CARTA CIRCULAR DE 2007
1. TRISTEZA CORROSIVA DEL DESEO DE DIOS
26 de Enero 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Durante los últimos meses, a causa del accidente cerebro-vascular sufrido, he tenido tiempo y oportunidad de leer y meditar, experimentar y combatir, analizar y conceptualizar un vicio clásico y de todos conocidos: la acedia. En esta carta deseo compartir mis reflexiones pues considero que se trata de un mal típicamente monástico, que, debido a algunos excesos o defectos culturales, abunda en el mundo actual bajo diferentes formas.
Me adelanto a decir que no es fácil hablar de la acedia, se trata de una experiencia compleja, mucho más que la gula, la lujuria, la avaricia, la ira, la tristeza, el orgullo… Por eso, es importante aclarar el punto de vista en el cual nos ubicamos. Ante el fenómeno y la experiencia de la acedia se pueden dar, al menos, cuatro opiniones diferentes. Veámoslas en su simplicidad desnuda:
-Un médico clínico podría diagnosticar una descompensación energética de índole orgánica.-Un psicólogo hablaría de un cuadro depresivo por causas endógenas o traumáticas.-Un moralista opinará que podría tratarse de un pecado cuya gravedad dependerá de la plena advertencia y de la deliberada voluntad.-Un acompañante espiritual discernirá quizás si se trata o no de uno de los ocho logismoi que ataca a quienes buscan a Dios con todas las fuerzas de su corazón.
Todas estas personas afrontan el mismo fenómeno y cada una da su opinión desde su punto de vista. Todos tienen algo de razón, de aquí que, en el discernimiento de un caso particular, habrá que tener en cuenta todos los aspectos señalados. En una cultura “psicologista” como la nuestra quizás sea necesario recordar esa realidad mala, objetiva y personalizada, hostil y lúcida, que llamamos demonio o satanás.
En esta carta me ubico en la perspectiva de la espiritualidad, entendida como fe encarnada y vivida. Considero, en consecuencia, la acedia como un mal que interfiere, bloquea, desvía… de la búsqueda y del encuentro con Dios. La acedia atenta contra la perseverancia en la vida cristiana y monástica. Es duro y lamentable decirlo, pero más de un abandono de la vida consagrada está inconscientemente causado por este corrosivo vicio.
Me ubico, además, en el contexto del combate espiritual, en el ámbito de la ascesis monástica que lleva a la pureza de corazón mientras peregrinamos hacia la verdadera patria en el corazón del Padre.
Comenzaré acogiendo la tradición referente a los “vicios o pecados capitales” en general, y la acedia en particular. Intentaré, luego, subrayar algunos aspectos de la tradición y, quizás, enriquecerla, a fin de entregársela, sobre todo a los más jóvenes.
1. Tradición recibida
1.1. Los pecados capitales
Los monjes de los desiertos de Egipto nos enseñaron que hay tendencias desordenadas de las que emanan otras como de una fuente. Nos encontramos así en los inicios de la doctrina tradicional sobre los “pecados capitales”.
Evagrio Póntico (+399) fue el primero en sistematizar esta doctrina, habla así de ocho pensamientos o tendencias viciosas, que el ermitaño tendrá que confrontar y vencer. Juan Casiano (+425) tradujo esta doctrina al contexto cenobítico occidental.
Todos conocemos la suerte que corrió esta clasificación de los vicios o pecados capitales luego de las Instituciones cenobíticas de Casiano. San Gregorio Magno (+604) jugó un papel fundamental en esta evolución. Gregorio sigue a Casiano con algunas particularidades propias: cambió el orden de los vicios; la acedia desaparece de la lista, aunque algunas de sus manifestaciones son incorporadas en la tristeza; agrega la envidia y saca de la lista la soberbia, considerando que ella es raíz e inicio de todos los pecados. Sigue en esto la literatura sapiencial según la versión de la Vulgata: Initium omnis peccati est superbia (Sir 10:15). Más tarde, la vanagloria y el orgullo se fundirán en uno, con lo cual llegamos a la lista tradicional de los siete pecados capitales, que se impuso en occidente a partir del siglo XIII.
Juan Clímaco (+650) y Juan Damasceno (+749) comunicarán esta doctrina en las iglesias de oriente.
Valga el cuadro siguiente a fin de aclarar lo recién dicho. Me disculpo de transcribir el griego y de utilizar el latín. A quienes ignoren estas dos lenguas les será evidente lo que quiero decir.
