Cuando Jesús envía a sus discípulos a evangelizar les pide varias cosas. En primer lugar, les dice que vayan primero al pueblo elegido, a las ovejas perdidas de la casa de Israel, a los herederos naturales y destinatarios primeros de las promesas de la salvación mesiánica.
Escuchar esto parece normal (y muy actual: “primero los nuestros”), pero sus resultados no son los deseados. Los herederos no se hacen merecedores de la herencia y la rechazan, los hijos no reconocen a su padre, los invitados no asisten al banquete, etc. Son multitud de imágenes que aparecen en la Escritura, especialmente en el evangelio. Es lo que hizo llorar a Jesús estando en Jerusalén cuando exclamó: “¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa”. (Mt 23, 37).
Esa experiencia frustrante la encontramos continuamente en la vida. Desde los padres que se sienten frustrados por el rumbo que, a veces, toman sus hijos y cómo dejan de valorar lo que para ellos es muy importante, a las rupturas en la familia o en las comunidades al no compartir la misma fe o desear vivir en la verdad. Pero también resulta especialmente doloroso el descubrir que en ocasiones hemos recibido una mirada de predilección sobre nosotros que la hemos dejado marchitar sin haberla sabido valorar. Como la primogenitura de Esaú mal vendida por un plato de lentejas. Es a lo que tantas veces y de muy variadas formas alude Jesús cuando dice que los últimos serán los primeros o que vendrán de Oriente y Occidente a sentarse en la mesa reservada inicialmente a los hijos, etc. A pesar de todo, Jesús lo intenta con los suyos una y otra vez, pues es un hecho que no predicó entre los paganos.
El reino de los cielos es para todos, pero tienen preferencia los destinatarios iniciales de las promesas, el pueblo elegido. Todos los demás vendrán después, una vez sellada la nueva alianza con la pascua de Jesús, que es cuando dice a sus discípulos: Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda la creación (Mc 16, 15). La vida de Jesús es el cumplimiento de las antiguas promesas y su apertura a toda la humanidad. Por eso, mientras Jesús está en este mundo, insiste en que se predique la buena noticia a la casa de Israel: No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel, dice a sus discípulos. Las acciones de Jesús sobre los paganos se consideran una excepción, como el relato de la mujer sirofenicia de la región de Tiro (Mc 7,26).
En segundo lugar, Jesús recuerda a sus discípulos que les envía a anunciar la buena noticia dándoles poder para curar enfermos, resucitar muertos, purificar leprosos, expulsar demonios (cf. Mt 10, 8), es decir, les hace partícipes de su poder, y lo expresa acorde a la cultura en que vivían. Cuanto más primitiva es una cultura, más atribuye las enfermedades a los malos espíritus. Hoy día no es así. Tal atribución provoca una cierta sonrisa en quien lo escucha, incluso entre la mayoría de los creyentes. Intentamos dar a todas las cosas una explicación científica. La ciencia guía nuestros pasos y en ella confiamos. En realidad, todo tiene parte de verdad según el momento en que nos encontremos. Un niño expresa el amor a su manera, de forma diferente a como lo hace un joven, un adulto o un anciano. Y lo mismo podemos decir de otras muchas cosas. No cabe duda de que nosotros mismos nos fiamos más de un médico que de un hechicero o de un curandero. Pero siendo eso verdad, dando el lugar que le corresponde a la ciencia para buscar soluciones a los problemas de este mundo, todos reconocemos que ciertas calamidades son en parte consecuencia de nuestras malas acciones. Si tratamos mal a la naturaleza, la naturaleza nos devuelve de alguna forma nuestra maldad. Si tratamos mal a nuestros semejantes, se genera un mal espíritu que todo lo contamina, teniendo consecuencias muy negativas para nosotros mismos. Y más de una úlcera de estómago, dolor de espalda, depresión o cáncer vienen de ahí. Jesús expresa su poder curando enfermedades, pero esto no es más que un signo que revela su poder sobre el mal en todas sus formas. Es este el poder que da a sus discípulos, sin negar la posibilidad de algunos milagros. Quien actúa desde el Señor, actúa en él su poder que trae la salud a su alrededor, generando vida, alegría, bondad, etc.
