LA ACOGIDA DE LOS MONJES FORASTEROS
(RB 61-01)
Además de los niños y los sacerdotes, San Benito se refiere también específicamente a otro tipo de personas que pueden desear ingresar en la comunidad: monjes venidos de otros monasterios. En la época de San Benito el único tipo de vida religiosa era la monástica, por lo que hoy debemos leer este capítulo con una visión más amplia, referido a los que ya son religiosos de otras congregaciones y desean ingresar en el monasterio.
San Benito no sólo se fija en aquellos monjes de otros lugares que vienen al monasterio para ingresar en él, sino que nos habla de los que vienen de paso pidiendo hospedaje y luego muestran el deseo de quedarse. Ya sabemos que la peregrinación no era algo tan extraño entre algunos monjes de la antigüedad, yendo de un sitio para otro como expresión de su deseo de expatriación. Otros, por el contrario, no tenían un espíritu verdaderamente religioso y se dedicaban a ir de un sitio para otro como giróvagos. Otros, finalmente, podrían pasar casualmente por el monasterio de camino a otro lugar. En cualquier caso San Benito quiere que se les acoja “todo el tiempo que quieran”, eso sí, con tal de que cumplan dos condiciones: que no perturben a los hermanos con exigencias superfluas y que se contenten con lo que hallaren.
Nos dice la Regla: Si se presenta un monje forastero de lejanas tierras y quiere habitar en el monasterio en calidad de huésped, si está contento con las costumbres que encuentra en él y no perturba al monasterio con sus pretensiones, sino que, simplemente, está contento con lo que encuentra, se le recibirá por todo el tiempo que desee. Y si, razonablemente, con humildad y caridad, censura o hace notar alguna cosa, el abad lo tomará en consideración, no sea que el Señor le hubiera enviado precisamente para eso.
San Benito destaca aquí por su humanidad al mandar acoger a todo monje peregrino sin saber nada de él, pero también resalta su prudencia al exigirle que respete el ritmo de la comunidad y, sobre todo, queda manifiesta su fe en la Providencia cuando nos dice que si hace alguna crítica o indicación razonable medite el abad si no lo habrá enviado el Señor precisamente para eso. Nosotros nos ponemos nerviosos cuando se nos critica, y no digamos si la crítica viene de fuera. La primera reacción suele ser: ¡pues tú mucho más!, o ¿qué se habrá creído éste que lleva aquí dos días? Esa crítica, obviamente, no es sobre las costumbres que puedan incomodar al que llega, y a las que debe adaptarse, sino aspectos de la vida que estén perjudicando seriamente a la comunidad o alejándola de Dios, que es lo que hacían los profetas.
Como un verdadero padre espiritual, San Benito está abierto a la gracia y tiene el don de discernimiento de espíritus. No todo el que critica tiene el don de la profecía. Hay quien se cree profeta y va siempre contracorriente simplemente porque necesita autoafirmarse, destacar como sea, criticar a los demás y, en el fondo, creerse profeta superior a los otros. El abad debe distinguir cuándo la crítica viene de un auténtico profeta y cuándo de uno falso. La crítica profética debe tener varias características: estar en línea con el evangelio; ser dicha por unos labios humildes; estar movida por una caridad sincera que busca hacer crecer más que humillar a los otros; estar dispuesto el que la dice a sufrir la incomprensión o el rechazo con humildad, sin presentarse como un mártir de Dios; no encontrar gusto en la crítica misma, sino hacerla con dolor. Normalmente el profeta es “a pesar suyo” (Jeremías, Isaías, Amos, Jonás, Moisés…). El profeta no encuentra especial gusto en la crítica ni ella le hace sentirse bien. El profeta está movido sólo por el celo de Dios que le desinstala, que le hace hablar cuando estaría más tranquilo callado, y lo hace por amor a Dios y a los mismos que critica. Y es por eso mismo, que acepta con mansedumbre -aunque también con dolor- las incomprensiones, sabiendo que simplemente ha hecho lo que tenía que hacer. Quien salta como un resorte ante la oposición a su crítica o lo hace con violencia, no es un verdadero profeta.