Evagrio Póntico -Hoi genikotatoi logismòi(Practicós 6-14) | Juan Casiano -Ocho espíritus o vicios (Instituciones 6-12; Colaciones 5)
| San Gregorio Magno -Siete pecados capitales (Morales 31)
|
-Gastrimargía
| -Gastrimargía: ventris ingluvies (gula)
| -Inanis gloria
|
-Invidia
| ||
-Porneia
| -Fornicatio
| -Ira
|
-Philargiría
| -Philargiría: amor pecuniae (avaricia)
| -Tristitia (+ aspectos de la acedia) |
-Lype
| -Ira
| -Avaritia
|
-Orge
| -Tristitia
| -Ventris ingluvies
|
-Akedía
| -Acedia: anxietas, taedium cordis, otiositas
| |
-Kenodoxía
| -Cenodoxia: iactantia, vana gloria
| -Luxuria
|
-Hyperephanía
| -Superbia
| -(Superbia):
|
En las listas orientales y occidentales, la diferencia es de poca importancia. De hecho, la envidia es una forma de tristeza a causa de los bienes ajenos. La acedia ha quedado integrada en la tristeza y se subraya la dimensión de la pereza u ocio malsano. Se puede decir, en definitiva, que el punto de vista de los autores latinos es más bien dogmático y moral, mientras que el de los autores espirituales orientales es principalmente práctico y del orden de la vida espiritual.
Algunos teólogos medievales expusieron magistralmente esta doctrina, entre ellos sobresalen Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo, Buenaventura y Tomás de Aquino. Este último merecerá una atención especial.
Siglos más tarde, Juan de la Cruz describe magistralmente en su obra La Noche Oscura cómo se manifiestan estos vicios-pecados en aquellos que ya han avanzado en la vida espiritual y comienzan a padecer la “noche pasiva de los sentidos”. San Ignacio de Loyola recomienda, en sus Ejercicios espirituales, presentar los pecados capitales al ejercitante para que medite sobre ellos. San Francisco de Sales, en su Introducción a la Vida Devota, ofrece una exposición interesante y práctica.
Y así podría continuar la historia. Nos detenemos, para concluir, en un texto del Catecismo de la Iglesia Católica: Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a S. Juan Casiano y a S. Gregorio Magno. Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza (1866).
Valga todavía una palabra más para continuar abriendo camino y creando futuro. La psicología contemporánea profundizó las motivaciones y manifestaciones de estos vicios; la sociología nos ha mostrado que muchas veces estos vicios toman formas sociales y culturales y hasta llegan a ser fomentados y considerados respetables (por ejemplo: el orgullo escondido en la autoestima, la ira disfrazada de asertividad). Podemos también preguntarnos sobre la propiedad de esta capitalidad, ¿no habrá otros pecados que suelen ser más básicos y generadores de otros males? Habría también que preguntarse si estos pecados capitales corresponden a las tendencias desordenadas propias de las mujer o propias de otra cultura y de otra religión.
1.2. El mal de la acedia
Ensayemos una visión histórica global, a vuelo de pájaro, respecto al fenómeno de la acedia. Me interesan sólo unos pocos maestros espirituales que pusieron cimientos sobre los cuales edificamos nosotros aún hoy.
El gran teórico de la acedia es Evagrio Póntico. Y tómese la palabra “teórico” como un adjetivo substantivado que expresa la capacidad de conceptualizar y verbalizar una experiencia vivida. Evagrio presenta, con penetración y humor, las diferentes manifestaciones de la acedia. Todos conocemos estos textos y no hace falta citarlos aquí, ya que han sido estudiados con penetración y claridad en los últimos años.
Baste, para nuestro propósito, señalar algunos aspectos claves de la doctrina evagriana. La acedia es un pensamiento-apasionado complejo, se nutre de la afectividad irascible y concupiscible al mismo tiempo, suele despertar todos los otros vicios. Esto explica que sus manifestaciones puedan parecer contradictorias al extremo: indolencia y activismo, parálisis y frenesí, frustración y agresividad, huida del bien y entrega al mal. Se explica, entonces, que produzca una especie de desintegración interior.
La tristeza es hermana gemela de la acedia, se parecen en algo pero no se identifican. El triste encuentra con más facilidad remedio a su mal, el acedioso está totalmente asediado. La tristeza es una experiencia pasajera y parcial; la acedia es vivencia permanente y global, en este sentido es contraria a la naturaleza humana.
