una vida de fe, de confianza, y nos hemos de abrazar a ella. La precariedad, la falta de vocaciones, la ancianidad, la aparente irrelevancia en un mundo de la imagen, el activismo y la noticia sensacionalista, todo ello puede ser una prueba para la fe que nos invita a perseverar. Esa fe manifiesta a gritos silenciosos nuestra confianza y el señorío de Dios en nuestras vidas. Con ello aportamos un aspecto fundamental a la nueva evangelización. Hacemos de la presencia de Dios en nuestras vidas una buena noticia, de la confianza humilde en él la fuente de nuestra alegría. La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos (Heb 11, 1-2). Este texto de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender el sentido de la fe. El ser humano experimenta desde su nacimiento un deseo de ser llenado, como si estuviera incompleto. Es como un vacío que busca lo que le falta. Una capacidad infinita que anhela el infinito del que es capaz. Incansablemente inspira el aire que necesita y no deja de alimentarse. Su afán de conocimiento tampoco se detiene. Su necesidad de amor busca colmarse en la relación. Igualmente su espíritu demanda una infinitud de la que carece. Todo esto hace del hombre un ser anhelante que espera llenarse. Si no confiara en que esto es posible, dejaría de buscar y esperar, pues nadie espera lo imposible. Esa fe en que es posible le anticipa de alguna manera lo esperado por la paz que le proporciona. Se lo anticipa en su espíritu y le hace experimentar los efectos del que ya lo tiene. Pero la fe no es algo meramente pasivo, como el que espera le toque la fortuna, por mucha “confianza” que tenga en ello. La fe supone ponerse en camino, arriesgar, dejar seguridades y afrontar riesgos buscando nuevas metas. En la vida religiosa en general y también en la vida monástica actual hay un cierto sentimiento de resignación que cuestiona nuestra fe. Con las fuerzas debilitadas y un cierto conformismo se afronta el momento difícil de la ancianidad que no ve sucesión. Sin duda que esta es una buena prueba que consolida nuestra fe, viviendo nuestra realidad con paz y confianza, sabiendo que la vida y la muerte están en manos de Dios, afrontando el reto que se nos ofrece con realismo y sencillez. Pero al mismo tiempo se nos pide arriesgar, buscando nuevos caminos, en el deseo de transmitir a otros el tesoro que se nos ha confiado. No se trata de buscar caminos extraños ni poner todo nuestro afán en ser comprendidos o aumentar simplemente el número de nuestros efectivos. Se trata de intentar buscar modos nuevos o antiguos que hoy pueden resultar muy útiles para dar respuesta a las necesidades que brotan de la situación en que vivimos en nuestras comunidades y en nuestro tiempo. Necesitamos una fe confiada para acoger con paz la situación en que nos encontramos, pero también necesitamos una gran fe confiada para volver a echar las redes cuando hemos estado bregando toda la noche sin coger nada. Confianza porque el Señor nos lo manda. Confianza porque puede ser que tengamos que iniciar formas nuevas a las que no estábamos acostumbrados, aunque seguro que no son nuevas del todo, pues la historia nos enseña que no hay nada nuevo bajo el sol. Noé se puso a construir una inmensa barcaza cuando la tierra estaba seca, como el que se hace un chubasquero en el desierto esperando la lluvia, motivo de risa para los faltos de fe y prueba para una fe más exigente que la del que se limita a aguantar y esperar. Abraham dejó la seguridad que le daba la tierra de sus padres poniéndose en camino a una tierra prometida que sólo sus descendientes llegarían a disfrutar. Noé experimentó el resultado de su fe. Abraham tuvo que añadir fe a la fe, por eso es el padre de los creyentes, por eso fue la semilla de un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo y como la arena de la playa, si bien sólo después de cumplirse las palabras que Yavé le dirigió: Has de saber que tu descendencia vivirá como forastera en tierra ajena, la esclavizarán y la oprimirán durante cuatrocientos años (Gn 15, 13). La fe que no es probada no pasa de ser un simple deseo que nace y muere en uno mismo. Nuestra mejor evangelización en este tiempo de gracia es una vida asentada en la fe, que vive desde Dios y en Dios, pase lo que pase. Esto será un grito evangelizador para el que quiera escuchar. Un grito silencioso pero elocuente, pues es el grito de la vida, de la fe encarnada. No hace falta que nos anunciemos a nosotros mismo, pero tampoco escondamos la luz que Dios ha querido poner en nuestras vidas. Mostremos nuestra vida a todo el que se nos acerca, con la sencillez y la humildad propias del que sabe que nada le pertenece porque todo lo ha recibido. Anunciarse a sí mismo puede ser vanidad, pero ocultar lo que se ha recibido para beneficio de todos, es injusticia. El Señor Jesús nos enseñó a dirigirnos a Dios como Padre nuestro. Así la fe adquiere un mayor resplandor cuando es vivida como nuestra fe, una fe compartida capaz de unirnos con los lazos de una fraternidad teologal. Fe en que Dios habita en cada uno de nosotros y somos su viva imagen. Fe de que Dios habita en el seno de la comunidad, siendo su origen y su lazo de unión y comunión. Cuando en una comunidad se palpan esos lazos de la fe, es una comunidad que evangeliza aún sin pretenderlo. Es una comunidad que trabaja sin descanso por combatir todo egoísmo para que afloren los lazos del amor de Dios entre sus miembros. No hay mejor evangelización. Quien así vive, es testigo vivo del evangelio.