La Escritura nos dice que los planes de Dios no son nuestros planes. Es algo de lo que hemos sido testigos más de una vez en nuestras vidas. Eso nos puede llevar a enfadarnos con Dios o a rechazarlo. Es lo que nos sucede también cuando los demás no actúan como nosotros esperamos que debieran actuar, provocando en nosotros una interpretación errónea de sus actos que nos lleva a rechazar lo que nos ofrecen porque rechazamos a la persona que nos lo da, pudiendo estar perdiendo con ello un gran don sin darnos cuenta. Y todo eso por no prestar oído ni saber acoger lo que la Providencia nos ofrece a través de ellos.
Es la actitud de Naamán el sirio que solemos reproducir en nuestras vidas: “yo esperaba que …”, y como la otra persona no actúa como yo esperaba o las cosas no suceden como yo tenía previsto, me enfado y me alejo, arriesgándome a perder lo que se me está dando. Es como cuando se nos dice que va a pasar por delante de nosotros una persona rica e importante que nos dará mucho dinero si le saludamos. Pudiera ser que abramos bien los ojos y no la veamos pasar, pues quizá estemos esperando ver a un hombre bien vestido, y nuestro prejuicio no nos permita fijarnos en la viejecita o en la persona desaliñada que pasa por delante de nosotros esperando nuestro saludo.
Algo de esto pasó a los judíos que esperaban la venida del reino de los cielos y no supieron reconocerla en Jesús de Nazaret. Simplemente tenían en su mente y en su corazón otro tipo de reino que no les permitió ver el que se les ofrecía. Pero es también lo que le sucedió al mismo Juan el Bautista, el Precursor.
Se nos dice que estando Juan en la cárcel envió a sus discípulos a decir a Jesús: “Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro”. ¿Cómo el Precursor del Señor podía hacer esa pregunta? ¿A quién precedía entonces el muy despistado? Probablemente le sucedió como a los profetas cuando la acción de Dios actuaba en ellos de una forma que les sobrepasaba: o bien no eran conscientes de que eran profetas, o bien la profecía iba mucho más allá de aquello a lo que se referían.
Juan el Bautista estaba desconcertado, pues si bien el reino de los cielos que él anunciaba no era de tipo político, sí lo era justiciero. Recordemos lo que decía: “Convertíos porque ha llegado el reino de los cielos” …Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego … Aquel que viene detrás de mí … tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Mt 3, 2. 10. 12).
Jesús, sin embargo, le responde aludiendo a diversas expresiones mesiánicas de Isaías que invitan a la esperanza: “Id y contad a Juan lo que oís y veis; los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Mt 11, 4-6).
Esto nos puede sonar a contradicción, pero no lo es tanto. Juan anuncia la venida del Mesías que coincide más con la segunda venida de Cristo en el día del juicio escatológico. Lo novedoso es que el mesías anunciado por los profetas resulta que ha venido comenzando un tiempo nuevo, el tiempo del reino de los cielos, un tiempo que nos invita a la transformación siguiendo los pasos del Señor, un tiempo de misericordia y renovación, gratuito y exigente a un mismo tiempo. Frente al mesianismo escatológico de la ira, la instauración del imperio mesiánico sobre todos los reinos de la tierra o el exterminio de los enemigos del pueblo elegido, el mesianismo de Jesús consiste en curar enfermos y dar vida.
El anuncio de Juan Bautista era sincero y él se sentía verdadero siervo de Dios. Pero al ver a Jesús se cuestionó si no se estaría equivocando, pues el mesías que él predicaba no se parecía mucho al que Jesús mostraba. Esto es algo verdaderamente hermoso, propio únicamente de las personas sabias y auténticas que pueden por eso mismo ser humildes, cuestionar sus propias ideas e, incluso, modificarlas. A veces, nuestra idea de Dios, de la verdad o de la autenticidad, tratamos de imponerla por encima de todo, sin percatarnos que lo mismo nos podemos estar equivocando y estemos usurpando el lugar de Dios. Dejar a Dios ser Dios supone que nos debemos tentar la ropa cuando hablamos en su nombre o juzgamos según la ley de Dios. Con razón Jesús nos dijo que a nosotros no nos corresponde juzgar, que dejemos el juicio para Dios. Nosotros hemos recibido el anuncio de la Buena Nueva que es el comienzo del reino de Dios. Nuestra misión es anunciarlo y vivirlo. Cualquier juicio condenatorio que hagamos sobre los hermanos no nos corresponde y es muy arriesgado.
Dios siempre nos puede sorprender y debemos mantenernos como buenos aprendices. No sin razón concluye Jesús con la recomendación: y dichoso aquel que no se escandalice de mí, pues su forma de actuar podría escandalizar a los bien pensantes según la ley.
El escándalo, tanto en latín como en griego (skándalon), es la piedra con la que se tropieza, el obstáculo que nos desequilibra en nuestro confiado caminar, nos hace caer o nos impide el paso. No cabe duda de que Jesús resultó piedra de escándalo en multitud de ocasiones para los que creían saber el camino. Sin duda conocían el camino mostrado en la Escritura, pero todos hacemos una interpretación en su comprensión, y ahí está el peligro de errar. Por eso la interpretación que Jesús hacía en su vida y con su doctrina les descolocaba. Ahí tenemos lo que decía sobre el sábado, la prioridad de la misericordia sobre la ley, la preeminencia del corazón y la fe sobre las obras externas, la oración del corazón frente a los sacrificios de animales, llamar Padre a un Dios que era innombrable, la preferencia de los pobres y los que sufren en el reino de los cielos, el anuncio de que muchos alejados se sentarán en el banquete del que muchos invitados serán excluidos, etc. ¿Cómo no iba a ser piedra de escándalo para los que se consideraban maestros de la ley? Ellos se escandalizaban, mientras que los sencillos y humildes eran los dichosos que no se escandalizaban de él.
Es curioso lo que más adelante dirá Jesús. Él es consciente que muchos maestros de la ley se escandalizarán de él, mientras que otros ignorantes de la ley, pero sencillos y humildes de corazón, creerán en él. Los primeros se escandalizarán porque creerán saber el camino y no acogerán su mensaje, mientras que los segundos que saben que no saben están abiertos a aprender. Pues bien, poco después Jesús se referirá a estos sencillos que creen en él y lanzará una amenaza a los que usurpando el nombre de Dios los escandalicen con sus teorías: Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar, esa piedra de molino trabajada por una interpretación de la ley muy alejada del corazón de Dios y que es causa de tropiezo en el camino de los sencillos de corazón.
El mesianismo de Jesús nos enseña a someternos a un reinado de Dios que nos vivifica y no a una interpretación de la ley que nos hace vivir como esclavos que juzgan y condenan a los demás. No seamos piedra de tropiezo para con los hermanos con una vida alejada del evangelio, sino todo lo contrario.