Las principales manifestaciones del “demonio meridiano” de la acedia son: inestabilidad interior y necesidad de cambio (vagabundeo de pensamientos y de geografía); cuidado excesivo de la propia salud (preocupación por la comida); aversión al trabajo manual (ociosidad y pereza); activismo descontrolado (bajo capa de caridad); negligencia de las prácticas monásticas (minimalismo de observancia); celo indiscreto respecto a algunos ejercicios ascéticos (maximalismo crítico del prójimo); desaliento generalizado (pórtico a la depresión).
Dado que la acedia activa todos los otros vicios no puede ser curada por una virtud contraria. Se impone una terapia variada y multiforme: lágrimas de compunción (grito no verbal pidiendo salvación); recurso a la Palabra de Dios (en oposición a la insinuación viciosa); meditación sobre la muerte (el presente en perspectiva de eternidad); paciencia, resistencia y perseverancia (evitando compensaciones y poniendo la esperanza en el Señor). Es fácil constatar que todos estos remedios o armas encaminan hacia el encuentro con Dios. En definitiva, la acedia es huida de Dios y sólo se cura con la búsqueda concreta y paciente de su Rostro.
Juan Casiano, respecto a la acedia, es deudor y divulgador de Evagrio: sigue su doctrina y sistematiza y simplifica los datos. Utiliza la palabra griega y la traduce por tedio y ansiedad de corazón. Estrecha la relación entre tristeza y acedia, las hermanas resultan ahora mellizas o “clonadas”. Pone excesivamente en relieve una manifestación o síntoma, la ociosidad, por lo cual enfatiza la medicina del trabajo manual. Con todo esto, inocentemente, permite que el demonio meridiano se oculte o intente ocultarse por los siglos de los siglos.
No obstante, la enseñanza de Casiano sobre la acedia-tedio no carece de notas originales. La más interesante se refiere a las “hijas e hijos de la acedia”, a saber: la ociosidad, la somnolencia, la inoportunidad, la inquietud, el vagabundeo, la inestabilidad de espíritu y de cuerpo, la verbosidad y la curiosidad.
La importancia de Casiano respecto a la realidad de la acedia es doble. Gracias a él, el ascetismo del desierto de Egipto pasó al monaquismo occidental en una forma cenobiticamente inculturada. Y, además, debido a su esfuerzo por sistematizar la doctrina recibida, su influencia se hará sentir en las generaciones futuras.
Entre los herederos de esta tradición se encuentra San Gregorio Magno, su doctrina marcará un hito, como ya lo hicimos notar anteriormente: la mención de la acedia desaparece de su lista de los vicios capitales, aunque algunos de sus elementos se integran en el vicio de la tristeza. Gregorio, además, nos dice que la malicia de la acedia proviene de ser una tristeza por el bien divino y por todos los bienes que se relacionan con este bien. Es decir, el juicio de la razón se ha pervertido: se percibe lo bueno como malo y, contrariamente, lo malo como bueno.
La única mención de la acedia en la Regla de San Benito la encontramos en el capítulo 48 dedicado al trabajo manual y a la lectura. Este simple hecho nos hace pensar en la dependencia de Benito respecto a Casiano. El capítulo comienza con estas palabras:
La ociosidad es enemiga del alma; por eso en determinados tiempos deben los monjes ocuparse en el trabajo manual y a ciertas horas en la lectio divina (RB, 48:1).
Advirtamos que el vicio que se trata de combatir es la ociosidad o pereza. El arma que se nos ofrece es la alternancia entre el trabajo y la lectio divina. Más adelante, nos dirá el Patriarca:
[Durante la cuaresma] desígnense uno o dos ancianos que circulen por el monasterio a las horas en que los monjes se consagran a la lectura, y observen si acaso se halla algún monje acedioso que en lugar de atender a la lectura, se entrega a la ociosidad y a la charlatanería, y no sólo no aprovecha para sí, sino que disipa a los demás. Si alguien fuese sorprendido en semejante falta –lo que ojalá no suceda–, repréndasele primera y segunda vez y, de no enmendarse, aplíquesele el castigo regular de suerte que los demás teman. Y que ningún monje se junte con otro a horas intempestivas.Asimismo, el domingo conságrense todos a la lectura, salvo los que tuvieren asignadas incumbencias particulares. Mas si hubiese alguno tan negligente y desidioso que no quiera o no pueda meditar o leer, séale impuesta alguna labor para que no esté sin hacer nada.A los monjes enfermos o delicados encomiéndeseles una ocupación u oficio tal, que ni estén ociosos, ni el peso del trabajo les oprima y se vean precisados a abandonarlo. Tenga el abad consideración a la flaqueza de los tales (RB, 48:17-25).
