CÓMO DEBE SER EL ABAD
(RB 2-09) 19.02.12
San Benito manda que el abad corrija cuando sea necesario como un acto de amor para con sus hermanos, a los que debe ayudar a vivir en la verdad. Por eso mismo debe saber adaptarse a cada uno, buscando la eficacia en la corrección y el bien del monje. De ahí que siga diciendo: A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces; pero a los obstinados y duros de corazón, a los insolentes y desobedientes, reprímales enseguida que se manifieste el vicio con azotes y otros castigos corporales, sabiendo que está escrito: “Sólo con palabras no escarmienta el necio”; y también: “Pega a tu hijo con la vara y lo librarás de la muerte”.
De nuevo vemos que la discreción ha de prevalecer sobre la norma. San Benito escribe una regla de vida, pero hace prevalecer su aplicación práctica. Los monjes son personas, por lo que quien dirige a los monjes debe ser alguien muy humano, sensible, capaz de adaptarse a todos incluso en la corrección. Aunque todos puedan tener la misma enfermedad, no todos necesitan idéntica medicina, ni la misma dosis, ni el mismo modo de recibirla. Sin duda que a los más sanos les basta la amonestación. Pero ¿qué hacer con los más enfermos espiritualmente hablando?
La medicina que propone la Regla y las expresiones que utiliza, seguidas del aviso de la condenación de Elí por disimular los pecados de sus hijos, son de una notable dureza, máxime cuando San Benito amplía intencionadamente lo que dice la Regla del Maestro –su fuente literaria-. Ello nos permite intuir algunas experiencias negativas que probablemente tuvo. Ahora, nos podemos preguntar ¿cómo es posible que entre los monjes del tiempo de San Benito hubiese obstinados, orgullosos, insolentes o desobedientes? ¿Podemos pensar que eso suceda entre personas que buscan de verdad a Dios, que se consagran en la vida monástica, que han sido acompañadas espiritualmente y su vocación ha sido discernida antes de ser admitidos? ¿O es que quizá San Benito no supo hacer un buen discernimiento vocacional? ¿Habría que pensar que sí lo hizo, pero que con el tiempo algunos monjes se volvieron altaneros, arrogantes y turbulentos? Esto, al menos, dejaría en buen lugar al patriarca del monacato occidental, liberándolo de toda culpa.
No sé muy bien qué pensar, aunque lo que sí está claro es que el monasterio de San Benito es algo más que un club selecto de gente virtuosa y de alto nivel de oración, aunque los haya. Por un lado se pide al candidato que busque de verdad a Dios, que sea solícito a la oración y afronte las dificultades de la vida con humildad. Y para el discernimiento y la formación inicial San Benito da un tiempo, según él suficientemente dilatado –¡nada menos que un año!-, que es el período que pasaba desde que se entraba en el monasterio hasta que se hacía la profesión solemne. Hoy decimos que no pocos de los que llaman a la puerta del monasterio necesitan ser ayudados a reestructurarse humanamente, pues se viene dañado, con lagunas de todo tipo, con complejos por situaciones adversas que se han vivido, por la falta de cariño o traumas de familias divididas, etc. Y todo esto lo decimos porque sin duda es verdad, pero también porque la psicología ha puesto nombre a muchos de los comportamientos humanos y los define como “taras”. Ahora, yo me pregunto, ¿había más equilibrio en la sociedad en tiempos de San Benito?, ¿los padres estaban mejor formados para educar a sus hijos?, ¿existía menos violencia en el seno de la familia y en la sociedad como para favorecer el crecimiento armónico de los niños? Tengo mis serias dudas, por lo que no me extrañan los métodos algo contundentes de San Benito, ante los que se escandaliza una cultura refinada como la nuestra, que sí tiene acceso a los psicólogos.
