¿La pandemia nos hará mejores o peores?
Todos conocemos la fábula atribuida a Esopo que nos habla de una zorra que, al no poder alcanzar las uvas que le apetecían, se consoló diciendo: “no importa, están verdes”. En línea parecida está la expresión: “hacer de la necesidad virtud”. Son reacciones diversas que nos brotan ante la adversidad y la frustración. En el primer caso se niega la realidad, en el segundo se busca extraer algo positivo de los malos momentos.
Cuando nos topamos con algo tan grave como una pandemia, necesitamos superar el shock y darnos un rayo de esperanza, por lo que nos decimos que nos hará mejores, mezclando el deseo y la consolación, intentando dar sentido al sinsentido. A ello responderán enseguida los realistas que eso es una ilusión, que no nos puede hacer mejores lo que se ha llevado por delante la vida de algunos seres queridos, que ha dado un duro golpe a la economía haciendo crecer el paro y cerrando negocios, que ha condicionado nuestras relaciones sociales y puesto coto a nuestras expresiones de afecto y que, en definitiva, nos ha metido el miedo en el cuerpo.
En realidad, las cosas ni nos hacen mejores ni nos hacen peores. Las cosas son lo que son. Los acontecimientos son lo que son. Los percibimos buenos o malos porque consideramos que nos dan o nos quitan lo que nos apetece, pero el que nos hagan mejores o peores no depende de ellos. La clave no son las cosas, sino cómo las afrontamos. Eso es lo que nos hará mejores o peores personas. El éxito, el dinero, el aplauso de los demás, lo podemos vivir de una forma magnánima, poniéndolos al servicio de los otros, reconociendo que he sido afortunado gracias a la colaboración de muchos. O, por el contrario, nos puede obnubilar la mente hasta creernos superiores, mecernos en la vanidad y menospreciar a los demás, lo que provocará la envidia y el rechazo de los otros hasta experimentar paradójicamente la ruina en el éxito.
Igualmente, la adversidad nos puede encerrar en la autocompasión, maldiciendo nuestra mala suerte y a los demás, paralizándonos sin esperanza, o, por el contrario, nos puede ayudar a tomar conciencia de nuestros límites, de la necesidad que tenemos de los otros, haciéndonos más humildes y deseosos de ayudar a los que sufren, que ahora sí somos capaces de ver al pasar nosotros por su misma situación.
Las cosas y los acontecimientos no son más que una ocasión para hacernos mejores o peores según los afrontemos. Por eso la pandemia en sí misma no nos ayudará a crecer ni nos hundirá, pero sí nos ha enseñado algunas cosas que no podemos olvidar y otras que debemos relativizar.
Una cosa muy importante que nos ha mostrado es la interrelación de toda la humanidad, nuestra interdependencia, viniendo como anillo al dedo la encíclica del papa Francisco “Fratelli tutti”. Estornudó China y nos refriamos todos en un instante. El mal que le afectó a uno repercutió en el resto. Eso nos ha hecho ser más conscientes de lo interrelacionados que estamos y que no podemos mirar a otro lado cuando un miembro del cuerpo enferma, como hacíamos riéndonos del mal ajeno que vino por un simple murciélago, por la suciedad y costumbres alimenticias de otra cultura o por las medidas “exageradas” de protección que tomaba la gente del lugar. ¿Os acordáis? Seguro que con nosotros las cosas serían distintas, pensábamos, y ahí tenemos los resultados.
Igualmente nos ha enseñado que juntos avanzamos más rápidos si somos capaces de compartir nuestros conocimientos y colaborar en nuestros esfuerzos, sabiéndonos una gran familia humana. No hacerlo traería consecuencias fatales.
También nos hemos dado cuenta de que caer en la tentación del egoísmo, encerrándonos en nuestras fronteras y protegiéndonos nosotros solos, supone un grave peligro para nosotros mismos. El ideal es construir una fraternidad universal basada en el amor, pero si eso no sucede por virtud, tendrá que surgir por necesidad, si es que hemos aprendido algo de las consecuencias negativas que puede traer también para nosotros.
Otra de las grandes lecciones que nos ha mostrado la pandemia es cómo nos relacionamos con nuestra propia soledad, es decir, con nosotros mismos, lo que, a veces, ha llegado a enloquecer. ¿Por qué? No es que nos cueste estar en soledad, sino más bien afrontar nuestra soledad. Muchas veces buscamos estar solos para practicar alguna afición, para ver una película, para jugar con la consola, etc. y estamos felices. Eso significa que la soledad no es la causa de la desazón que nos lleva a enloquecer. Cuando hacemos todo eso estamos entretenidos, disfrutamos de lo que hacemos y eso nos hace sentirnos bien, lejos de enajenarnos, aunque de alguna forma estemos fuera de nosotros mismos. Pero cuando tenemos que afrontar la soledad, el confinamiento o el silencio solos con nosotros mismos, entonces empezamos a sentirnos mal.
Es importante que aprovechemos la soledad para redescubrir cosas que habíamos ocultado bajo una multitud de ruidos y quehaceres que nos mantenían dispersos, alejados de nosotros. La soledad del confinamiento nos ha abierto una puerta que teníamos cerrada. Nos ha abierto la oportunidad de vivir con nosotros mismos reencontrándonos con una belleza personal que teníamos olvidada. ¿Por qué no disfrutamos de nosotros mismos como disfrutamos de cualquier otra cosa que nos entretiene? ¿Es qué no somos tan valiosos como nuestros entretenimientos? Salir de la propia casa por no estar a gusto en ella es para pensárselo.
Se nos enseña a hacer muchas cosas en la vida, pero no se nos enseña a bucear en nuestro mundo interior más allá de analizar lo que producen en nosotros nuestros sentimientos y emociones. Tratamos los daños externos sin preocuparnos del motor, sin cuidar la fuente de donde todo mana. A mí la vida monástica me ha enseñado algo que ahora me resulta muy útil. Lejos de asustarme la reclusión me resulta atractiva. Es cierto que no podré hacer ciertas cosas, pero el parar ayuda a gozarse con un mundo interior a veces un tanto olvidado, a pesar de ser el motor que nos da la fuerza necesaria para afrontar lo que nos sucede. Nos sentimos vivos cuando nos movemos y hacemos cosas, sin darnos cuenta de que una cosa es la vida y otra lo que hacemos en la vida. El no poder hacer ciertas cosas no significa que perdamos la vida. La vida la llevamos dentro de nosotros y debemos tener la sabiduría necesaria para emplearla según vienen las circunstancias.
En este tiempo de pandemia hemos tomado conciencia de nuestra vulnerabilidad al constatar cómo un simple virus ha sido capaz de vaciar nuestras ciudades, encerrarnos en casa y llevarse por delante a muchos familiares y amigos sin casi darnos cuenta. Pero, como si de un efecto rebote se tratase, miramos con orgullo lo logrado por la ciencia en tan poco tiempo y, sin esperar siquiera a que se afiance un futuro incierto, tendemos a endiosar a la ciencia, ya que por pudor no podemos manifestar nuestro propio endiosamiento, aunque en realidad es lo que estamos haciendo. Ni Dios puede ser el mago que nos resuelve los problemas, ni el ser humano puede olvidar que sus capacidades son un don divino que debe agradecer. Y ¡qué fácil es escorarse a uno u otro lado!
Quizás lo más positivo que podemos sacar de todo lo vivido son las enseñanzas recibidas, la alegría de superarlo y el saber que entre todos es posible, siendo un motivo para dar gracias a Dios que nos ha dado esa fuera y voluntad.