En el texto recién citado, San Benito contempla tres situaciones diferentes. La primera situación se refiere al tiempo cuaresmal, que en la mente de San Benito es el tiempo modélico de toda la vida del monje (RB, 49:1). El castigo que recibe el monje acedioso nos indica que su experiencia es culpable, no se trata de una simple pereza o debilidad, se trataría más bien de un desinterés o disgusto por las realidades espirituales. Por otro lado, no le falta energía ni interés para dedicarse a otras cosas inútiles para su propósito monástico.
El día Domingo es el contexto temporal de la segunda situación. Habiendo menos tiempo de trabajo hay más tiempo para la lectura y meditación. Si alguien fuera, voluntaria o involuntariamente, negligente o desidioso, se le mandará algún trabajo a fin de evitar la ociosidad. La finalidad de este trabajo es más ascética y terapéutica que práctica y productiva. Notemos que la negligencia, falta de cuidado o aplicación puede estar causada por la desidia o falta de deseo y motivación. El acedioso, en la mente de Benito, es también un desidioso: ¡está impidiendo la consolación del Espíritu Santo y no está esperando la Pascua con gozo de deseo espiritual! (RB, 49:6-7).
Para la tercera situación, la de los enfermos o débiles que pueden ser presa fácil de la ociosidad, Benito recomienda un trabajo ligero y apropiado a sus fuerzas.
Encontramos en la Regla otra serie de textos sobre la tristeza. Al cillerero le recomienda con insistencia no contristar a los hermanos y sentencia en forma más general: que nadie se perturbe ni contriste en la casa de Dios (RB, 31:6-7,18-19). A los más débiles se les ha de procurar una ayuda en el servicio de cocina a fin de que no lo hagan con tristeza, es que en este servicio se adquiere mayor premio y caridad (RB, 35:1-3). Y algo similar dice con respecto al trabajo en los campos: ¡la tristeza impediría ser verdaderamente monjes e imitar a los Padres y a los Apóstoles que trabajaban con sus manos! (RB, 48:7-9). En estos tres textos el ámbito laboral es el terreno en el que puede florecer la tristeza que suele ser la antecámara de la acedia, con lo cual la enfermedad anula el remedio: el trabajo no podrá ya ser medicina para la ociosidad…
Por otro lado, entre los instrumentos del arte espiritual, nos encontramos con los siguientes: no ser soñoliento, no ser perezoso, temer el día del juicio, suspirar con todo deseo espiritual por la vida eterna, tener cada día presente ante los ojos la muerte, oír de grado las lecturas santas, no tener envidia, no desesperar jamás de la misericordia de Dios (RB, 4). ¿No se referirán estas buenas obras, de una u otra forma, al demonio meridiano de la acedia?
La concepción benedictina de la acedia es bastante similar a la expuesta por Juan Casiano en sus Instituciones cenobíticas: acedia, ociosidad y tristeza van siempre juntas y el trabajo manual es la medicina genérica que las cura. Pero hay dos datos originales e importantes. Benito presenta a la acedia como un obstáculo e impedimento a la lectio divina mediante la cual el monje y la monja tienden hacia Dios; la acedia enfría el paladar e impide saborear el sabor de las cosas del cielo y del mismo Dios. Por otro lado, el gran remedio benedictino contra la acedia es: ¡el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad! (RB, 4:78).
Los cistercienses del siglo XII son fieles testigos de esta doctrina del Patriarca Benito, aunque no les falta su propia originalidad. Escuchemos solamente a uno de ellos, Elredo de Rieval: Como la ociosidad es enemiga del alma, deberá la reclusa evitarla con suma diligencia por ser la madre de todos los vicios. Efectivamente, fomenta la lujuria, provoca las divagaciones, alimenta los vicios, causa la acedia y engendra la tristeza. Siembra los peores pensamientos, despierta los afectos ilícitos, suscita los deseos deshonestos. Produce el tedio de la soledad, hace la celda insoportable. Que nunca, pues, te sorprenda ociosa el espíritu del mal. Pero como en esta vida nuestro espíritu está sometido al vacío y nunca permanece estable, hemos de evitar la ociosidad mediante una ordenada variedad de ocupaciones y proteger nuestra soledad con la alternante sucesión del trabajo (Vida Reclusa, 6:35; Cf. Isaac de la Estrella, Sermón 14:1-4).
Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica (II-II,35), buen conocedor de la tradición precedente, habla de la acedia desde una doble perspectiva. Ante todo, considera la acedia como una tristeza que de tal manera deprime el ánimo del hombre, que nada de lo que hace le agrada, igual que se vuelven frías las cosas por la acción corrosiva del ácido. Más concretamente, la acedia es uno de los pecados contra el acto interno de caridad; es decir: la acedia es un tipo especial de tristeza opuesta al bien divino del que se goza la caridad. Como consecuencia de esta tristeza, se produce un hastío para obrar que paraliza el impulso hacia Dios y sus realidades. Como podemos ver la gravedad de la acedia consiste en su oposición a la reina de las virtudes teologales, la caridad, la cual es amistad del ser humano con su Dios. Nos atrevemos también a decir que Santo Tomás nos enseña a defender el propio gozo espiritual y promover el ajeno en la medida de nuestras posibilidades.
Tomando como fundamento a San Gregorio, trata luego de armonizar los diferentes elencos que conoce de los pecados derivados de la acedia. Hablará así de: desesperación (desconfianza de la gracia como ayuda para vencer el mal), pusilanimidad (cobardía de corazón para combatir la tentación), incumplimiento de los preceptos (incumplimiento de los mandamientos, preceptos de la Iglesia y deberes del propio estado), rencor (indignación contra los virtuosos y contra el director espiritual), malicia (odio contra los bienes espirituales), divagación por las cosas prohibidas (inestabilidad, verbosidad y curiosidad).
La acedia ocupa un lugar central en el conjunto de la doctrina moral de Santo Tomás. Este vicio atenta contra el dinamismo del obrar, es decir, el amor. Más aún, la acedia ataca el deseo de Dios y, sobre todo, el gozo que proviene de la unión con Él.
Agreguemos aún una palabra sobre la tristeza, nos ayudará a entender mejor la acedia. Según Santo Tomás el objeto de la tristeza es el mal propio; pero puede suceder que el bien ajeno se tome como mal propio, y en este sentido se puede tener tristeza del bien ajeno, dado que aminora la propia gloria o excelencia… y es esto lo que llamamos envidia (ST, II-II,36,1).
Todo lo dicho nos ayuda a entender por qué cuando se habla de acedia se la asocia con la tristeza, la ociosidad o pereza y la envidia. En concreto, la acedia:
-Es principalmente una forma teologal de tristeza y envidia . En esta línea se mueven San Gregorio Magno y Santo Tomás; para ellos la ociosidad o pereza es una consecuencia de la acedia.-Secundariamente, o en la práctica, es un tipo de ociosidad o pereza en relación con las cosas divinas. En este línea se mueven muchos autores espirituales y monásticos; es decir, hacen un discurso práctico y consideran la acedia según sus consecuencias concretas y cotidianas.
Siglos más tarde, la acedia casi no aparece en el vocabulario espiritual, lo cual no significa que no exista. San Ignacio de Loyola no emplea esta palabra, pero conoce bien este mal. En sus Reglas de discernimiento espiritual (EE, 313-336), Ignacio presenta la obra de la Gracia divina con el nombre de “consolación”, y a lo que se opone a ella lo llama “desolación”. Por la descripción que hace de esta última es fácil concluir que se trata de la acedia. Escuchemos:
Llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda alegría interior que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su alma, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor (EE, 316).Llamo desolación a todo lo contrario de la tercera regla: así como oscuridad del alma, turbación en ella, moción a cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones moviendo a infidencia, sin esperanza , sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste, y como separada de su Criador y Señor… (EE, 317).Propio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación en el enemigo induce, del cual es propio militar contra la tal alegría, trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias (EE, 329).
Una vez identificado el mal, Ignacio ofrece los remedios: no hacer cambios, permanecer constantes, resistir el mal con sus opuestos, paciencia…; y explica las posibles causas: pereza espiritual culpable, prueba que ayuda al autoconocimiento, aprender que todo bien espiritual es gracia divina… (EE, 318-322). Concluyendo sus Ejercicios, San Ignacio ofrece un antitóxico contra la acedia: la “Contemplación para alcanzar Amor”, esta contemplación es un ejercicio de perseverancia en el bien y una forma de conservar y estimular una vida de gozo y consuelo en la caridad (EE, 230-237).
Leemos, finalmente, en el Catecismo de la iglesia Católica: la acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino (2094). O, más concretamente, en el contexto de las tentaciones contra la oración, dirá también: la acedia es una aspereza o desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia…(2733). En estos dos texto nos es fácil descubrir la influencia del Doctor Angélico y la tradición precedente.
