MODO DE ADMITIR A LOS HERMANOS
(RB 58-13)
Es curioso constatar cómo ya el primer comentarista de la RB (s. VIII) cambió el término conversatio morum por el de conversio morum, y con ello su contenido, pues resulta más fácil hablar de conversión de costumbres, de mejorar la forma de vivir las costumbres monásticas, que de una conversión del corazón, de una actitud profunda del alma que nos pide trabajar por ser coherentes con aquello que deseamos ser, por vivir como monjes, sin quedarnos sólo en las “formas” monásticas, sino yendo más allá todavía, al corazón. La palabra conversatio significa transformación de vida, sin referencia a “bueno” o “malo”. Esa actitud de transformación y de cambio es lo que debe caracterizar la vida del monje (la RB alude nueve veces a la conversatio).
La dificultad de este término radica en que parece ser que pertenecía al ámbito coloquial de los monjes, pues no se encuentra en otras obras importantes, salvo en el tratado sobre la virginidad de San Ambrosio; ni siquiera Casiano lo emplea. Por otro lado, el término “mores” (morum) hace más relación a la virtud que a las simples “costumbres”, pues en autores como San Gregorio parece que se emplean como sinónimos. Y bien sabemos que la virtud es una actitud del alma que va más allá de los actos de virtud, aunque naturalmente los necesite.
La conversatio morum de San Benito está en la línea de Abraham, que saliendo de su tierra se puso en camino hacia un lugar desconocido confiado en la palabra del Señor. Casiano se refiere a ello cuando habla de las tres renuncias: “Por la primera renuncia despreciamos las riquezas y bienes del mundo según el cuerpo; por la segunda reprobamos las malas tendencias (mores), las faltas y las tendencias del corazón y de la carne; por la tercera apartamos nuestro espíritu de todo lo presente y visible, y sólo contemplamos lo futuro y deseamos lo invisible”. Abraham escuchó la voz: Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre (Gn 12, 1): “Primero dijo: Sal de tu tierra, es decir, de los bienes de este mundo y de las riquezas terrenas; luego, de tu parentela, es decir, del primer (mal) comportamiento (conversatione y de las -malas- tendencias –moribus.) y faltas, congénitas y transmitidas por la sangre; y finalmente, de la casa de tu padre, es decir, del recuerdo de este mundo”.
Esta promesa de conversatio morum va más allá de un voto determinado. Es un estilo de vida. Es un compromiso de vivir como monjes en una tendencia monástica a la virtud según el espíritu que se recoge en la RB, según la cual hacemos nuestros votos. Junto con este voto y el de estabilidad, se encuentra el de obediencia, tal y como hemos visto.
Ahora quisiera detenerme un poco en el hecho de la consagración del monje, distinta de la profesión propiamente dicha, pero unida a ella. La profesión es el pronunciamiento personal de unos votos que se hacen al Señor. Sin embargo, la consagración del monje es, como nos recuerda el abad Steidle, “un acto esencialmente eclesial, protagonizado por el sacerdote. La Iglesia recibe mediante el sacerdote la profesión del candidato, la sella, la corona y perfecciona con una consagración y una bendición. Los elementos más importantes de esta consagración son la oración de consagración sobre el profeso y la entrega del hábito.
Visto históricamente, la profesión, es decir, ese personalísimo acto de entrega al Señor y la recepción del hábito monacal de manos de un padre de monjes o del abad del monasterio, es lo original y primero; la consagración, su consecuencia, es lo secundario. En Cluny se hacía la profesión en el propio monasterio, mientras que la consagración monástica había que recibirla en el monasterio de Cluny, como signo de pertenecía a Cluny, dado el centralismo de esta congregación monástica. La profesión es la señal visible de la confianza del monje en las propias fuerzas sostenidas por la gracia divina: “quiero”, “prometo”. Por la consagración, el monje es introducido por la Iglesia en el grupo de creyentes y entregado al Señor en propiedad exclusiva”. La consagración de los monjes está en línea de la consagración de las vírgenes en la Iglesia, aunque no sabemos a ciencia cierta cuándo comienza.
Es cierto que en buena parte de la tradición monástica no encontramos la consagración explícitamente, esto es, con intervención del sacerdote, ni siquiera en la RB. A veces pudiera aparecer como un estorbo, sin embargo, poco a poco se fue introduciendo.
San Benito nos habla de una profesión que compromete de forma radical y para toda la vida, a pesar de que algunos abandonen. Lo que constituye el valor de una persona es el ideal que se propone, aunque pueda quedarse en el camino. El pensar “facilitar” el camino para no caer no parece ser la solución más apropiada. El apoyar al caminante con todas las ayudas espirituales y materiales posibles, sí es una buena opción. La profesión monástica en sí misma es un acto supremo y compromete al que la hace con una comunidad concreta para siempre. Cuando se añade alguna otra intención, por ejemplo ofrecer la vida por la unidad de los cristianos, como lo hizo la Beata Gabriela, por la paz, etc., no añade radicalmente nada a la profesión monástica, pero sí puede ser un estímulo para vivirla. Por la profesión solemne entregamos todo, por lo que pudiéramos pensar que no nos queda ya nada para ofrecer. Eso es cierto, pero así como podemos afirmar que en Cristo tenemos la plenitud de la Verdad y de poco nos vale si no la vamos descubriendo paulatinamente, dejándonos transformar por ella, del mismo modo sucede con la profesión. Ésta es más bien una declaración de intenciones que debemos ir haciendo efectiva día a día, según el Señor nos va poniendo las oportunidades para que confirmemos con la vida el deseo de no anteponer nada a Él, lo que un día proclamamos con nuestros labios. Pedagogía lenta que nos va transformando, quizá con caídas y desalientos, pero que siempre nos indica el camino por el que debemos seguir.
En la primera parte del capítulo 58 San Benito nos propone los criterios de discernimiento de una auténtica vocación. En la segunda insiste en la fidelidad perseverante, a veces con términos muy duros: Sepa que, conforme lo establece la Regla, a partir de ese día ya no le es lícito salir del monasterio, ni liberarse del yugo de una Regla que, después de tan prolongada deliberación, pudo rehusar o aceptar (…) Si alguna vez cambiara de conducta, sepa que ha de ser juzgado por Aquel de quien se burla. Aunque esto pueda ser cierto, no podemos entender la fidelidad como algo puramente negativo, más bien se trata de algo positivo, creativo, movido por el amor y no por el temor. Se trata de una adhesión a Cristo y con Cristo al Padre. Y este vínculo se va consolidando cada vez más en la medida en que el Espíritu nos va purificando. Al final, esa fidelidad se transforma en sabiduría que nos da a conocer la dulzura de la unión con Dios y con los Hermanos. Lo que primero se hacía con esfuerzo, pues exige morir a uno mismo, luego se hace con el gozo del amor. Si al principio nos revelamos contra Dios y contra los hermanos y sus majaderías, al final, una vez olvidados de nosotros mismos, gozamos de poder vivir unidos.
Para dejar constancia de la seriedad de la profesión, ésta debe ser por escrito, y dejada en el archivo del monasterio, aun cuando el monje, lo que Dios no permita, se marche. Los arrebatos del espíritu a veces son muy pasajeros; pero cuando las cosas se meditan y dejan por escrito, requieren una mayor consciencia.