MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-14)
Cuando va a emitir su profesión, el novicio exclama: Recíbeme, Señor, según tu Palabra, y viviré, expresando con ello el lazo de unión entre Dios y el monje. Por el bautismo somos hechos hijos de Dios, por la profesión nos adentramos más profundamente en nuestra filiación, poniendo en el Señor de una forma efectiva nuestra confianza al renunciar a todo. Esta exclamación la hace el novicio dentro de la liturgia eucarística, que es donde se celebraba la profesión, frente al altar. Con ello se resalta todo el contenido teológico de la profesión como una oblación de sí mismo unida a la oblación del Señor. Aunque no se dice expresamente en la RB, sí lo deja entrever en ocasiones como cuando nos habla de la oblación de los niños: Junto con la ofrenda eucarística, envolverán con el mantel del altar ese documento –el ofrecimiento escrito de los padres- y la mano del niño; de ese modo le ofrecerán. H. U. von Balthasar dice refiriéndose a este pasaje que esa entrega equivale para el monje a “pasar de la antropología a la cristología”. Esto es, el monje “une así su oblación personal a la ofrenda eucarística de Cristo a su Padre”, se ofrece y se adhiere íntimamente con todo su ser y toda su vida a Cristo en el momento en que éste se ofrece al Padre en la eucaristía; y el Señor presenta la ofrenda del monje a su Padre en unión con su propio sacrificio.
Nuestra vida no se puede entender si no es desde ese ofrecimiento eucarístico. San Benito nos pide la desapropiación total de nosotros mismos si queremos seguir al Maestro. El que nos dijo que ya no nos pertenece ni nuestro propio cuerpo, que se extirpe del todo en el monasterio el detestable vicio de la propiedad, y que verdaderamente seremos monjes si experimentamos la pobreza y vivimos del trabajo de nuestras manos, es el mismo que en la profesión del monje le manda: Si posee bienes, o los distribuya antes a los pobres, o, haciendo una donación legal, los ceda al monasterio, sin reservarse nada para sí mismo, como quien sabe que desde ese día no tendrá potestad ni sobre su propio cuerpo.
El presente capítulo de la RB concluye con lo que podríamos llamar “desvestición” más que vestición. Esto es, no se trata tanto de vestir al monje de una manera muy diferente al resto de los ciudadanos, pues aunque el hábito monástico tenía alguna peculiaridad, mantenía el estilo de la túnica romana que usaban los seglares. Se trata más bien de despojarle de sus ropas como signo de ruptura con un estilo de vida y desapropiación total de todo, debiendo pedir lo que necesite y usar todo como algo que es de la comunidad y no suyo propio: Acto seguido, en el oratorio, le quitarán sus vestidos que llevaba y le vestirán con los del monasterio. Pero los vestidos que le han quitado se conservarán guardados en la ropería; para que si algún día, por instigación del diablo, consintiere en salir del monasterio –Dios no lo permita-, entonces, después de despojarle de las ropas del monasterio, le expulsen. Pero no le entreguen su célula de petición que el abad tomó de encima del altar, sino que se guarde en el monasterio.
El ser despojado de los propios vestidos para recibir los del monasterio tiene cierta similitud con el rito bautismal, en el que se despoja al catecúmeno de sus vestidos para, una vez bañado vestirle con una vestidura blanca. Pero mientras aquí el simbolismo es puramente espiritual, como reflejo de esa limpieza del alma, de ese hombre nuevo que nace de las aguas bautismales, en la profesión se refiere sobre todo a la pobreza radical que abrazamos, renunciando a toda propiedad, incluso sobre nosotros mismos, perteneciendo todo a la comunidad.
Esto es algo que hoy cuesta entender por diversos motivos. Aparte de por el gran valor que se da a la autonomía del individuo, de la que ya he hablado otras veces, nos topamos con un mundo hedonista que le cuesta comprender el valor de la renuncia. No se trata tanto del valor de las cosas a las que renunciamos, sino del mismo acto de desprendimiento personal. De ahí que San Benito insista, por ejemplo, en la importancia de entregar al abad los regalos que se puedan recibir. Cuesta creer que vamos a ser capaces de entregarnos plenamente a nosotros mismos si antes no somos capaces de desprendernos de las cosas pequeñas. La vida monástica es un continuo trabajo de aprendizaje en este sentido. Ya nos lo decía el Señor: quien es fiel en lo poco será de fiar en lo mucho, pero quien es infiel en lo poco, se le quitará hasta lo que cree tener, pues no se puede confiar en él. Mientras no descubramos que la importancia de poseer un lapicero no está en el valor del lapicero, ni en el que todos lo tengan o no lo tengan, sino en la desapropiación de uno mismo, no comprenderemos lo que quiere San Benito. Si entramos en crisis porque el encargado no nos ha dado el lapicero a tiempo o alguien nos lo pide cuando nosotros lo necesitamos, entonces es que todavía no hemos comprendido qué es la desapropiación y que ésta es mucho más importante que el trabajo que hubiéramos podido realizar con el lapicero, pues mientras este trabajo tiene un valor muy limitado y con el tiempo desaparece, la desapropiación del corazón es un trabajo espiritual que da frutos mucho más abundantes.
Este ejercicio práctico en las cosas pequeñas es el que nos va a preparar el corazón para las respuestas importantes. Podemos observar cual es la actitud de nuestro corazón según sea nuestra reacción. Cuando relativizamos la importancia de lo que se nos pide para no desprendernos de algo, cuando nos comparamos con el que no se desprende para justificar nuestra falta de generosidad, cuando nos escudamos en una supuesta madurez o libertad para no morir a nosotros mismos, es que no estamos dispuestos a ir más allá en nuestra entrega, y probablemente, Dios no nos pida mucho más, pues si nos lo pide nuestros oídos estarán cerrados.
El espíritu está pronto, pero la carne es débil. La desapropiación como oblación de sí mismo no es algo que nos brote de una forma espontánea y natural, sino que se debe trabajar como la misma vida espiritual. Dios se nos ha dado plenamente, y nosotros manifestamos el deseo de unirnos a esa entrega con Cristo. Únicamente en la medida en que crezca nuestro deseo de Dios y la experiencia de Él podremos ir comprendiendo y viviendo en los acontecimientos cotidianos la desapropiación del corazón sin caer en infantilismos, pero con la audacia de saber hacernos niños.
Finalmente el abad toma del altar la cédula de profesión como signo de aceptación de la oblación de sí mismo por parte del nuevo profeso. Recoger la cédula es confirmar que Dios acepta su entrega y la comunidad acoge al nuevo Hermano en su seno.