2. Tradición ofrecida
Una tradición viva es una tradición que se renueva. No sé que tendrá de nuevo lo que seguirá a continuación, pero puedo asegurar que nace de la vida. Si aporta luz y estímulo ha cumplido su cometido
2.1. Sentido de las palabras
Acedia es una palabra griega que significa básicamente: descuido, negligencia, falta de interés… Pero ahora nos interesa el término latino que la traduce, es decir: taedium (tedio). Esta palabra, en español, significa: pesar, aburrimiento extremo, gran desinterés, desagrado profundo.
Pero existe también , en el vocabulario de la espiritualidad de casi todas las lenguas occidentales, el término acedia. En este caso significa básicamente: ociosidad-pereza (en oposición a la diligencia) y tristeza-amargura (en oposición al gozo).
Existe en latín toda una familia de palabras emparentada con acedia, tales como: acer, acris, acre, acetum, acerbum… Esto nos lleva a pensar, en sentido figurado, que a la persona acediosa la ha invadido una acidez que la ha vuelto “avinagrada”. En efecto, cuando el vino dulce se agria o avinagra se vuelve ácido; de igual modo, cuando el gozo de la caridad se agria se convierte en acedia.
Lo precedente nos lleva a decir que el acedioso es un avinagrado o agriado para todo lo espiritual o religioso. Siguiendo con esta etimología de cuño casero, dado que lo ácido es asociado con lo frío (recordemos a Santo Tomás), la acedia nos hace tibios pues enfría el fervor de la caridad.
La lengua japonesa sigue un camino diferente y más directo al momento de traducir la palabra acedia. Utiliza el término mu-ki-ryoku; es decir: mu (falta, carencia), ki (energía), ryoku (fuerza, poder). También se puede traducir convenientemente por iya-ki, o sea: iya (hartarse, cansarse, aborrecer), ki (energía). Quienes conocen el valor y alcance del término ki en las culturas orientales, se dan cuenta de la terrible gravedad de la acedia: el acedioso es un fatigado y cansado, un desenergetizado y desdinamizado que aborrece la armonía con Dios, con los otros y con el cosmos.
2.2. Testimonios bíblicos
Veamos ahora dos textos bíblicos en relación con nuestro tema. Quizás nos sigan aportando luz para entender mejor este pensamiento-apasionado tan maligno y que suele hacer estragos en los monasterios y fuera de ellos.
El primer texto lo tomamos de la literatura sapiencial, más concretamente, del libro de la Sabiduría escrito originalmente en griego. Leemos: Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia de satanás, y la experimentan sus secuaces. (Sab.2:24). Este texto es rico en teología; el autor inspirado nos está diciendo que satanás tuvo envidia de que nosotros fuéramos imágen de Dios, y por eso nos combate. Ahora bien, ¿qué es la envidia? Tristeza del bien ajeno. Satanás no acepta y nos hace la guerra a causa del gran bien de nuestra unión con Dios. Sus secuaces experimentan la misma envidia y la misma muerte espiritual, esto nos explica por qué el “mundo” no puede dejar en paz a los hijos e hijas de Dios. Siempre habrá “Caínes” que asesinen a Abel, “Herodes” que se entristecen y vuelven violentos ante buenas noticias e “Iscariotes” que recriminen racionalizadamente a María de Betania a causa de su amor.
El segundo texto proviene del Salterio. En la versión latina, obra de San Jerónimo (Vulgata), dice así: Dormitavit anima mea prae taedio (Sal.118/119:28). Tengamos presente que la palabra griega de la versión de los Setenta, que Jerónimo traduce por tedio, es precisamente acedia. ¿Y cuál será la traducción de la palabra hebrea que subyace a la traducción griega? Nada nuevo: tugah = tristeza, aflicción. Las traducciones modernas en español varían, dirán cosas de este estilo: deprimida de pesar; llora de tristeza, desahoga en lágrimas por la pena… Como podemos ver este texto bíblico nos permite decir que San Gregorio Magno y Santo Tomás no andaban desacertados. Podemos también agregar que Casiano asocia la acedia con el sueño, y San Benito aconseja: ¡no ser dormilón! (RB 4:37).
Pero hay otra forma de entender esta palabra inspirada. El texto original hebreo puede traducirse así: se derrite mi deseo (nefesh) de tristeza. Es decir: la tristeza oprime mi deseo fontal que me lanza hacia Dios. Sabemos que el perezoso, figura frecuente en el libro de los Proverbios, es una persona disfuncional pues su deseo, al estar cerrado sobre sí mismo, lo lleva a la muerte (Cf. Prov.21:25).
