Hemos visto cómo la imagen mesiánica de Jesús desconcertó a Juan Bautista, pues no era lo que él se esperaba. Algo parecido nos puede suceder a nosotros cuando vemos la imagen del Precursor, de esa persona desaliñada que vivía en el desierto y llamaban Juan el Bautista: nos desconciertan los planes de la providencia divina mandando a semejante personaje por delante de Jesús para anunciar su venida.
Cuando un rey entraba en una ciudad iba precedido de cantos, soldados y una corte vistosa. Eso mismo pasa en la liturgia, donde vemos cómo al principio de las procesiones van los ministros con el incensario, la cruz, las velas, el acetre, …, los celebrantes, y al final de todos el más importante, el que preside, como le dijo el papa Francisco al rey Felipe VI al cederse el paso al entrar en su biblioteca: primero los monaguillos.
Pero la figura de Juan el Bautista poco tenía de glamurosa. Juan no era un hombre elegantemente vestido, aunque tampoco una caña sacudida por el viento. El testimonio que hace Jesús de él quiere resaltar eso. Juan era un profeta, incluso el mayor de los profetas, al que le acompañaba un estilo de vida auténtico. Era aquel que anunciaba el profeta Malaquías: Yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino (Mal 3, 1).
¿Qué salisteis a ver en el desierto?, preguntó Jesús. El Señor siempre nos envía profetas que nos indican el camino a seguir. Bien sabemos que el profeta no es un adivino, sino el que anuncia la voluntad de Dios, su presencia en medio de nosotros. A veces a todos nos gusta hacer de profetas y tomar el nombre de Dios a la ligera profetizando a los demás, pero al verdadero profeta no le importa tanto eso cuanto vivir según Dios, dando testimonio con su propia vida. Es más fácil decir a los demás lo que tienen que hacer que convertir nuestro propio corazón. Y que nadie piense que eso no va con él. Cuando alguien nos hace ver uno de nuestros defectos o nos cuestiona alguna actitud nuestra y saltamos a la defensiva o nos indignamos, tengamos por cierto que estamos muy lejos de tener un corazón según Dios, pues más allá de la veracidad o no de lo que se nos está diciendo, nuestra reacción está indicando claramente que la humildad no es nuestro fuerte, y Dios solo reina en los corazones humildes. En los demás habita simplemente su misericordia. Un profeta puede tener defectos, e incluso pecados, pero no le puede faltar la humildad auténtica, no la del cuello torcido. Por eso la fuerza de la palabra del profeta es su ejemplo de vida. Ese fue el halago que hizo Jesús de Juan el Bautista, fue un profeta, el mayor de ellos, que testimonió con su estilo de vida.
Todos nosotros estamos llamados a ser profetas y precursores. La Iglesia entera y los monasterios. El ejemplo de Juan el Bautista nos enseña el modo de hacerlo. Si para ello se nos pidiera algo que nos sobrepasa, una especial sabiduría, una posición social elevada o un poder influyente sobre los demás, podríamos desanimarnos, pero el precursor del Señor no es ese, sino el que está dispuesto a la conversión, despojado de lo superfluo para tener a Dios como su tesoro con todas las consecuencias.
Cuando la gente se acerca al monasterio quizá también espere encontrar algo que no se encuentra en los palacios ni en los atractivos mundanos, por eso tampoco hay que preocuparse demasiado en tratar de ser comprendidos y aceptados. De alguna forma, el monasterio es como un desierto habitado por pocos y con expectativas diferentes a los valores del mundo, por lo que algunos puede que nos consideren un tanto extravagantes. Lo que se nos pide es que vivamos la misión que se nos ha encomendado, que seamos precursores de Jesús, personas que suscitan el deseo de buscar al Señor Jesús al contemplar nuestra vida y nuestra fe. Misión humilde, pero muy necesaria, pues no busca nada para sí, sino que trata de indicar el camino por el que se va al Señor, ser signos para los demás de un camino que hemos de recorrer nosotros primero, pues solo así hablaremos con la convicción de la experiencia, no con el recuerdo de lo aprendido. Los signos son algo gratuito y salvador. Son gratuitos porque están ahí, se les vea o no, se les haga caso o no. Además, ni siquiera tienen sentido en sí mismos, sino que su valor radica en lo que anuncian. Esa es su dimensión salvífica, cuando logran suscitar el encuentro con Aquél que nos da la salud.
El evangelista Lucas añade algo en este pasaje que nos hace pensar y también nos entristece, un recordatorio tantas y tantas veces repetido: Al oír a Juan, todo el pueblo, incluso los publicanos, recibiendo el bautismo de Juan, proclamaron que Dios es justo. Pero los fariseos y los maestros de la ley, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el plan de Dios sobre ellos (Lc 7, 29s). Los sencillos acogen el mensaje y se dejan transformar, mientras que los maestros y los cumplidores de la ley cierran su corazón a la gracia. Pero que no se desanimen los cumplidores de corazón, pues no se está diciendo que el mensaje de Jesús sea rechazado por los cumplidores y entendidos, sino por los duros de corazón, aunque es verdad que parecen abundar más entre los que se creen mejores y más sabios. Como tampoco se dice que el mensaje de Jesús es siempre acogido por los que se saltan las leyes y por los ignorantes, sino por los sencillos de corazón, más abundantes, eso sí, entre los que toman conciencia de sus faltas y de su ignorancia.
Para mí lo más impactante es la última frase: frustraron el plan de Dios sobre ellos. Es algo muy duro. Sin duda que la providencia divina tiene un plan salvífico sobre cada uno de nosotros. Frustrar ese plan denota un obstáculo y una tristeza. Un obstáculo que hace imposible llevar a cabo lo que estaba previsto en el plan inicial de Dios. Una tristeza porque en ese plan divino hay un acto de amor que se ve frustrado. Es como ver que la gracia viene a nosotros y justo antes de entrar le damos un portazo. Con mucha facilidad decimos que siempre se hace la voluntad de Dios, y es verdad, pero no siempre se hace según el camino previsto por Dios, pues sabemos que él siempre respeta nuestra libertad. Es la hermosa imagen del GPS que tanto me gusta: nos indica el camino más recto y sencillo para llegar a nuestro destino, pero si nos empecinarnos por ir por otro diferente él siempre nos da nuevas alternativas en cada momento, aunque resulten más largas y tortuosas por nuestra mala elección. Solo se pone en plan borde diciendo sin parar: “cambie de sentido cuando le esté permitido, cambie de sentido cuando le esté permitido”, si es que nos empeñamos en ir en sentido contrario. Al final es la misericordia divina la que tiene que venir en nuestro rescate.
No es de extrañar que a veces el Señor esté un poco harto de nosotros y exclame: ¿A quién se parece esta generación? Se parece a los chiquillos que, sentados en las plazas, se gritan unos a otros diciendo: “Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado lamentaciones, y no os habéis apenado”. Y es que alguna vez nos ponemos tan bordes que parecemos niños insoportables que están en la etapa del “no”. No estamos a gusto con nada y protestamos por todo. Si hay que ayunar como Juan el Bautista, porque hay que ayunar; si estamos de fiesta, es que somos comilones como Jesús. Sepamos vivir con gozo cada momento de la vida, haciendo como San Pablo, que se jactaba de saber vivir en la abundancia y en la escasez sin darle mayor importancia, pues para él todo era basura comparado con el haber podido conocer personalmente a Cristo Jesús. Vayamos a lo esencial y sonriamos ante los accidental de la vida.