LOS SACERDOTES QUE DESEAN INGRESAR EN EL MONASTERIO
(RB 60)
Tras los niños oblatos ofrecidos por sus padres para que sean monjes, San Benito se va a referir ahora a otro grupo especial de personas que desean ingresar en la comunidad: los sacerdotes o clérigos. Este capítulo tiene conexión con el 62, donde se hablará de la posibilidad de ordenar a un monje para el servicio de la comunidad cuando el abad lo considere oportuno.
Antes de nada podríamos preguntarnos por qué un sacerdote llama a las puertas del monasterio. Si nos movemos en una determinada teología que sitúa al sacerdocio en el culmen de la vida cristiana, difícilmente se puede comprender que pida ingresar en un monasterio. En la Iglesia todo es gratuidad, todo se recibe como un don. Todo don o carisma recibido es para el bien común no para uno mismo, esto es, para la edificación del único cuerpo perfecto que es el de Cristo. Nadie es más que otro, pues solo del Señor son los carismas y es él quien los hace fructificar en cada uno de nosotros. Ciertamente que hay carismas más necesarios para el bien común, como es el de los apóstoles llamados a gobernar al pueblo santo alimentándolo con la palabra y el cuerpo del Señor. Pero por encima de todos está el amor. Es por ello que un sacerdote puede sentirse llamado a entrar en la escuela del servicio divino, donde se enseña un camino de conversión por la humildad y la obediencia, camino de vuelta al corazón por la soledad y el despojo, de amor a los hermanos y de amor a Dios en la entrega total de sí mismo. Es importante contemplar los carismas desde la perspectiva de fe y gratuidad para evitar falsos enfrentamientos fruto de las comparaciones, imitando a los apóstoles que acompañaban a Jesús y discutían sobre quién era el más importante. Eso es lo que hacemos nosotros cuando nos entretenemos en considerar unos carismas por encima de otros o los igualamos sin mayores matices. No está bien buscar primacías que no nos corresponden, atribuyéndonos lo que sólo pertenece a Cristo y a su cuerpo -la comunidad eclesial-.
Dicho esto, podemos preguntarnos por qué San Benito habla de los sacerdotes que desean ingresar en el monasterio en un capítulo aparte. Bien es sabido que en los orígenes del monacato cenobítico con San Pacomio no se admitían sacerdotes en el monasterio, prefiriendo el trastorno de tener que asistir a la misa dominical de las iglesias vecinas o a tener que llamar a un sacerdote para poder celebrar la synaxis eucarística. Esto no era más que la continuación lógica de un anacoretismo que huía de los obispos para evitar a los monjes ser ordenados y tener que salir de su soledad o caer en la vanidad. La misma Regla del Maestro, fuente directa de San Benito, rechaza tajantemente el ingreso de sacerdotes en la vida monástica, si bien admite su presencia el tiempo que quieran en calidad de huéspedes. El Maestro sabe articular bien el trato con ellos, reconociendo el carisma que han recibido sin dejarles que se sobrepasen. Por eso dice: “Si optasen por vivir en los monasterios, se les llamará padres del monasterio en sentido puramente nominal (San Benito no dice ni siquiera eso, pues el nombre de padre se lo reserva al abad) y no tengan en los monasterios otras atribuciones que las de decir la colecta de las oraciones, concluirlas y dar la bendición”. Es en el dirigir la oración comunitaria donde se les reconoce el carisma recibido, aún a los que sólo vienen de paso. Continúa diciendo el Maestro: “Nada más se les permitirá, ni se les concederán mayores atribuciones, ni se arrogarán parte alguna en la organización, el gobierno o la administración de la casa de Dios, sino que será el abad… quien se adjudicará y se reservará todo tipo de autoridad… Que (los sacerdotes) no pretendan suplantar a los abades -por su condición de laicos- en las responsabilidades de gobierno del monasterio… Deberán también compartir el trabajo de los hermanos…” (RM 83).
