CÓMO DEBE SER EL ABAD
(RB 2-08) 12.02.12
Querámoslo o no, la vida está llena de contrariedades, por lo que es tan importante educar desde el amor como enseñar a afrontar las dificultades y todo aquello que nos desagrada. Una educación excesivamente protectora produce personas demasiado débiles que distorsionan la realidad, llamando “malo” al simple esfuerzo o a todo aquello que nos pone a prueba y nos hace crecer. No se trata de presentar lo adverso como bueno, sino simplemente de recordar que hay que aprender a afrontar todo lo adverso, percatándonos que es algo que nos ayuda a sacar lo mejor de nosotros mismos, terminando por fortalecernos.
Toda corrección es una crítica a nuestro actuar y, consiguientemente, resulta molesta. Sólo quien acepta ser criticado sin hundirse, se va superando a sí mismo. Ello no quita que deba ser inteligente con las críticas, sabiendo distinguir las que son acertadas de las meras proyecciones envidiosas o maledicentes. Pero todas, no obstante, aún éstas, no son más que un reto que nos pone a prueba para superarlo.
San Benito recuerda al abad que uno de sus cometidos es la corrección. Se lo recuerda porque sabe que es un cometido incómodo. Y se lo recuerda con una advertencia: Cuidado no le vaya a suceder como a Elí, sacerdote del santuario de Siló, que no supo corregir a sus hijos a tiempo y éstos terminaron haciendo cosas injustas y sacrílegas, muriendo el padre y los hijos (1 Sam 2, 12-34; 3, 14; 4, 12-18). Dice el patriarca: Y no disimule los pecados de los que delinquen, sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su energía, acordándose de la condenación de Elí, sacerdote de Siló.
Cuando nos cuesta hacer algo, solemos buscar una justificación para evitarlo. Hay superiores (y padres) que evitan corregir con la excusa de que los hermanos son mayores de edad y debieran saber lo que tienen que hacer como religiosos. Cuando he escuchado eso, siempre me ha sonado a una justificación que tiene nefastas consecuencias en las comunidades.
Ciertamente que en ocasiones la corrección se hace especialmente difícil por la actitud negativa del corregido. A veces puede pensar que le han hecho una grave injusticia y reaccionar de forma exagerada. No es raro encontrarse con personas que se creen extraordinarias y no saben afrontar lo ordinario de la vida. Como quien cree amar a todos sin amar verdaderamente a nadie con un amor de donación dolorosamente exigente. Es el peligro de las sublimaciones o ingenuidades espirituales que tantos engaños traen consigo, rebelándose cuando se topan con las exigencias de la vida concreta.
La corrección es algo cotidiano, algo que nos acompaña desde niños. Los padres y los adultos nos corrigieron de pequeños, y esa corrección la seguimos experimentando en la adolescencia, la juventud y la adultez. Si no nos corrige el guardia de tráfico, lo hace Hacienda, el hijo, la pareja o el jefe en la oficina. Y también los abuelos son corregidos, aunque en su caso sean más quejas por sus torpezas que correcciones propiamente dichas.
Ante eso, nos podemos parapetar en una pretendida defensa de la dignidad de la persona para eludir la corrección. Es mucho más fácil corregir a un niño que a un adulto con mentalidad de niño. El niño se mueve más por los afectos, por lo que el abrazo después de la corrección borra la dureza de ésta. Pero el adulto que no ha madurado, recibe la corrección como un atentado contra su persona, y si se le abraza a continuación, lo considera como una insoportable manipulación que busca suavizar el error del que lo corrigió.
Es muy difícil dejarse corregir y mucho más hacerlo y hacerlo con acierto. Sin duda que hay que estar atentos al nacimiento de los vicios y saber estar ahí. Pero ¿qué hacer cuando los vemos? ¿No será un poco exagerado lo que nos dice San Benito?: los pecados… tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos (el abad) de raíz con toda su energía. ¿Hay que extirpar todo vicio nada más que aparece? ¿Es una forma buena educar tratando por todos los medios que el niño no se caiga nunca? ¿No producirá un rechazo profundo en el niño que no le dejan inspeccionar la vida por sí mismo? ¿No estaremos impidiendo crecer como persona al individuo, al no dejarle tomar decisiones libres aunque se equivoque? ¿No le estaremos evitando una lucha interior necesaria para optar en libertad sobre lo bueno dejando lo malo? ¿No puede resultar agobiante el excesivo celo de los padres o los superiores religiosos que aparecen actuando en el mismo instante en que surge la prueba?