Son muchos los pasajes en los que se nos habla del poder sobre los malos espíritus. El Apocalipsis se refiere también a ello contraponiendo los siete espíritus de Dios a los malos espíritus que salen de la boca de la Bestia para confundir a la humanidad, entablándose una lucha de la que saldrá victorioso el que viene de Dios.
Nuestra fuerza es el Señor y debe quedar de manifiesto. Por eso Jesús nos insiste tanto en vivir de la providencia, en amar la pobreza y renunciar incluso a vivir a costa del evangelio. El que evangeliza debe tener su propio trabajo con el que sustentarse, algo de lo que Pablo se enorgullecía. El mismo Talmud conserva numerosas sentencias rabínicas que advierten al rabino que no debe aceptar dinero por instruir en la Ley.
Gratis lo recibisteis, dadlo gratis, les dice Jesús. ¿Qué es lo que han recibido gratis?: la buena noticia y el poder sobre el mal (espíritus, enfermedades). No es algo que merezcamos por nuestras buenas obras. Siempre es un puro don. Saber esto nos permite vivir en humildad. Cuando creemos que algo de lo que somos o tenemos es porque lo hemos merecido, seremos duros con los que no lo tienen. La fe recibida ha sido un puro don, aunque en nuestro haber esté el haberla acogido. Nuestras cualidades personales y tantas cosas buenas que nos proporciona la vida monástica son un puro regalo, aunque en nuestro haber esté el haber abrazado la vocación y perseverar en ella. Cuando juzgamos a los demás desde nosotros mismos, nos estamos apropiando de lo que se nos ha confiado. Es lo que hacemos también cuando buscamos solo la eficacia, descartando a los hermanos que no tienen las mejores cualidades, no dándoles la oportunidad de dar siquiera lo poco que tienen. Todos tienen derecho a vivir y a desarrollar lo poco o mucho que han recibido. Excluirlos porque no tienen mis capacidades y me ponen nervioso, es injusto. Cuando les ponemos trabas a su desarrollo humano y les ridiculizamos es que nos hemos apropiado de lo que gratis recibimos, atreviéndonos a excluir a quien no lo ha recibido.
Ciertamente que el esfuerzo personal tiene un premio, pero el grueso del don es pura gracia. Por eso los presuntuosos provocan rechazo en los demás, mientras que creen que no se les valora suficientemente. Los dones son gratuitos e inmerecidos. Y si se trata de los dones espirituales que Dios da a los que envía, más todavía. Por eso quien desea apropiarse de esos dones se hace despreciable, como Simón el mago, que quiso comprar la posibilidad de transmitir el Espíritu por la imposición de las manos, como hacían Pedro y Juan, debiendo escuchar la maldición de Pedro: Que tu dinero sea para ti tu perdición; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero (Hch 8, 18ss). Esto es lo que después se llamará simonía o intento de comprar beneficios eclesiásticos y espirituales.
En cuarto lugar, y para que no se queden con una mera recomendación espiritual, Jesús les concretiza a sus discípulos cómo debe ser la actitud pobre y despojada de quien anuncia el evangelio. Les manda que vayan con lo puesto, sin acumular dinero, ni bienes, ni siquiera lleven dos túnicas ni sandalias ni bastón. Llevar dos túnicas era de ricos, pero no así llevar sandalias y bastón, aunque mucha gente fuera descalza, por lo que, en el evangelio de Marcos vemos que sí se aceptan. Solo abrazando la pobreza quedará meridianamente claro que es el Señor quien provee de las necesidades de sus discípulos a través de aquellos que reciban la buena noticia. Por eso les dice que se hospeden en la casa de aquellos que acojan el evangelio, quienes recibirán su recompensa, como nos dice en otro lugar: Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ser mis discípulos, os aseguro que no perderá su recompensa (Mt 10, 42; Mc 9, 41).