San Benito se ve en una disyuntiva: ¿qué hacer?, ¿preservar a los monjes de los “peligros” que el monacato antiguo veía en el sacerdocio para la vida monástica o permitir que los monjes tengan que salir fuera para la eucaristía? El sacramento de la reconciliación no era tanto problema, pues no se recibía como en la actualidad, sino que la acusación de faltas -frecuente siempre en la vida monástica para el crecimiento espiritual- se hacía con el abad, el anciano espiritual o la misma comunidad. Él, que tantas luchas interiores tuvo de joven siendo estudiante en Roma o en los inicios de la vida monástica con fuertes tentaciones, y quizá por la experiencia con sus monjes, decide que es mejor que los monjes salgan lo menos posible del monasterio y considera más beneficioso ordenar a algunos de ellos, permitiendo, consiguientemente, la entrada de sacerdotes.
Por eso en algunas cosas va a ser aún más exigente con los sacerdotes, procurando evitar así las confusiones que pudieran surgir de un carisma tan alto en medio de una comunidad que como única pretensión es seguir un camino de humildad. Nos dice la Regla: Si alguien del orden sacerdotal pide que le admitan en el monasterio, no se acceda enseguida a su deseo. Con todo, si insiste en su petición, sepa que deberá observar todas las prescripciones de la Regla y que no se le remitirá nada, para que sea válido lo que está escrito: “Amigo, ¿a qué has venido?”.
En primer lugar nos dice que no se le admita fácilmente. Si persiste, se le debe avisar que está obligado a cumplir toda la Regla, sin dispensas. Esto es lo que más o menos pide a todos los candidatos, pero añade una frase escalofriante no en sí misma, sino por el lugar donde aparece en la Biblia: “Amigo, ¿a qué has venido?”, insistiendo en que no se le dispensará de nada. ¿Dónde aparece esa frase? Aparece en el evangelio, en el preciso momento en que Judas vende a Jesús con un beso. En ese momento es cuando el Maestro dice esa frase. ¿Por qué la recoge aquí San Benito? Judas era uno de los apóstoles. Si él vendió al Maestro, ¿por qué no iban a estar tentados de hacerlo otros sacerdotes?
Sin embargo -continúa diciendo la Regla-, se le concederá colocarse después del abad, bendecir y recitar las oraciones conclusivas, con tal que el abad se lo mande; de lo contrario, no se atreva en modo alguno a hacer nada, sabiendo que está sometido a la observancia regular, y dé a todos ejemplo de mayor humildad. Y si por ventura se tratare de proveer algún cargo o de resolver algún asunto en el monasterio, ocupe el lugar que le corresponde según su ingreso en el monasterio, no el que se le ha concedido por respeto al sacerdocio. Si algún clérigo quiere incorporarse al monasterio con el mismo deseo, le colocarán en un puesto intermedio; con la condición, sin embargo, de que también ellos prometan observar la Regla y unirse a la comunidad.
San Benito permite al sacerdote recitar las oraciones litúrgicas y la bendición, pero, remarca, únicamente si el abad le da permiso, apareciendo más exigente incluso que la Regla del Maestro. Sin duda que la experiencia de vida le llevó a dejar bien claras algunas cosas, resaltando ante todo la importancia del camino espiritual del propio corazón que fácilmente se olvida cuando uno recibe dignidades, mayores dones personales u ocupa lugares de más importancia en la comunidad, creyéndose por ello con derechos que no tiene.
El sacerdote ha recibido un carisma en su ordenación, pero, como todo carisma, no tiene derecho a ejercerlo siempre, sino únicamente cuando es para el bien común, es decir, cuando el padre del monasterio le invita a ello. San Benito reconoce el valor del sacerdocio y se esfuerza por integrarlo en el seno de la comunidad monástica. Cuando lo que predominan son criterios verdaderamente espirituales y desapasionados, y no criterios de poder o visiones eclesiales muy clericalizadas, entonces se puede llegar a una armonización del carisma sacerdotal dentro de la comunidad, como un servicio humilde del que todos podemos estar orgullosos y nadie se puede sentir infravalorado ni exigirlo. Como en todo, es importante no perder el norte e integrar las propias necesidades y las de la comunidad en una dimensión más amplia de fe y eclesialidad.