Sin duda que hay que probar la autenticidad de las motivaciones por las que se pide la entrada, incluso dificultándola un poco, pero sería ilusorio pensar que se puede hacer un serio camino interior en tan poco tiempo. Por eso San Benito vive tan intensamente su magisterio y paternidad a lo largo de toda la vida del monje, velando por ayudarle a crecer y evitar los desvíos que llevan a la muerte. Se siente empujado por el deseo sincero de evitar perder uno solo de los hermanos que se le han confiado. Ese buen celo exige salir de sí y olvidarse de uno mismo para estar más pendiente del otro, no por manía quisquillosa, sino por la misión recibida. Por otro lado, el saber actuar con decisión ante una situación límite, puede salvar a un accidentado, pero siempre es un gran riesgo. Nunca se sabe del todo qué es lo mejor. Si esperamos a ser unos expertos antes de actuar, se nos morirán muchos en el camino a causa de nuestros miedos. Hay cosas para las que uno nunca está preparado plenamente, como el ser padre o madre, que, por muchos libros que se lean o cursos que se reciban, uno debe aprender con la experiencia, sin hacer dejación de sus obligaciones ni justificar su inoperancia con una supuesta inexperiencia. La experiencia enseña y la oración ilumina, pero nunca se sabrá lo suficiente.
San Benito no deja escapatoria al abad. Es lo que es, y debe actuar asumiendo su responsabilidad: Siempre debe tener muy presente el abad lo que es y recordar el nombre con que le llaman, sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le confía, más se le exige. Esta llamada de atención puede hacer cambiar el carácter de cualquiera. Recordar lo que representa, el nombre que recibe y la responsabilidad grave que se le ha dado, puede transformar al abad en un ser distante, obsesionado con ser un modelo ejemplar de vida, excesivamente celoso o entrometiéndose abusivamente en el interior de las personas e, incluso, justificar la manipulación o una corrección exasperante que busca conseguir de forma imprudente el bien deseado.
Lejos de esto lo que pretende decirnos San Benito. Sin duda que la responsabilidad es grande. Sin duda que el abad merece un respeto y él debe hacerse respetar en su misión. Pero, al final, la respuesta siempre es personal. Asumir esto es muy doloroso, no sólo para el abad, sino también para los hermanos de la comunidad, pues supone aceptar y sufrir la realidad de cada uno, aún cuando sea extraviada. Duele la respuesta equivocada del hermano que se hace daño a sí mismo antes que a nadie.
¿Pero quién está preparado para ser abad si todos somos débiles? Su fragilidad, que pudiera aparecer como un obstáculo, es lo que permite hacer resaltar otros aspectos. Debemos distinguir muy mucho la diferencia que hay entre el éxito y el fruto. No siempre que hay éxito se da el fruto deseado, al menos el fruto según el Espíritu. Para el éxito sí es muy importante la preparación humana competitiva que se centra en los números y en la imagen. Una persona puede ser brillante y una comunidad numerosa, pero no siempre eso da los frutos más apetitosos para Dios y para los hombres. El fruto requiere también una preparación, pero sobre todo una actitud del corazón. Humanamente todos hemos experimentado cómo las personas brillantes nos han podido deslumbrar, pero sólo los santos nos inducen al cambio. Los frutos de Dios siempre han de pasar por el camino de Jesús, abierto con docilidad al Espíritu, aunque todo termine en un aparente fracaso. El fruto inmenso de la cruz pasó por la prueba del mayor de los fracasos. Por eso es bueno que empleemos técnicas humanas, que potenciemos el crecimiento personal de cada uno y de la comunidad en su conjunto, pero si nos falta visión de fe y docilidad al Espíritu, nunca llegaremos a dar fruto, aunque tengamos éxito. Algo parecido le puede suceder al abad en su misión pastoral, como a los encargados en la formación y el discernimiento vocacional. Y no olvidemos que esto es labor de todos.
La invitación que San Benito hace al abad de asumir con responsabilidad su misión, aún en las cosas desagradables, nos la podemos aplicar todos y cada uno en nuestra vida. La primera responsabilidad que tenemos es sobre nuestra propia persona. Somos “abades” de nosotros mismos. Estamos llamados a dar a luz la semilla puesta en nosotros. Debemos acompañarnos a nosotros mismos para saber elegir entre el camino que nos lleva a la vida –arduo en sus comienzos y portador de una felicidad profunda- y el camino que nos esclaviza –fácil al tomarlo, pero generador de amargura y vacío-. Las malas costumbres nos solicitan a lo largo de nuestro caminar. Cuando oímos complacidos sus cantos de sirena terminan transformándose en actitudes que nos apartan del camino elegido. Todos estamos llamados a actuar con nosotros mismos como pide San Benito actúe el abad en la comunidad. Si somos generosos y atajamos de raíz lo que nos aparta de una vida monástica, al mismo tiempo que vivimos con ilusión una vida consagrada, que se orienta toda a ella a Dios y vive desde el amor a los hermanos, entonces “viviremos días felices”.