LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O POBRES EN EL MONASTERIO
(RB 59-01)
Tras haber hablado de la admisión de los candidatos a la vida monástica en general, ahora la Regla se va a referir a tres casos particulares de candidatos que desean ingresar en la comunidad: los niños, los sacerdotes y los monjes o religiosos que vienen de otros monasterios. El capítulo 59 es quizá el más llamativo para nosotros al tratarse de la admisión de los niños, no como si ingresaran en un seminario menor o en el oblatado de niños que teníamos hace décadas, sino como un ofrecimiento real y para siempre por parte de sus padres para que sigan la vida monástica.
Nos resulta tan difícil aceptar que la libertad individual sea cercenada de ese modo, que algunos han querido defender este capítulo de la RB diciendo que al llegar a la edad adulta, el niño ofrecido por sus padres tendría una oportunidad de confirmar o no tal oblación, pero eso no aparece en la Regla. En cualquier caso hay que reconocer que de poco le hubiera servido, pues al haberse criado en el monasterio, poco podría saber del “mundo”. Además, en la RB parece muy claro que esa oblación es tan válida como la emisión de los votos solemnes: el paralelismo entre la profesión de RB 58 y la oblación de RB 59 es evidente; sobre el altar se hace el ofrecimiento de la propia persona mediante la cédula de petición, y la renuncia de los bienes es total y para siempre: Si por ventura alguno de los nobles ofrece un hijo a Dios en el monasterio, y el niño es todavía pequeño, escriban sus padres la cédula de petición de que arriba hemos hablado, y junto con la ofrenda eucarística envuelvan la cédula y la mano del niño con el mantel del altar, y de este modo le ofrecerán.
Por eso hay algunos comentaristas, como Colombás, que reaccionan enérgicamente al referirse a este capítulo: “Lo único que puede excusar en parte la dureza increíble de esta página es la mentalidad de la época; pero sólo en parte, ya que la legislación de San Benito sobre este punto constituye ‘uno de los frutos más precoces, uno de los signos más formales, uno de los agentes más eficaces’ de la tendencia de la Iglesia de Occidente a sacrificar la libertad individual a ‘una noción demasiado material de la consagración, asociada a los derechos de la potestad paterna”.
Eso que tanto nos repugna a nosotros era una práctica habitual. Ofrecer un hijo a Dios, obligarle a desempeñar un oficio o elegirle la pareja con quien vivir, eran prácticas habituales hace siglos. De hecho, hasta el concilio de Trento la Iglesia no concreta la edad mínima para la profesión. Pero tanto los niños como los adultos que profesan, con el paso del tiempo, cuando tomamos conciencia de lo que hemos prometido, tratamos de buscar algún arreglo para no marchar del monasterio pero tampoco asumir plenamente nuestro compromiso monástico. Como la pareja que se casa y termina viviendo en habitaciones diferentes de la casa. A San Benito le interesa evitar eso y trata de poner los medios con una renuncia radical, una disciplina de vida y un acompañamiento espiritual. Los mismos padres debían de tomar conciencia que cuando se desprendían de un hijo ofreciéndolo a Dios en el monasterio, lo hacían completamente, aunque le pudiesen visitar en alguna ocasión.
La experiencia dice que no siempre ha dado buen resultado la oblación de los niños, pero también es cierto que a veces ha dado frutos de santidad. Por otro lado, nuestra misma profesión, que quizá nos pueda parecer razonable por hacerla de adultos, a los ojos de muchos es una auténtica locura, y hay quien puede pensar que no actuamos con libertad, que estamos motivados por miedos, por algún trauma, por complejos, etc. Nosotros mismos hemos sido ofrecidos por el Hijo al Padre ya desde el seno materno. San Pablo nos recuerda que no nos pertenecemos, que nos han rescatado y ofrecido. El Espíritu del Señor es el que dirige nuestros pasos y nosotros no podemos sino obedecerle. ¿Cómo explicar hoy que la imagen no puede ser autónoma frente a su modelo, que toda imagen debe reproducir lo que hace su modelo como cuando nos miramos en un espejo, que hemos de someternos filialmente a Dios?
Igual que la vida monástica, la vida cristiana es exigente, nos presenta un camino a seguir, una autoridad que acatar, la del Maestro, y todo ello –paradojas de la vida- para adquirir la verdadera libertad interior, coaccionada por la servidumbre del pecado. Nuestra profesión no pasaría de ser más que un puro servilismo si no fuera por el acto libre de amor que requiere, introduciéndonos en un camino cuyas etapas y cuya meta son una participación más íntima de la libertad de Dios, de su misma vida. Ciertamente que hay una diferencia importante entre la oblación monástica y la oblación cristiana, pero también tiene su parecido.
La libertad se consolida cuando va más allá de los deseos. El deseo atrae, pero conlleva una buena dosis de necesidad, lo que condiciona la libertad. La libertad es más bien la opción primera para iniciar un camino más allá de los deseos de cada momento. Por eso la libertad como mejor se puede vivir es como una aventura, un camino en el que nos relacionamos con otro -en nuestro caso con Dios-, más allá de los sentimientos que vienen y van, de las presencias o de las ausencias. Es una relación de amor en la que se busca conocer más al otro, entregarse más al otro, unirse más al otro. Y no sólo nosotros buscamos unirnos a Dios, sino que Dios busca unirse a nosotros.
Cuando los profetas, como los místicos, nos comparan la relación de Dios con el hombre como una relación esponsal, es porque no han encontrado una forma mejor de reflejar esa unión, unión de corazones, unión donde lo mío es suyo y lo suyo mío, donde se camina juntos en una sola dirección. A esto estamos llamados nosotros por nuestra profesión. Si sólo teorizamos sobre lo que es mejor, podemos olvidarnos de vivirlo. Muchas cosas nos sobrepasan. Muchas cosas no entendemos. Muchas cosas nos repugnan. Sólo el que va un poco más allá y comienza a vivir en una relación personal con Dios, alcanza, por su gracia, la unión con él. Todos nosotros estamos llamados a ello. Es ahí donde encuentra su pleno sentido la palabra más importante de este capítulo: “ofrecer”. Ofrecer lo que más amamos: ofrecernos a nosotros mismos o a nuestros “hijos”. Es la donación plena material, afectiva y espiritual.