En la doctrina de los dos caminos debemos elegir entre el bien y el mal. El mal suele ser atractivo y sencillo al dar rienda suelta a nuestras pasiones, produciendo un placer inmediato y consecuencias dolorosas, mientras que el bien supone un mayor esfuerzo y renuncia personal al tener que dominar nuestras pasiones, pero suele aportar a la postre una dicha mayor. Es algo de lo que todos tenemos infinidad de experiencias en la vida.
El libro del Deuteronomio nos presenta la Alianza del Sinaí entre Dios y su pueblo como un contrato. Antes de la entrada en la tierra prometida, Moisés recuerda al pueblo las consecuencias de su fidelidad o su infidelidad, ellos deben elegir. Así les dice: Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo os declaro hoy que moriréis sin remedio; no duraréis mucho en la tierra adonde tú vas a entrar para tomarla en posesión una vez pasado el Jordán. Hoy cito como testigos contra vosotros al cielo y a la tierra. Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que viváis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a él, pues él es tu vida (Dt 30, 15-20). Ese es el mensaje central, una invitación a elegir la Vida, a optar por Dios y seguir sus mandamientos. Alejarse de Dios y sus mandamientos es alejarse de lo que nos vivifica realmente.
El salterio comienza también reconociendo la disyuntiva que todos tenemos en la vida ante la elección del buen o mal camino, invitándonos a elegir la senda correcta: Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, …, sino que su gozo es la ley del Señor (Sal 1, 1-2). Recogiéndonos también la comparación del profeta Jeremías: Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento (Sal 1, 3-4; cf. Jr 17, 8).
Al contraponer los dos caminos quiere resaltarnos la felicidad a la que nos llevará el seguir la Ley del Señor. No se trata de soportar una pesada carga o limitarse a cumplir la obligación de un contrato, sino que nos anuncia la felicitad a que nos conduce tal camino. El justo sigue un camino y el impío otro muy diferente. Escuchar al impío nos puede llevar a cambiar de camino y recibir sus frutos de amargura, ya que el camino de los impíos acaba mal. Los demás libros sapienciales insisten en el mismo tema utilizando otras comparaciones, como el libro de los Proverbios: La senda de los justos es como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día, mas los malvados caminan en tinieblas, y no saben dónde tropiezan (Pr 4, 18-19). Luz y tinieblas son sinónimos de una vida feliz y plena y de una vida fracasada y autodestructiva. Y el Sirácida nos dice de forma lapidaria: Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera (Eclo 15, 17).
El evangelista Lucas habla de este tema cuando Jesús se está dirigiendo a Jerusalén pasando por ciudades y aldeas. Entonces uno le pregunta si son pocos los que se salvan, a lo que el Señor responde: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán (Lc 13, 23-24). Aquí se añade otro aspecto. El camino que lleva a la vida y a la felicidad plena no solo es estrecho, sino que exige diligencia por recorrerlo, pues la puerta que hay que atravesar no siempre estará abierta. Quien demora la conversión para mañana, volviendo a decir al día siguiente: “mañana”, se arriesga a encontrarse con la puerta cerrada. Entonces, por más que se intente, ya no se podrá. Es el tiempo de nuestra condición mortal, que se acaba inexorablemente.
El tiempo no es más que el momento de salvación para hacer nuestro camino, la oportunidad para transformar el corazón. Es la oportunidad que tenemos para “hacer”, lo que terminará modelando nuestro “ser”. Cuando el tiempo se acaba se medirá en qué situación se encuentra nuestro ser. La gracia siempre nos acompaña, pero nuestra respuesta a la gracia es una decisión libre muy personal. Está bien que limpiemos nuestra ropa cuando se mancha de barro (sacramento de la reconciliación), pero lo verdaderamente trascendente es la transformación del corazón que se ha realizado en nosotros. Dios nos puede dar su perdón, pero cada uno de nosotros tiene la llave de su trasformación.
La Didajé, que se centra en la doctrina de los dos caminos, nos resume sencillamente el camino que lleva a la vida y nos da la felicidad: “Hay dos caminos, el de la vida y el de la muerte, y grande es la diferencia que hay entre estos dos caminos. El camino de la vida es éste: Amarás en primer lugar a Dios que te ha creado, y en segundo lugar a tu prójimo como a ti mismo. Todo lo que no quieres que se haga contigo, no lo hagas tú a otro” (Didajé 1,1-2). Luego sigue detallando ambos caminos bajando a lo concreto según la doctrina evangélica y de los apóstoles.
Esta visión es bastante común a toda la humanidad. Es la ética y la moral, que nos enseñan a actuar de forma adecuada para nuestro crecimiento personal y para tener unas buenas relaciones con los demás e, incluso, con la naturaleza. Hasta ese punto podemos estar todos de acuerdo, aunque varíen algunas expresiones éticas según las culturas. ¿Pero qué lugar ocupa Dios en todo esto?
La semilla de Dios, su Espíritu, la fuente de la Vida que supone, se encuentra en el corazón de todas sus criaturas, se quiera o no se quiera. Es como la luz del sol, que ilumina más allá de nuestra ceguera o de que el cielo esté o no encapotado. Por eso no debemos mirar con sospecha al no creyente, sino que somos nosotros los que nos debemos sentir afortunados y transmitir esa alegría. El no creyente se plantea una ética para orientar su vida que está iluminada por la luz de Dios, aunque pueda tener otras influencias. El creyente plantea su ética dejando que Dios entre en su vida. Por eso se pone a Dios en el origen directo de nuestra ética, hablando de los mandamientos de Dios o de la palabra de Dios expresada en los libros sagrados. Lo verdaderamente importante no es la forma cómo se expresa esa inmersión de Dios en nuestra vida (relatos bíblicos), sino la misma realidad que significa: vemos en nuestra ética la acción del Espíritu de Dios en nuestras vidas y nos abrimos a su providencia y a una relación de amor.
Por ese motivo nuestra elección entre el buen camino y el mal camino, entre el bien y el mal, lo unimos a nuestra opción o rechazo de Dios. De forma que la elección de un no creyente se queda en la segunda parte de los mandamientos: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, mientras que la elección del creyente añade la primera parte: “amarás a Dios sobre todas las cosas”, en íntima unión con la segunda. Alegrémonos por ello y compartámoslo con quien esté dispuesto a escucharlo.