El miedo es algo espontáneo que nos brota ante el peligro, cuando no controlamos una situación amenazadora. Es un instinto de supervivencia que surge ante el peligro de perder aquello que queremos conservar. Entonces, ¿por qué Jesús nos manda no tener miedo cuando nos persigan?
En primer lugar, nos invita a reorientar la mirada: lo que debemos conservar es la vida, no la respiración. Lo verdaderamente importante es la vida del alma que nos habita siempre y no tanto la existencia terrestre que, en cualquier caso, tendrá fin: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo. La salvación que nos promete no es la de esta vida caduca, sino la de la imperecedera, la que no tiene fin.
No les tengáis miedo porque su poder es limitado y, al final, se impondrá la verdad, saliendo a la luz todo lo que estaba oculto. Es el miedo que nos atenaza cuando nos quitan la fama, nos injurian o nos calumnia, sintiendo que matan nuestra buena imagen ante los hombres, una forma de quitar la vida. Y todavía es más doloroso cuando sufrimos la injusticia, cuando sufrimos un daño y no sale a la luz la verdad que nos pueda terminar reconfortando, sino que, encima, debemos cargar con la culpa. Cuando la verdad sale a la luz y se castiga al culpable, la víctima siente cierto alivio. Pero cuando ha tenido que sufrir el daño y se mantiene oculta la verdad, su dolor se multiplica.
Jesús nos anima a vivir en la verdad, pues la verdad nos hace libres y pone a todos en su sitio. Él nos asegura que esa verdad saldrá a la luz y debemos arriesgarnos a sacarla nosotros mismos. El mal busca siempre la oscuridad. La hipocresía aparenta lo que no es, resultando incompatible con la verdad de Dios, de ahí que Jesús arremetiera tan duramente contra ella. Los discípulos del Señor debemos vivir en la verdad. Por eso Jesús no nos propone negar el mal que hayamos cometido, sino reconocerlo y pedir perdón por él. Solo así nos sentiremos liberados, pues nadie puede evitar el pecado, pero todos lo podemos reconocer. Vivir escondiéndolo siempre nos consume mucha energía y nos hace esclavos de él, sin poder seguir caminando con ilusión. Reconocerlo y pedir perdón nos ennoblece y nos libera, pues todos nos sabemos pecadores.
También Jesús nos invita a revelar públicamente lo que él nos hace entender en lo oculto del corazón. La fe nos da un conocimiento que no nos lo da la razón por sí misma. Toda experiencia espiritual, como todo don, es para compartirlo. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz, nos manda Jesús. Es la labor pedagógica del que ha adquirido un conocimiento y es capaz de transmitirlo a los demás adaptándose a las peculiaridades e inteligencia de cada uno. Quien recibe un conocimiento o don espiritual y lo utiliza para manifestar su superioridad, despreciando a los demás, lo único que alimenta es su propio ego. Quien lo recibe y se esfuerza para que dé vida también en los otros, es el obrero fiel que, olvidado de sí mismo, se preocupa por los hijos de Dios y los alimenta con los dones que le han sido confiados.
El testimonio que demos de Jesús y su evangelio ante los hombres tendrá su recompensa, nos dice también Jesús, él nos reconocerá como algo propio delante del Padre. Pero igualmente nos avisa que aquél que se deje llevar por el miedo y no lo reconozca delante de los hombres, tampoco él lo reconocerá delante del Padre. Esto huele un poco a venganza, especialmente cuando tenemos una idea de Dios como padre bondadoso. Creo que la cosa se entiende mejor si separamos las consecuencias de nuestros actos de la misericordia divina. Así como antes decía que no podemos gastar energías en esconder el pecado, sino que es mejor reconocerlo y pedir el perdón, algo parecido sucede aquí. Lo que sembramos, eso recogeremos. Si negamos al Hijo de Dios, es normal que no seamos reconocidos como hijos por el Padre. Otra cosa diferente y posterior es que la misericordia divina nos rescate como el que escapa del fuego, que nos dice San Pablo: La obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, porque se revelará con fuego. Y el fuego comprobará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste, recibirá la recompensa. Pero si la obra de uno se quema, sufrirá el castigo. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien escapa del fuego (1Cor 3, 13-15).
No es lo mismo vivir en el amor que simplemente ser rescatado por amor. Vivir en el amor es darse por amor y gozar del amor. Es una actitud proactiva que saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace sentirnos vivos y plenos. Quien solo es rescatado por amor tiene la experiencia del amor del otro, de la vida que invade al otro, siendo él mero beneficiario de su misericordia. Pero, como decía Jesús según San Pablo: hay más gozo en dar que en recibir (Hch 20, 35). Esta es la diferencia entre el que vive su vida cristiana con el protagonismo comprometido del amor y el que la vive por inercia, sin implicarse, beneficiándose únicamente del amor de Dios y de los otros por su paciencia y comprensión para con nosotros. Es la diferencia entre el que vive el amor como cónyuge, en unidad y sinergia de voluntad con la del Esposo, y el que no pasa de ser un eterno niño que debe ser llevado en brazos toda su vida.
Ciertamente que el Señor nos invita a vivir con la confianza de hijos en brazos de nuestro Padre, sabiendo que somos criaturas suyas y que valemos más que cualquier otro ser creado. Pero eso no significa que nos quiera eternos infantes en la vida espiritual. El niño no tiene capacidad de comprometerse y no se le puede pedir responsabilidad. El adulto no puede eludir su responsabilidad en la vida, ni delante de Dios ni delante de los hombres.
Para hacernos comprender que es Dios mismo quien lleva las riendas de nuestra vida a través de su providencia nos pone la comparación de los pájaros: ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre; o también la de nuestro cabello cuando nos dice: hasta los pelos de vuestra cabeza están todos contados. Son imágenes que nos vienen a decir que todo lo que sucede pasa por la providencia divina, que Dios no es ajeno a nuestra vida, que las cosas no suceden simplemente por azar y, aunque así pareciera, siempre hay una lectura más profunda para el que cree que Dios siempre está presente en todos los momentos de nuestra vida, ayudándonos a darles un sentido y utilizarlos como una oportunidad.
No tengamos, pues, miedo, y seamos responsables de nuestras vidas en el amor.