LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O POBRES EN EL MONASTERIO
(RB 59-02)
Para San Benito la oblación de los niños al monasterio tenía un carácter definitivo, sin embargo, en el monacato anterior aparecía de una forma más mitigada. Así, por ejemplo, San Basilio les concede que al llegar a la juventud puedan y deban optar definitivamente por la profesión en la vida monástica o la vuelta al mundo, y mientras están en el monasterio viven en un lugar aparte para su formación. San Pacomio habla de las responsabilidades que se asumen al aceptarlos, debiendo el superior tener en cuenta su debilidad (Pról.); no debiendo los monjes reír con ellos, ni gastarles bromas (cap. 159); quedando severamente prohibida cualquier familiaridad con ellos (cap. 166); vigilando no se abandonen al juego y a la holgazanería (cap. 172).
San Benito tiene otro concepto menos actual que el de hoy día. Parece moverse en un contexto más de principios generales que fijándose en la persona. Si los padres traen al mundo a sus hijos sin consultarles, si los bautizan cuando aún no saben distinguir lo que ello implica, comprometiéndose los padrinos en su nombre a vivir como cristianos, si les dan la educación que consideran más apropiada, lo que les marcará en la vida en una determinada dirección, si les hacen vivir en tal o cual lugar, lo que también influirá en su futuro, ¿por qué no van a orientarles en un estilo de vida que creen puede ser lo mejor para ellos? Si pensamos que hasta hace tan sólo dos siglos era lo más corriente dar a los hijos/as en matrimonio sin que se conocieran siquiera -lo que incluso hoy se sigue haciendo en algunos lugares-, y no se hacían demasiado problema, ¿por qué extrañarnos de tal comportamiento en el siglo VI?
Hoy tenemos una sensibilidad diferente, pero no por ello debemos situarnos en el centro y denostar completamente otros tipos de comportamientos que también tienen su sentido en una visión diferente de la vida y de las relaciones humanas. Quizá también ellos nos tengan algo que decir aunque nosotros no lo podamos vivir del mismo modo por estar en un contexto muy diferente. Para nosotros es tan importante la libertad y los afectos en las relaciones personales porque vivimos en un antropocentrismo más acentuado, donde damos gran importancia a los sentimientos. Pero también esto se puede transformar en una esclavitud, pues los sentimientos y los afectos son cambiantes. Si no, ¿de dónde tantos divorcios, secularizaciones religiosas y miedos a cualquier compromiso? El tener una visión más global, más de principios, menos desde la inmediatez de la propia persona, puede ayudar a la fidelidad en el camino emprendido, pues depende menos de los estados de ánimo, de los sentimientos de alegría o fracaso, de la sensación de autorrealización o no. En fin, es bueno apreciar lo que tenemos, pero también es bueno aprender de las culturas pasadas y de las que son muy distintas a nosotros, si es que deseamos descubrir la realidad humana en su mayor riqueza y diversidad.
Aplicado esto a nuestra vida práctica, podemos constatar el bien tan grande que nos haría una visión más elevada y menos inmediata de las cosas y de la misma vida espiritual. Cuando comprendemos nuestra vida verdaderamente desde Dios, cuando percibimos la vocación como una realidad teologal aunque surja de nuestras entrañas, entonces nos resulta más fácil afrontar las dificultades aunque nuestros sentimientos nos digan lo contrario. Con frecuencia el amor pasa de una realidad teologal a una realidad más o menos sentimental. Leemos en la Escritura: Dios es Amor; en esto consiste el amor, no en que nosotros amemos, sino en que Él nos amó primero. ¿Entendemos esto? Que Dios nos dé la sabiduría del escriba que sabe sacar del baúl lo bueno antiguo y lo bueno nuevo.
La oblación de sí mismo viene acompañada de la oblación de los propios bienes, por eso la renuncia a todos los bienes es la expresión material de nuestro ofrecimiento. Además es un buen antídoto para no ser tentados. Sigue diciendo la Regla: Por lo que toca a sus bienes, o prometan con juramento en la cédula que nunca, ni por sí mismo, ni por un procurador, ni de ninguna otra manera, le darán nada ni le facilitarán la ocasión de poseer, o, si no quieren hacerlo así y quieren ofrecer alguna cosa como limosna al monasterio en compensación, hagan donación de los bienes que quieren dar al monasterio, reservándose, si lo desean, el usufructo. Y así se cierren todas las puertas, de modo que no quede al niño ninguna esperanza que pueda seducirle y perderle –Dios no lo quiera-, lo que sabemos por experiencia. Lo mismo harán los de condición modesta. Aquellos, empero, que no poseen absolutamente nada, escriban simplemente la cédula de petición y ofrezcan a su hijo con la ofrenda en presencia de testigos.
Como decía antes, lo importante en este capítulo de la RB es la oblación. Una oblación total. Dios no necesita de nosotros ni de nuestras cosas. Entonces ¿cómo pretendemos “prestarle” para que nos lo devuelva? Si algo damos a Dios es porque hemos intuido que Él nos lo pide. Y cuando Él pide algo es a nosotros mismos, nuestra respuesta a su amor. Por eso la oblación para con Dios supone totalidad. Ahora bien, somos muy frágiles. En un momento de euforia le ofrecemos todo lo nuestro y añoramos incluso el martirio, pero cuando nos aprietan un poco nos desdecimos apresuradamente, como niños pequeños que echan a andar hacia los brazos de su madre y a los dos pasos deciden besar el suelo. Así somos. Es por ello que debemos buscarnos algún taca-taca. Dios nos coge de la mano, pero nos ha dado la cabeza para que sepamos buscarnos las ayudas necesarias. No nos preocupemos por los grandes momentos de prueba y tentación, pues el Señor vendrá en nuestra ayuda. Lo que a nosotros nos toca afrontar son las pequeñas pruebas o tentaciones, pues, si esto hacemos, nada debemos temer en las grandes. Por eso San Benito desea se evite al oblato toda tentación de dejar el arado. Para ello nada mejor que privarle de todos los bienes que sus padres le pudieran reservar.
¡Cuántas veces nos confundimos nosotros mismos! A veces se valora la tentación como un elemento para poder madurar, y decimos al que siente la vocación: “tú primero prueba todo en la vida y luego te planteas la vocación”. De esta forma algunos se meten tranquilamente en la boca del lobo, pues teóricamente así madurarán más, y normalmente lo que salen es con una buena cantidad de mordiscos. Ciertamente que el monasterio y la ausencia de peligros puede llevar a actitudes infantiles, pero no es menos cierto que el buscar el peligro puede dejar graves heridas irreparables. La prueba es necesaria, pero no la buscada, sino la que nos encontramos. No es bueno vivir en invernaderos, pero tampoco querer curtirse con heladas que no vienen a cuento. Es verdad que al privársele de los bienes de sus padres el oblato se sentirá ayudado a permanecer en el monasterio de una forma negativa, pero nadie le priva de hacer de su permanencia algo hermoso si busca a Dios con sincero corazón y se entrega al amor fraterno. Así nosotros con mayor razón, al haber actuado libremente. Nadie nos privó de nada, nosotros mismos renunciamos y, sin embargo, tampoco por ello nos sentimos libres de los momentos de prueba y de tentación de dejarlo todo cuando vienen las dificultades. Si estamos centrados en nosotros mismos, en nuestros sentimientos, lo tendremos más difícil. Si nuestra visión es más teologal, quizá podamos superarlo mejor aún en la oscuridad.