San Benito dice en su Regla que a todo el que desea abrazar la vida monástica hay que avisarle de las dificultades que va a encontrar, no para desanimarlo, sino para que no se engañe: “Díganle de antemano todas las cosas duras y ásperas a través de las cuales se va a Dios” (RB 58). Es lo que parece hacer Jesús cuando envía a sus discípulos a anunciar el evangelio, prediciéndoles persecuciones y dificultades. Con razón Santa Teresa decía al Señor: “Si tratas así a tus amigos, pocos puedes tener”. Pero, al menos, no podremos decir que nos engaña. Y es que el amor tiene sus exigencias, es probado y no resulta fácil, aunque después nos sintamos colmados y dé sentido a nuestra vida.
Los hombres se pertrechan de armamento y un buen ejército antes de salir al campo de batalla. Pues bien, Jesús nos recuerda que nuestra principal fortaleza está en él, no en nuestras armas ni en el poder de nuestro brazo. Que cuanto más desarmados estemos, mejor podrá hacer su obra en nosotros: “Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos”. ¡Qué ocurrencias! Enviemos a una oveja a una manada de lobos y veremos qué queda de ella. Tantas veces hemos oído este pasaje que nos cuesta tomar conciencia de lo que significa. Sin embargo, nos lo repite hasta la saciedad: Dios muestra su fuerza en nuestra debilidad. Tenemos miedo y nos paralizamos cuando miramos nuestras fuerzas ante un adversario o una empresa que nos supera, y terminamos huyendo. Nos viene la prueba, la duda, la oscuridad, nos vemos pequeños, quizá pensamos que nos hemos equivocado en la vida o que somos unos fracasados y la gente no nos reconoce, y nos entran ganas de salir corriendo y escondernos.
Pero el hecho de que el Señor sea nuestra fuerza no significa que seamos unos inconscientes y no tomemos medidas. Cuando uno vive en una burbuja, protegido de todo, es fácil estar tranquilo, sabiendo que alguien saldrá en su defensa. Pero cuando a uno le han puesto en primera fila, debiendo afrontar la adversidad y enfrentarse a la maldad humana, tiene que mantener la sencillez evangélica sin renunciar a la prudencia y la prevención. Por eso Jesús nos dice: “Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
La prudencia de la serpiente representa a la persona reflexiva y observadora que sabe a dónde quiere ir y toma las medidas de prevención necesarias ante los que buscan nuestro mal, pues nos golpearán y nos juzgarán por causa de Jesús. La sencillez la tenemos cuando actuamos sin malicia, aceptando que sea el Señor quien salga en nuestra defensa y hable a través nuestro en los momentos en los que tenemos que dar testimonio. Con mucha frecuencia la providencia divina transforma la maldad del malvado en causa de vida y salvación para sus fieles. Como muchas veces la adversidad o la vejación no hace sino sacar lo mejor de nosotros mismos cuando somos humildes, transformando el mal recibido en un bien espiritual. Es la actitud del manso, que crece en humildad ante la violencia del colérico. El colérico gana las batallas de sus caprichos y cabezonerías, pero pierde la guerra de su alma, de la razón profunda de su existencia. El colérico presume de sus victorias cuando se sale con la suya, pero no se da cuenta que tiene los pies de barro. El manso, por el contrario, pierde muchas batallas, pero gana la guerra de su alma. La mansedumbre no nos librará de la injusticia, pero sí nos dará el señorío sobre la injusticia. Quien nos puede golpear, difamar o matar no nos podrá quitar la dignidad si confiamos en el Señor. Por eso dice el libro de la Sabiduría, aludiendo al profeta Jeremías, que la actitud del justo produce fastidio poniendo en evidencia nuestros pecados al mantenerse firme (cf. Sab 2, 12; Jr 11, 19; 20, 10-13).
Todo esto lo hemos de practicar en la vida cotidiana, sin esperar a situaciones dramáticas. Eso lo haremos cuando resistimos al mal con el bien, a la violencia con la mansedumbre, a los gritos con el silencio, a la maldición con la bendición. Muchas cosas que nos sacan de quicio o que pensamos son injusticias y no debemos tolerar o son motivo para alejarnos, en realidad son una ocasión para vivir el evangelio y seguir al Maestro. Sin pasar por eso, no llegaremos a ser verdaderos discípulos suyos. Podremos estar junto a él, vivir en su casa, pero no lo conoceremos ni seremos auténticos discípulos. Nos habremos vestido con sus ropas, pero la gente no nos reconocerá como sus discípulos. Pues, así como el perro conoce a su dueño, aunque cambie de ropa, así los demás intuyen en nosotros la presencia o ausencia del Maestro más allá de las apariencias con que nos vestimos o del lugar donde vivimos.
Necesitamos una visión de fe, una mirada mística que nos permita comprender cómo Dios vive en aquel que le sigue, cómo su Espíritu habla y actúa en nosotros cuando abrazamos el camino que nos propone. Solo con esa mirada se ahuyenta el miedo, aunque sintamos la inquietud que brota del instintivo de supervivencia, pero que no es capaz de turbar el alma. Cuando os entreguen por mi causa, no os preocupéis de cómo o qué vais a decir. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Algo que contrasta con nuestra actitud más habitual, pues, cuando nos sentimos agredidos, nuestra cabeza no para de maquinar y preparar argumentos para combatir la actitud del que me es hostil. Está claro que esto no suele dar buenos frutos, pues es el mal espíritu el que nos da mil argumentos para justificar nuestra postura, defender nuestros derechos y combatir al hermano que nos ha ofendido, sin la mirada limpia del Espíritu de Dios que se mueve por la verdad y el amor y no por la ira y el rencor.
Pero todavía hay algo más duro que la persecución o la provocación del malvado. Jesús nos avisa de que en el mismo seno de nuestra familia se generará la tensión. Aquello que nos da confianza y alimenta nuestros afectos pudiera tambalearse si pretendemos ser coherentes seguidores del Maestro: Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo: se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará.
La perseverancia no es una virtud muy actual en una cultura que prima los sentimientos y estados de ánimo. Cuando damos prevalencia a nuestros sentimientos, nuestras decisiones serán tan volubles como ellos. Buscaremos un bienestar inmediato tan inestable como ellos. Sin embargo, cuando priorizamos la meta buscada, el deseo profundo que llevamos dentro, no le damos tanta importancia a los diferentes estados de ánimo que experimentamos en el camino.
Jesús nos avisa de que en la vida encontraremos muchas dificultades, incluso la persecución. Podemos huir de una ciudad a otra si nos rechazan, pero manteniendo el ánimo y la perseverancia del que sabe que ha recibido una misión que debe llevar a cabo. Esa huida no es más que un apartarse del muro que nos impide caminar, buscando otro camino en el que poder realizar la misión recibida. A veces, no es fácil discernir el tipo de huida que realizamos.
Y para animarnos, Jesús nos recuerda que el discípulo no es más que el Maestro, por lo que no nos debemos sorprender. Nos perseguirán como le persiguieron a él (cf. Jn 15, 18-20) creyendo dar gloria a Dios (Jn 16, 2). Nos anticipa la pasión, pero también la gloria de la resurrección. Y, sobre todo, nos invita a gozarnos de lo que supone vivir como hijos de Dios en cada instante de nuestra vida.