2.3. Combate y deseos desordenados
El combate espiritual comenzó inmediatamente luego del pecado original y continuará hasta el fin de los tiempos: enemistad pondré entre ti (la serpiente) y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn.3:15). San Pablo ubica este combate en la dinámica del misterio de la salvación (Col.2:15; Ef.6:11-12; I Cor.15:24-26) y nos ofrece las armas espirituales apropiadas (Ef.6:11-17; I Tes.5:8; Cf. I Ped.5:8-9).
Los monjes hemos recibido gustosos esta herencia, de modo que las expresiones “militar por Cristo” y “milicia de Cristo” se refieren desde el inicio a la vida monástica. Nuestros Padres cistercienses lo supieron muy bien. San Bernardo, recordando el texto paulino: “peleo no como quien tira golpes al aire…”, exclama: Esta verdaderamente es la trompeta de la milicia, éstas las palabras de un capitán animoso que pelea valerosamente (Sermón en la fiesta de todos los Santos, 2:2).
Los deseos humanos, como manifestaciones de una carencia, subyacen en los sentimientos. Es decir, estos deseos mueven la afectividad y ésta, a su vez, suscita pensamientos apasionados. Los pensamientos, cerrando el círculo, pueden incentivar los deseos: un pensamiento apasionado de cólera, causado por un deseo frustrado, puede engendrar un deseo de venganza… y ya estamos en plena guerra.
Por eso podemos decir que el combate clásico contra los pensamientos apasionados o logismoi es, en definitiva, una lucha contra los deseos desordenados que subyacen en dichos pensamientos cargándolos de pasión. Los grandes maestros del arte espiritual se han referido a estos deseos de diferentes formas (espíritus, demonios, pensamientos, aflicciones, afecciones, pasiones, apegos, apetitos, voluntades, vicios, pecados capitales…) y nos han enseñado a combatirlos y a darles muerte en singular combate mediante la mortificación, la abnegación y la humildad; se trata, en definitiva, de despojarnos del hombre viejo a fin de revestirnos del hombre nuevo con la ayuda de la divina gracia.
En el campo de batalla se encuentran la vida y la muerte: la vida en Dios y la muerte lejos de Él. O en otros términos, en un lado tenemos el deseo fontal de Dios, que nos unifica en el recuerdo divino y permite realizarnos como personas humanas: los afectos y pensamientos que surgen de aquí guardan relación con el Señor. En el otro extremo del campo está la desintegración personal y el olvido de Dios. Cerca de este extremo se ubica la causa de nuestros males, los deseos, afectos y pensamientos definidos por objetos o fines malos. Cada vez que nos invaden estos deseos y pensamientos apasionados estamos obnubilando la memoria de Dios y nos olvidamos de Él y desintegramos nuestro interior debilitando nuestro deseo fontal de Dios.
Al momento de identificar los principales deseos desordenados nos volvemos a encontrar con los pecados o vicios capitales.
-Deseos desordenados de alimentos: gula.-Deseos desordenados de placer sexual: lujuria.-Deseos desordenados de bienes materiales: avaricia.-Deseos incumplidos y reacción activa ante la frustración ocasionada: ira.-Deseo debilitado o desidia respecto a Dios y a las cosas espirituales: acedia.-Deseos desordenados de aparecer y sobresalir: vanagloria.-Deseos desordenados de la propia excelencia: soberbia.
Estos deseos suelen seguir un proceso in crescendo bastante fácil de reconocer. No hace falta decir que cuanto antes presentemos combate mayor será la posibilidad de victoria.
-Despertar de los deseos y consecuente sentimiento.-Diálogo con los pensamientos generados.-Fascinación ante la posibilidad de secundarlos y temor de sucumbir ante ellos.-Combate a fin de rechazarlos o claudicación ante los enemigos.-Derrota o victoria ante los mismos.-Cautiverio en caso de una eventual derrota o libertad como fruto de la victoria.
Veamos tres principios generales e importantes a tener en cuenta antes de entablar combate. Ante todo tengamos siempre en cuenta que no somos esos deseos, sólo nos podemos identificar con el deseo fontal y constitutivo que nos abre y lanza hacia el Otro y los otros a fin de realizarnos personalmente. En segundo lugar, esos deseos vienen y van al igual que los sentimientos y pensamientos que originan. Por último, si no los alimentamos con otros deseos, sentimientos o pensamientos, se disiparán como burbujas de jabón.
