Así como solemos mirar las cosas sin prestarles demasiada atención, quedándonos en su figura externa, así sucede con la presencia de Dios en nosotros. Somos portadores de un tesoro y podemos vivir como indigentes que lo desconocen. La quietud del corazón es lo único que nos permite percibir más nítidamente esa presencia, no con los sentidos exteriores, sino con los interiores.
Quien se adentra en esa presencia interior nos puede desconcertar, pues es ahí donde surge la creatividad, la belleza o el amor, más allá del utilitarismo y la racionalidad de nuestra mente, que es más lógica, más previsible, más llena de “sentido común”. Por eso las personas espirituales nos desconciertan por su libertad y diferente perspectiva. Son como el Espíritu del que nos habla Jesús, que notamos su presencia como la del viento, pero no sabemos de dónde viene ni a dónde va. Y no me refiero a esos que nos sorprenden porque necesitan singularizarse y ser originales para alimentar su ego, sino a los que saben mirar más allá de las apariencias, actuando de una forma que nos cuesta comprender porque gozan de la libertad del Espíritu que los habita.
Cuando tomamos conciencia de lo que somos verdaderamente, tomamos conciencia de la divinidad que nos habita y conforma. Jesucristo, el hombre perfecto, es la encarnación de Dios. Cuando dijo: Antes de que Abrahán fuera, Yo soy (Jn 8, 58), no dijo que fuera más viejo que Abrahán, como algunos le entendieron al no poder rebasar las categorías temporales, sino que dijo “Yo soy”, recordando la respuesta dada por Dios en la zarza ardiendo a Moisés. Y es que el ser es desde siempre. No fue ni será, es. Como dice la traducción de los LXX: Yo soy el existente. Ese es el Nombre de Dios que Jesús nos da a conocer: He manifestado tu Nombre a los que me diste (…) Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer (Jn 17, 6. 26). Quien ha conocido ese Nombre, ¿cómo no nos va a desconcertar si vive desde él?
El ser es algo que está en la raíz, como si sustentara a todo lo que existe en el tiempo transcendiendo el mismo tiempo. Lo que hacemos termina desapareciendo y nos olvidamos de ello enseguida. Nuestro ser perdura siempre porque participa de algún modo del ser de Dios. Conocerlo nos proporciona una forma nueva de existencia. Quien toma conciencia de ello vive para siempre, ya no puede morir porque su ser es eterno y vive desde él, no desde lo que hace o siente. De ahí la forma tan distinta de afrontar la realidad que tienen los místicos que viven así, muy lejos de su ego y sin dejarse atrapar por las realidades temporales. No son ajenos a ellas, pero las viven de otra forma, desde su ser.
Y por la ley de la semejanza sucede algo interesante. Cuando uno vive desde su ser es capaz de reconocer a los otros desde su propio ser, sin dejarse condicionar por las apariencias. Fijaros que esto tiene mucha importancia a la hora de construir la comunidad. A una comunidad hay que dinamizarla con proyectos comunes, estimulando el crecimiento personal de cada uno de sus miembros, creando ámbitos de encuentro y de relación donde poder compartir nuestra vida más personal (ideas, sentimientos, emociones, anhelos, dificultades, etc.) y también posibilitar la reconciliación reconociendo nuestras faltas y dándonos mutuamente el perdón. Incluso se pueden trabajar diversas técnicas psicológicas y grupales para afrontar las dificultades o bloqueos que puedan surgir. Pero todo eso, a pesar de su importancia, no es suficiente para crear una verdadera comunión si no hay un cambio de mirada. Es el cambio de mirada del que os hablo, que brota de la experiencia de nuestro propio ser y de Dios que nos habita. Solo entonces alcanzaremos a ver a los demás como Dios los ve y nos fijaremos más en lo que son que en lo que hacen, antepondremos su ser a sus apariencias, nos fijaremos más en su valor como personas que en sus capacidades personales. Es entonces cuando no solo cambia nuestra mirada frente al hermano, sino también nuestros sentimientos y nuestra delicadeza en el trato, que irá creciendo junto con un mayor respeto. Un respeto que exige un reconocimiento del otro, un fiarme de él sin juzgarlo por las apariencias, un no violar su intimidad ni maltratarlo o privarlo de lo que está usando, un no tomar lo suyo sin su permiso o previo aviso, etc.
Por todo esto es tan importante que en la formación se enseñe a trabajar el propio corazón. El camino monástico nos ofrece unas herramientas y estilo de vida que nos ayudan a alcanzar lo que anhelamos, pero su cumplimiento meramente externo lo único que nos proporciona es una cierta seguridad personal y comunitaria. Mientras no hagamos el camino del corazón no habrá transformación. De ahí las sorpresas que surgen de vez en cuando al ver a personas aparentemente estables en su vida espiritual que cometen aberraciones, o que cuando viene la dificultad lo dejan todo de forma abrupta, o que parecen ser un modelo de vida y son incapaces de aceptar a los demás y es difícil convivir con ellos.
La formación en el trabajo del propio corazón es mucho más lenta y, con frecuencia, no vemos los frutos a corto plazo, pues requiere una decisión interior que, a veces, tarda en llegar. Es mucho más fácil y rápido obligar a alguien a someterse a algunas normas externas por temor a ser reprendido o que las asuma para conseguir algún beneficio. Aunque esto haya que hacerlo como ayuda en nuestro camino, no nos quedemos en ello, pues solo sirve para aliviar el hambre de hoy sin garantizarnos un sustento duradero.