Ciertamente que los superiores (y los padres) no pueden eludir su obligación de estar atentos y corregir, pero tampoco pueden exasperar ni eximir a sus hijos o hermanos de ser ellos quienes tomen sus propias decisiones coherentes con la vida y la fe que han abrazado. Fijémonos que San Benito no pretende extirpar de raíz “las tentaciones” o las pruebas cuando aparecen, es decir, los posibles peligros que nos presenta la vida, a pesar de ser prudentes. Lo que busca extirpar de raíz son “los pecados”, esto es, la caída en la tentación. ¿Cómo? No tanto impidiendo a ultranza nuevas ocasiones, cuanto no disimulando los pecados, poniendo al hermano frente a sus actos, avisando y corrigiendo, aunque lo haga con amor.
No se trata de pretender limpiar demasiado la vasija con el riesgo de que se rompa, pero tampoco de dejar que crezca negligentemente la suciedad. Es necesario confiar en los hermanos, saber que ellos también deben hacer un camino aunque tenga sus riesgos, sin que ello signifique callar o tratar de evitar peligros innecesarios. Confieso que a veces es muy difícil saber estar en el momento apropiado y de la forma adecuada. En el ejercicio de esta misión es necesaria la oración de todos y la colaboración de todos, sabiendo que todos somos responsables y a todos nos podrán decir lo que se dijo al sacerdote Elí.
Para que la corrección sea eficaz y menos dolorosa, todos tenemos que crecer en una visión de fe. El abad, para no dejar de realizar su cometido con amor y discreción; los hermanos, para acoger el aviso como una gracia de Dios que algo le quiere decir. Un pastor que ve venir al lobo y no avisa, es mal pastor. Tiene que avisar a pesar de sus propias debilidades.
Es cierto que cuando el modelo de vida es impecable, parece que aumenta la autoridad moral, pero, paradójicamente, puede inducir a la soberbia del que se olvida que todo es pura gracia, o desanimar a los que se ven débiles y sin fuerzas para alcanzar una perfección en la virtud. El niño idealiza a sus padres, no viendo en ellos limitación alguna. El adolescente que ve a su padre “demasiado perfecto”, se siente abrumado, aumentando en él la necesidad de “matarlo” psicológicamente para poder ser él mismo. El joven se siente animado en su lucha interior cuando ve en sus mayores personas que han pasado por lo que ellos están pasando, y cayendo y levantándose se han mantenido en el camino. El adulto maduro sabe ver las cosas con realismo y esperanza.
Eso mismo sucede con el abad para con sus hermanos, según el momento espiritual en el que se encuentren. Las propias debilidades inducen al abad a mostrarse con respeto y comprensión ante las debilidades de los hermanos. Es la lección de la vida misma, la del padre que al educar a sus vástagos se acuerda de cuando él era hijo, o la de los esposos, que ven en su pareja sus propios defectos. Asumir eso da sabiduría, estimula en el camino y alimenta el respeto hacia los demás. Temer guiar a otros por ser consciente de las propias debilidades, o hacerlo a la defensiva, escondiendo a ultranza los propios defectos, es algo frustrante. Cuando el superior ha pasado por las mismas pruebas en las que ve a sus hermanos, le hace creer más en la capacidad de conversión y en la fuerza de la gracia. Por eso, el abad que ha pasado por la prueba se siente impulsado a ayudar al que está pasando por ella, sabiendo que es posible dar ese paso de vida-muerte, muerte-vida, que conlleva todo acto de amor y fidelidad, y ello sin condenar, diciendo con aquel autor que veía unos condenados camino de su ejecución: “De no ser por la gracia de Dios, ahí iría yo”.
En la corrección hay que distinguir las faltas que conllevan muerte y las que no. En una discusión de los fariseos con Jesús, éste les aclara cuales son las cosas que dañan verdaderamente, no son las deficiencias cotidianas, sino los malos deseos que brotan del corazón y atentan contra la propia dignidad o la de los demás: Del corazón salen las malas intenciones, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las injurias, eso es lo que contamina al hombre (Mt 15, 18-20).