Hay una sentencia de Jesús que es llamada con frecuencia la “regla de oro” y que encontramos también en otras corrientes religiosas. Se trata de una sabia norma de convivencia: “tratar a los demás como nosotros queremos ser tratados”.
En la Antigüedad y en el judaísmo se conocía esta máxima sobre todo en su forma negativa: No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti (Tob 4, 15). Idea que se seguirá recogiendo en algunos escritos cristianos primitivos, como la Didajé: “Todo cuanto quisieres que no te suceda a ti, no lo hagas tú a los demás” (Didajé 1, 2). El evangelio le da la vuelta para ponerlo en positivo: Así, pues, todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas (Mt 7, 12). Aspecto que también llegamos a encontrar en el AT: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lv 19, 18). En relación con esto es conocida la frase atribuida a Rabbí Hillel respondiendo a un discípulo que le pidió le resumiera toda la Ley mientras él se mantenía apoyado en un solo pie: “Lo que te desagrada no lo hagas a otro. Esto es toda la Ley; el resto es comentario”.
Las ideas llegan al corazón cuando son sencillas, claras y contundentes. Todos sabemos cómo nos gustaría ser tratados, pues tratemos así a los demás, esa es la síntesis de todos los mandamientos, algo común también a otras muchas tradiciones religiosas, especialmente las monoteístas. Todos tenemos derecho al amor como hijos de Dios. Una visión diferente a la de aquellos ámbitos religiosos más clasistas donde se atribuye al individuo la responsabilidad de sus males como consecuencia de una vida anterior de pecado suyo o de sus padres (judíos: ciego de nacimiento), o por una reencarnación lamentable tras una vida anterior reprensible. Una visión peligrosa de la que tampoco nosotros estamos completamente libres, pues podemos justificar el no ayudar a los demás atribuyéndoles responsabilidad sobre su situación.
Más allá de esas justificaciones para desentendernos del hermano, Jesús es claro: tratad a los demás como queráis que ellos os traten y no hagáis el mal que no os gustaría que os hicieran, así estaréis cumpliendo los mandamientos de Dios, al menos en nuestro trato con el prójimo. Si eso es así, sabremos cómo actuar cuando vemos que alguien hace algo bueno o malo. ¿Me callo su buena acción? ¿Publico sus caídas? Con esta norma general no nos resultará muy difícil saber lo que tenemos que hacer en cada momento, aunque no lo hagamos.
Es muy importante saber que esto es lo principal de la ley. Está bien que busquemos mejorar en la forma de hacer las cosas, pero lo primero es ver cómo mejoramos en el amor, en nuestra relación con los otros. Una vez que estemos bien centrados en esto, nuestro empeño por mejorar en lo demás será más auténtico. Y una cosa podemos tener segura, si vivimos el amor fraterno como nos dice Jesús, estaremos viviendo el amor de Dios, como nos decía San Ireneo en su famosa frase: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. Seamos causa de vida para los demás, incluso para los que han caído, y no causa de tropiezo para el que se tambalea. Nuestra vida de oración será el momento propicio para comprender todo esto y hacerlo nuestro mediante la transformación del corazón.
Sin embargo, la experiencia nos hace constatar que tenemos deseos buenos, pero nuestro corazón es duro y no aprendemos con facilidad. Un ejemplo de la vida cotidiana lo tenemos en los juicios que hacemos de los demás en el trabajo que desempeñan. Muchas veces me he dicho que es bueno que todos pasemos por los cargos de todos para darnos cuenta de lo que supone cada cargo y evitar así la crítica fácil de los demás. Pero la experiencia me dice que eso no basta, ni mucho menos. Si no cambiamos el corazón, la mera experiencia no nos enseña. Uno puede criticar a otro que su trabajo no es para tanto, que parece mentira que no colabore más en los trabajos comunes, pues seguro que le sobra tiempo, etc. Llega un día en que este hermano que critica le toca desempeñar el cargo del criticado y quizá empiece a comprender algunas cosas, pero enseguida comenzará a actuar como el otro hermano, y si le haces ver que está haciendo lo mismo, te dirá que las cosas son diferentes, que él tiene otras cosas que hacer, que dedica más tiempo, etc., sin darse cuenta de que al anterior le sucedía lo mismo. No basta con pasar por la misma situación si no purificamos la mirada y el corazón. Ante esa actitud muchas veces lo mejor es el silencio, pues si el Señor no abre los ojos y uno mismo no abre el oído del corazón, lo que se le diga no provocará más que irritación, pues notas que está muy a gusto viviendo encerrado en su cascarón de incienso y victimismo, con la certeza de que los demás no le comprenden y son culpables. Cuando no hay humildad, los avisos no se aceptan o se reciben como agresiones.
La humildad es el mejor camino para comprender y vivir la “regla de oro” evangélica que acabamos de ver. El soberbio vive encerrado en sí mismo y solo es sensible a lo que le afecta. El humilde vive olvidado de sí y es sensible a lo que el otro padece porque lo siente como propio, no como diferente ante el que se compara.
El amor es difícil, bien lo sabemos, porque tiene mucho de renuncia personal. No es tan fácil amar al prójimo como a uno mismo porque no es tan fácil sabernos un solo cuerpo para acogerlo como a uno mismo. Por eso el Señor nos habla de la puerta estrecha, es decir, que debemos hacer contorsionismo y adelgazar si tenemos sobrepeso de nosotros mismos. Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! (Mt 7, 13-14). Esta es la doctrina de los dos caminos, un tema muy extendido en el judaísmo y que pasó al cristianismo primitivo con fuerza.