La crítica humilde del monje forastero ha de ser bien recibida, pero aún más. San Benito pide al abad examine prudentemente si ese no será un signo de que Dios lo envía, por lo que después incluso se le invitará a que se quede. Dice: Si más adelante quisiere incorporarse a la comunidad, no se le rechace su deseo, sobre todo teniendo en cuenta que durante su permanencia en calidad de huésped se ha podido conocer bien su vida.
Muchas veces he reflexionado sobre los criterios que utilizamos nosotros a la hora de discernir la vocación de los que llaman a nuestra puerta o a la hora de valorar a los hermanos. Sin duda que tenemos muy buena intención, pero nuestros criterios están muy marcados por una visión demasiado humana. Es cierto que deseamos ver las cosas desde Dios, que no buscamos en el que viene que sea un pecador que nos anime al pecado, ni siquiera que sea alguien normalito que nos pueda proporcionar algún tipo de bienes materiales. Es cierto que no caemos tan bajo, pero quizá tampoco subamos demasiado alto y juzguemos de forma un tanto superficial. Las cualidades humanas o las buenas apariencias quizá pesen demasiado en nosotros. Cuesta mirar más allá de las apariencias, estar más preocupados por el buen corazón que por la buena imagen, sin que una mala imagen exterior llegue a ocultarnos un buen corazón. Cuesta aceptar la incomodidad que producen las inquietudes espirituales de algunas vocaciones que nos incordian, pero nos hacen crecer.
Nuestros primeros padres en el paraíso gozaban de una visión serena de Dios -como será la visión beatífica que nos espera en la otra vida-, por eso eran capaces de ver las cosas según Dios. Tras el pecado se les abrieron los ojos de la carne y comenzaron a ver su desnudez con ojos dañados, sintiendo
vergüenza, e incluso miraron a Dios con temor (se escondieron). ¡Hasta tal punto el pecado ciega los ojos del espíritu! Quien mira con los ojos del espíritu ve en lo profundo, va más allá de las apariencias. Quien mira con los ojos de la carne ve sólo las apariencias y las incomodidades, estando más preocupado de uno mismo que de los demás o de la verdad de Dios. Por eso nos recuerda el Señor que nosotros vemos y juzgamos por las apariencias, mientras que Dios ve el corazón. Sí, San Benito no sólo está dispuesto a soportar las incomodidades de un verdadero profeta, sino que le pide se quede, pues lo único que desea es ver crecer a su comunidad, aunque sufra un poco.
Como buen pastor, lo que más le preocupa es el cuidado de su comunidad. Por eso también avisa que si el que viene es un exigente o vicioso no solamente tendrán que denegarle su vinculación a la comunidad, sino que han de invitarle amablemente a que se vaya, para que no se corrompan los demás con sus desórdenes. Con amabilidad pero con firmeza: ¡fuera! También en esto se necesita un buen discernimiento. Hay que saber esperar y hay que saber cortar. La precipitación en la amputación puede dejar a uno manco para toda la vida innecesariamente. La tardanza puede llevarle a la muerte si el miembro se gangrena. En esto, como en todo, las palabras de Jesús son iluminadoras: Por sus frutos los conoceréis. El monje extranjero, como cualquier otro, puede tener grandes cualidades y deslumbrarnos. Por eso hay que ver cuáles son los frutos que está suscitando en la comunidad. Cuando el contacto con alguien produce en nosotros los frutos del Espíritu, cuando no nos halagan fácilmente, sino que nos invitan a crecer según el Señor -aunque tengamos que sufrir un poco-, entonces podemos pensar si no nos lo habrá puesto Dios en nuestro camino para nuestro bien.