Las experiencias en la vida son infinitas y nadie vive lo suficiente para tenerlas todas. La experiencia de vida es una y quien la tiene las tiene todas, pues se trata de tener experiencia de vida y no acumular muchas experiencias vividas. Supongamos que tengo una semana de vacaciones y mi ilusión es nadar. Me dan dos opciones: ir a un lago bonito a pasar allí la semana nadando lo que quiera o ir a quince lagos distintos, pero muy semejantes, llevándome en helicóptero de uno a otro. Esto es lo que nos puede suceder en la vida. Olvidados de aprovechar todo el tiempo que se nos da para vivir allí donde nos encontramos, nos creamos la necesidad de perder la mitad de nuestra vida cambiando de lago para hacer lo mismo que estábamos haciendo. ¿No es un engaño? ¿O quizá sea un intento de justificar nuestro aburrimiento de vivir, buscando cambiar las formas externas de la vida? Generamos en nosotros la ilusoria necesidad de tener que dejar de hacer lo que queremos hacer para buscar otro sitio donde poder hacer lo mismo. Nos perdemos en el hacer olvidando el ser, algo siempre presente hagamos lo que hagamos.
El espíritu no envejece porque transciende el tiempo, por eso se centra en el ser. Nuestro ego quiere aparentar, necesita sentirse vivo y se desvive moviéndose sin parar porque el tiempo se le va. Por eso es comprensible que el trajín del mundo no comprenda la quietud del espíritu, sintiéndose contrapuestos. Una contraposición que, paradójicamente, ayuda a descubrir en ocasiones el estado de locura en que vivimos, suscitándose un deseo repentino de espiritualidad, de volver a la fuente, de vivir en nuestro ser del que nos habíamos apartado. Eso está bien, pero algo muy distinto es tener la constancia suficiente para perseverar en ello.
En el ser reina la quietud. Por eso la quietud es la forma de vivir en nuestro ser. Es como la fuente de todo. Entrar en contacto con nuestro ser supone un trabajo de pacificación, entrar en nosotros mismos dejando por momentos lo que hacemos, pensamos o sentimos. Es un camino en el que confluye lo físico, lo psíquico y lo espiritual. Tomando conciencia de nuestro mismo cuerpo y de cada una de sus partes, percibiendo la vida que late en ellos, pacificándonos al acogerlo. Un camino en el que también ayuda fijar nuestra mente en la respiración, sin más, como expresión de vida, la vida del espíritu al que llamamos del mismo modo que al aire que respiramos: “pneuma”. Camino de nuestra mente al no hacerle más caso que el imprescindible cuando tenemos necesidad de reflexionar. Camino del espíritu que nos trasciende mientras nos habita. En la quietud reside la fuente del ser, en donde todo confluye al ser el origen de todo y de donde todo mana.
De alguna forma, cuando nos acercamos a nuestra fuente, a nuestro origen, a nuestro ser, entramos en nuestra casa. Acostumbrarse a entrar en ella, a sentir su quietud, es como vivir en ella, sin que nuestras salidas sean un alejamiento o dispersión, sino un quehacer necesario por nuestra condición corporal, algo que no tiene por qué alejarnos de nuestro ser. Quien habita su ser desconcierta en su hacer porque actúa de otra manera, con otro criterio de valores, con el dominio de sí mismo, con la paz que mana de su interior y sin la ansiedad que brota de su no-ser. Se vive en el mundo siendo consciente que no se es del mundo. Como nos dice San Pablo cuando nos invita a vivirlo todo “como si no”. No se trata de renunciar por renunciar, sino de no aferrarnos a las apariencias viviendo en lo esencial: Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones (1Co 7, 29-32). La expresión “como si no” no niega una realidad, sino que expresa una actitud ante la misma. San Pablo no nos invita a la indiferencia ante las realidades del mundo, pues eso nos podría llevar a la falta de compromiso, sino más bien se trata de una relativización ante la inconsistencia de las cosas. Una relativización que nos hace libres.
Hacer el camino al propio ser, tener experiencia de él, aunque sea débilmente, es lo que nos transforma y hace libres. Si no lo hacemos, sabremos mucho, pero no viviremos, conoceremos el camino de la libertad, pero no seremos libres, podremos indicar a otros el camino de la paz, pero no viviremos en paz. La vida monástica ayuda a ello, pero no lo garantiza por sí misma.
Todos nosotros somos muy distintos, por eso podemos comprender que no a todos nos sirve el mismo camino. Lo importante es la experiencia de nuestro ser, la fuente de todo, donde habita el mismo Dios, aunque lleguemos por caminos distintos. El ser habita en nosotros, pero también en cada criatura y en cada cosa. La mirada contemplativa nos ayuda a percatarnos de ello y a actuar en consecuencia. La hermosa invitación de San Benito a considerar todos los objetos como vasos sagrados del altar nos impulsa a tener una mirada más allá de las apariencias, algo que nos transforma y nos lleva a tratar con gran respeto a todos los seres vivos y aun a los objetos.
Otro camino para adentrarnos en nuestro ser es el de parar nuestra mente fijándonos de forma contemplativa en algo, sin reflexionar sobre ello ni valorarlo, simplemente contemplándolo y acogiéndolo. Algo que podemos hacer cuando contemplamos una planta o cualquier ser inanimado, dejándonos embargar por su pacífica presencia, por lo que es. Si todos los seres alaban a Dios siendo lo que son, contemplarlos nos lleva a su ser, a su fuente, donde radica el mismo Dios, lo que nos ayuda a conectar con nuestro propio ser.
Más que intentar conseguir algo se trata de dejar libre la entrada para que pueda pasar. Si estamos en una habitación aromatizada por flores espléndidas, lo único que tenemos que hacer para gozarnos de su olor es dejar de taparnos la nariz.
Con frecuencia deseamos hacer grandes cosas por Dios y para ello dejamos de contemplarlo. Por eso el Señor nos invita una y otra vez a ser sencillos, a fijarnos en lo humilde, a desprendernos de todo, pues es él quien actúa a través nuestro y no nosotros en favor suyo. Por eso los momentos de mayor gracia y contemplación surgen cuando nos despojan de aquello que nosotros mismos hemos atrapado y de lo que no hemos sabido despojarnos. Hemos de dejar de hacer para dejarnos hacer. Y solo cuando esto haya ocurrido, el hacer inevitable de la vida brotará de una fuente no contaminada y liberada de su ego. Por ello su fruto será mayor y más duradero aun cuanto nada se vea en el momento presente, pero que sí lo intuye nuestro yo profundo capaz de transcenderse en el tiempo. Es lo que sucede en los momentos difíciles de crisis personal, comunitaria, eclesial o social. Entonces no vemos nada y la tristeza nos invade, pero quien tiene fe sabe en lo profundo del alma que se trata de una purificación, de una puerta que nos abre a la vida. Y aun sabiéndolo, no por ello desaparecen la lucha ni el sufrimiento, pues es lo que toca en ese momento.