De igual modo, es también útil conocer las cuatro formas tradicionales de combatir estos deseos desordenados.
-La primera forma es atacarlos sin demora una vez que han sido reconocidos, esto se puede hacer centrando la atención en algo opuesto o diferente al objeto del deseo. Esta práctica suele ser útil y recomendable cuando se trata de deseos que suscitan pensamientos repetitivos y compulsivos.
-La segunda manera es remplazar el deseo desordenado con el deseo de Dios y de su Reino. Esta es la solución más apropiada para deseos y pensamientos autodestructivos y conducentes a estados depresivos.
-La tercera forma consiste en observar simplemente con atención el desarrollo del deseo, los sentimientos que suscita y los pensamientos que se ocasionan, y es así como se desvanecerán y no lograrán hacerse fuertes como para cautivarnos. En este caso, recordemos que sentir no es consentir.
-Por último, la cuarta manera es entregarse desinteresada y gratuitamente a alguna buena obra en servicio y utilidad del prójimo.
Digamos, por último, que cuando estos deseos desordenados se han convertido en vicios o formas habituales de obrar mal, habrá que desarraigarlos mediante el ejercicio perseverante y asiduo de las virtudes opuestas: templanza, castidad, generosidad, paciencia, diligencia, modestia, humildad y caridad.
A pesar de todo lo dicho, se impone una palabra particular sobre la lucha contra la acedia. Siendo desidia de Dios y de los medios que nos conducen a Él, es difícil combatirla con simples virtudes, distracción, servicio caritativo, vigilancia… El gran maestro de la acedia, Evagrio Póntico y con él todos los grandes maestros espirituales de oriente y de occidente nos dicen al unísono: ¡hypomone, hypomone, hypomone!, es decir: paciencia y perseverancia.
En el tiempo de las tentaciones es necesario no abandonar la celda, por más valederos que sean los pretextos que se nos ocurran. Por el contrario, hay que permanecer sentado en el interior de la celda, ser perseverante (hypomone) y recibir con coraje a los asaltantes, a todos, pero especialmente al demonio de la acedia que como es el más pesado de todos, prueba el alma en grado sumo, Porque huir de tales luchas y evitarlas torna inhábil, cobarde y traidor al espíritu (Practicós 28).
Jesús mismo hace de esta virtud casi un absoluto para la salvación eterna: Por la perseverancia (hypomone) salvaréis vuestras almas (Lc.21:19). Uno ahora mi voz a la del Abad de Claraval, la exhortación que sigue a continuación, aunque originada en un contexto diferente al nuestro, me parece totalmente oportuna.
¿Qué me resta ahora, carísimos, sino amonestaros a la perseverancia, la única que reporta la gloria a los hombres y el premio a las virtudes? Porque sin perseverancia, ni el que lucha consigue la victoria ni el vencedor recibe la palma. Ella es el vigor de los recios, la cumbre de las virtudes; es nodriza del mérito, mediadora del premio. Es hermana de la paciencia, hija de la constancia, amiga de la paz, nudo de las amistades, vínculo de la unanimidad, baluarte de la santidad. Prescinde de la perseverancia, y el servicio se queda sin recompensa, el beneficio sin gratitud, la tenacidad sin elogio. Además, no el que comienza, sino el que persevera hasta el final, ése se salvará (Carta 129:2).
En fin, recordemos que lo imposible para nosotros es bien posible para Dios, Él sólo espera que acojamos como podamos su don. Por eso, si nos sentimos demasiado pequeños y débiles para combatir el demonio meridiano de la acedia, aceptemos, inicialmente, este paliativo que me recomendó Santo Tomás de Aquino: una ducha y una buena siesta (ST, I-II, 38,5).
Se me han quedando muchas cosas en el tintero, ¿posibilidad de continuar el tema en otra oportunidad? Dependerá de dos condiciones: ante todo, si sigo creciendo en experiencia; luego, si esta carta es bien recibida.
En definitiva, hermanos y hermanas, la acedia es un estado interior bien definido pese a sus múltiples manifestaciones. Este detestable pensamiento apasionado corroe el gozo de amar y de pertenecer al Señor. Pero lo más lamentable de este vicio propiamente satánico, es que paraliza y congela, tortura y estrangula nuestro deseo fontal de Dios. Deseo sobre el cual se basa nuestra búsqueda de su Rostro y que hace que la vida monástica sea lo que tiene que ser: una vida ascéticamente orientada hacia el Misterio a fin de místicamente gustarlo.
Con un abrazo grande y fraterno, en María de San José,
Bernardo OliveraAbad General