SENDA DEL EVANGELIO
(034) 17.05.20
Una predilección no acogida se pierde
Cuando Jesús envía a sus discípulos a evangelizar les pide varias cosas. En primer lugar, les dice que vayan primero al pueblo elegido, a las ovejas perdidas de la casa de Israel, a los herederos naturales y destinatarios primeros de las promesas de la salvación mesiánica.
Escuchar esto parece normal (y muy actual: “primero los nuestros”), pero sus resultados no son los deseados. Los herederos no se hacen merecedores de la herencia y la rechazan, los hijos no reconocen a su padre, los invitados no asisten al banquete, etc. Son multitud de imágenes que aparecen en la Escritura, especialmente en el evangelio. Es lo que hizo llorar a Jesús estando en Jerusalén cuando exclamó: “¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa”. (Mt 23, 37).
Esa experiencia frustrante la encontramos continuamente en la vida. Desde los padres que se sienten frustrados por el rumbo que, a veces, toman sus hijos y cómo dejan de valorar lo que para ellos es muy importante, a las rupturas en la familia o en las comunidades al no compartir la misma fe o desear vivir en la verdad. Pero también resulta especialmente doloroso el descubrir que en ocasiones hemos recibido una mirada de predilección sobre nosotros que la hemos dejado marchitar sin haberla sabido valorar. Como la primogenitura de Esaú mal vendida por un plato de lentejas. Es a lo que tantas veces y de muy variadas formas alude Jesús cuando dice que los últimos serán los primeros o que vendrán de Oriente y Occidente a sentarse en la mesa reservada inicialmente a los hijos, etc. A pesar de todo, Jesús lo intenta con los suyos una y otra vez, pues es un hecho que no predicó entre los paganos.
El reino de los cielos es para todos, pero tienen preferencia los destinatarios iniciales de las promesas, el pueblo elegido. Todos los demás vendrán después, una vez sellada la nueva alianza con la pascua de Jesús, que es cuando dice a sus discípulos: Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda la creación (Mc 16, 15). La vida de Jesús es el cumplimiento de las antiguas promesas y su apertura a toda la humanidad. Por eso, mientras Jesús está en este mundo, insiste en que se predique la buena noticia a la casa de Israel: No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel, dice a sus discípulos. Las acciones de Jesús sobre los paganos se consideran una excepción, como el relato de la mujer sirofenicia de la región de Tiro (Mc 7,26).
En segundo lugar, Jesús recuerda a sus discípulos que les envía a anunciar la buena noticia dándoles poder para curar enfermos, resucitar muertos, purificar leprosos, expulsar demonios (cf. Mt 10, 8), es decir, les hace partícipes de su poder, y lo expresa acorde a la cultura en que vivían. Cuanto más primitiva es una cultura, más atribuye las enfermedades a los malos espíritus. Hoy día no es así. Tal atribución provoca una cierta sonrisa en quien lo escucha, incluso entre la mayoría de los creyentes. Intentamos dar a todas las cosas una explicación científica. La ciencia guía nuestros pasos y en ella confiamos. En realidad, todo tiene parte de verdad según el momento en que nos encontremos. Un niño expresa el amor a su manera, de forma diferente a como lo hace un joven, un adulto o un anciano. Y lo mismo podemos decir de otras muchas cosas. No cabe duda de que nosotros mismos nos fiamos más de un médico que de un hechicero o de un curandero. Pero siendo eso verdad, dando el lugar que le corresponde a la ciencia para buscar soluciones a los problemas de este mundo, todos reconocemos que ciertas calamidades son en parte consecuencia de nuestras malas acciones. Si tratamos mal a la naturaleza, la naturaleza nos devuelve de alguna forma nuestra maldad. Si tratamos mal a nuestros semejantes, se genera un mal espíritu que todo lo contamina, teniendo consecuencias muy negativas para nosotros mismos. Y más de una úlcera de estómago, dolor de espalda, depresión o cáncer vienen de ahí. Jesús expresa su poder curando enfermedades, pero esto no es más que un signo que revela su poder sobre el mal en todas sus formas. Es este el poder que da a sus discípulos, sin negar la posibilidad de algunos milagros. Quien actúa desde el Señor, actúa en él su poder que trae la salud a su alrededor, generando vida, alegría, bondad, etc.
Son muchos los pasajes en los que se nos habla del poder sobre los malos espíritus. El Apocalipsis se refiere también a ello contraponiendo los siete espíritus de Dios a los malos espíritus que salen de la boca de la Bestia para confundir a la humanidad, entablándose una lucha de la que saldrá victorioso el que viene de Dios.
Nuestra fuerza es el Señor y debe quedar de manifiesto. Por eso Jesús nos insiste tanto en vivir de la providencia, en amar la pobreza y renunciar incluso a vivir a costa del evangelio. El que evangeliza debe tener su propio trabajo con el que sustentarse, algo de lo que Pablo se enorgullecía. El mismo Talmud conserva numerosas sentencias rabínicas que advierten al rabino que no debe aceptar dinero por instruir en la Ley.
Gratis lo recibisteis, dadlo gratis, les dice Jesús. ¿Qué es lo que han recibido gratis?: la buena noticia y el poder sobre el mal (espíritus, enfermedades). No es algo que merezcamos por nuestras buenas obras. Siempre es un puro don. Saber esto nos permite vivir en humildad. Cuando creemos que algo de lo que somos o tenemos es porque lo hemos merecido, seremos duros con los que no lo tienen. La fe recibida ha sido un puro don, aunque en nuestro haber esté el haberla acogido. Nuestras cualidades personales y tantas cosas buenas que nos proporciona la vida monástica son un puro regalo, aunque en nuestro haber esté el haber abrazado la vocación y perseverar en ella. Cuando juzgamos a los demás desde nosotros mismos, nos estamos apropiando de lo que se nos ha confiado. Es lo que hacemos también cuando buscamos solo la eficacia, descartando a los hermanos que no tienen las mejores cualidades, no dándoles la oportunidad de dar siquiera lo poco que tienen. Todos tienen derecho a vivir y a desarrollar lo poco o mucho que han recibido. Excluirlos porque no tienen mis capacidades y me ponen nervioso, es injusto. Cuando les ponemos trabas a su desarrollo humano y les ridiculizamos es que nos hemos apropiado de lo que gratis recibimos, atreviéndonos a excluir a quien no lo ha recibido.
Ciertamente que el esfuerzo personal tiene un premio, pero el grueso del don es pura gracia. Por eso los presuntuosos provocan rechazo en los demás, mientras que creen que no se les valora suficientemente. Los dones son gratuitos e inmerecidos. Y si se trata de los dones espirituales que Dios da a los que envía, más todavía. Por eso quien desea apropiarse de esos dones se hace despreciable, como Simón el mago, que quiso comprar la posibilidad de transmitir el Espíritu por la imposición de las manos, como hacían Pedro y Juan, debiendo escuchar la maldición de Pedro: Que tu dinero sea para ti tu perdición; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero (Hch 8, 18ss). Esto es lo que después se llamará simonía o intento de comprar beneficios eclesiásticos y espirituales.
En cuarto lugar, y para que no se queden con una mera recomendación espiritual, Jesús les concretiza a sus discípulos cómo debe ser la actitud pobre y despojada de quien anuncia el evangelio. Les manda que vayan con lo puesto, sin acumular dinero, ni bienes, ni siquiera lleven dos túnicas ni sandalias ni bastón. Llevar dos túnicas era de ricos, pero no así llevar sandalias y bastón, aunque mucha gente fuera descalza, por lo que, en el evangelio de Marcos vemos que sí se aceptan. Solo abrazando la pobreza quedará meridianamente claro que es el Señor quien provee de las necesidades de sus discípulos a través de aquellos que reciban la buena noticia. Por eso les dice que se hospeden en la casa de aquellos que acojan el evangelio, quienes recibirán su recompensa, como nos dice en otro lugar: Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ser mis discípulos, os aseguro que no perderá su recompensa (Mt 10, 42; Mc 9, 41).