No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud… El tema que subyace en esta expresión surge con frecuencia en las relaciones humanas, cuando chocan temperamentos diferentes y formas distintas de ver las cosas. Todo grupo humano necesita unas normas para poder convivir. Esas normas son fruto de la propia cultura y de la necesidad de tener unas reglas de convivencia que cohesionen al grupo y le permitan vivir en equidad, protegiendo los derechos de cada uno. Pero como las sensibilidades de sus miembros son diferentes, cuando no se tiene paciencia o capacidad para soportar al diferente es normal que se sienta irritación y deseo de someterlo, para lo que se acude a la literalidad de la ley, al argumento de autoridad, al rubricismo. ¡Hay que hacer esto porque así está mandado!
El problema es que siempre acudimos a la letra de la ley cuando nos interesa, cuando creemos que respalda nuestra postura, y lo hacemos de una forma curiosa: si la ley escrita nos avala, acudimos a su literalidad, pero si no coincide exactamente con nuestra opinión, acudimos al espíritu de la ley y a su flexibilidad. En el fondo podríamos preguntarnos si nos importa tanto la ley o el imponer nuestro criterio y hacer desaparecer lo que nos incomoda de los demás.
El Señor nos invita a no caer en un relativismo interesado ni en un literalismo igualmente interesado. Él no ha venido a abolir la ley, sino a darle plenitud. Esa plenitud no consiste en radicalizarla ni en relativizarla según nos convenga, sino en vivirla a otro nivel, desde el corazón, yendo a la fuente de donde brotan las buenas acciones y también las malas, al origen de su bondad y de su maldad antes incluso de realizarlas. La plenitud de la ley es ir al corazón. Por eso es tan arriesgado juzgar desconociendo las motivaciones del corazón del hermano, y mucho más cuando se juzga ligeramente sin haber entrado siquiera en un diálogo que busca la verdad con benevolencia.
En este sentido el Señor es tajante y duro: si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Son palabras que llegan a desconcertar. Menciona a los escribas y fariseos que son los mejores conocedores y cumplidores de la ley. Y no los acusa porque sean unos corruptos que se aprovechen de su condición para cometer fechorías. Jesús los acusa porque viven la ley de una forma externa, no desde el corazón, lo que los endurece levantando el dedo acusador para con los demás sin vivir ellos mismo los preceptos de la ley con autenticidad. Limitarse a cumplir la ley externamente nos deja fuera del reino de los cielos. Tampoco dice que se vayan a condenar, sino que no entrarán en el reino de los cielos, el reino del Espíritu que nos hace felices por vivir en Dios, haciendo de Dios-amor el rey de nuestra existencia. Cuando nuestro rey es la ley, no pasamos del temor y nuestro corazón se nos endurece frente a los hermanos.
Y para explicarnos a qué se refiere, el Señor repasa algunos de los mandamientos del decálogo. El primero que menciona es el “no matarás”. El Señor de la vida no acepta que nadie se arrogue el derecho de destruirla. Dentro de nosotros está arraigado un instinto muy fuerte que protege la vida y la destruye. Es el instinto primigenio de supervivencia. La gestión que tengamos de ese instinto tiene mucho que ver con la visión que tengamos de nosotros y de los que nos rodean.
Hay un instinto primario: tengo que defender mi vida. Por eso me cuido, pero también trato de eliminar todo aquello que me puede hacer daño, por lo que no dudamos lo más mínimo en matar a una araña si está merodeando en nuestra habitación. Quien vive solo o está centrado completamente en sí mismo, pondrá todo en función de sí mismo, tratando de proteger su propia vida. En la medida en que va abriendo su espectro vital y hace a otras personas parte de sí mismo por los lazos del amor, ese instinto de protección se amplía. Es lo que sucede a los padres con sus hijos, por los cuales estarían dispuestos a dar su vida para salvar la de ellos, pues los ven algo de sí. Es lo que sucede también con dos personas que se aman profundamente compartiendo su existencia. En el fondo, la situación no ha variado demasiado: seguimos moviéndonos por el instinto de supervivencia y protección sobre nosotros mismos, que ahora se ha ampliado al haber aumentado nuestra realidad personal por el amor.
Pero, como digo, solo si abrimos el abanico de nuestro yo a los demás, sintiéndolos como algo propio, buscaremos defender la vida de los otros evitando hacerles daño.
Jesús nos recuerda el mandamiento “no matarás”. Un mandamiento que se puede vivir como ley externa por miedo al castigo, o desde el corazón. El castigo futuro y el castigo de las leyes sociales nos sujetan como la cuerda a un perro para que no haga daño a los demás. Ciertamente que el Señor no viene a abolir esa cuerda, pues son muchos los que viviendo desde sí mismos podrían hacer daño grave a los demás, especialmente a los más débiles. Pero nos pide mucho más, nos pide que ni siquiera sintamos el deseo de matar al considerar a los demás como a uno mismo.
Y la sensibilidad va creciendo según crece el amor. No basta con no matar, sino que el que ama trata de no hacer daño tampoco con su palabra, con el insulto o denigrando al otro. Sabemos que la indiferencia llega a matar a algunas personas, como daña el desprecio o la falta de confianza o la palabra inoportuna.
Estamos tentados de suprimir la vida que nos resulta molesta o nos puede complicar, como si así quitáramos el problema que nos impide vivir felices y sin problemas (aborto, eutanasia, refugiado desesperado, pobres, adictos, etc., o nosotros mismos cuando nos rechazamos). En el fondo eso es un reflejo de que amamos más nuestro bienestar que la vida en sí misma o, dicho de otro modo, amamos a los demás por el beneficio que nos ofrecen, mientras que los odiamos por el malestar que nos provocan.
Y nuestros actos tienen siempre sus consecuencias más allá del castigo que podamos recibir si son malos. Quien tiende a quitar de en medio al que le molesta, es decir, quien mata la vida para estar más tranquilo, es probable que poco a poco se vaya quedando infecundo, estéril. Sucede también con las comunidades. Cuando no amamos la vida que Dios nos ofrece en forma de nuevas vocaciones simplemente porque nos molestan, estamos quitándonos la vida nosotros mismos. Cuando pesa más nuestro gusto personal o falta de paciencia a un verdadero discernimiento que pudiera llevarnos a aceptar a alguien que intuimos tiene vocación a pesar de que sus formas nos incomoden, es probable que vayamos haciendo a la comunidad más infecunda. El dador de la vida termina por confiar la vida a aquellos que la cuidan, que la acompañan y la hacen fructificar, no a los que se cierran sobre sí mismos esperando ser alimentados antes que dar la propia vida. Algo parecido recriminaba el profeta a los falsos pastores que se quedaban con las ovejas gordas y desechaban las más débiles por propio interés.
No matarás al fuerte y no matarás al débil. No matarás al que te cae bien y no matarás al que despierta tus envidias, tus celos, tus complejos, tu impaciencia. ¡Qué peligroso es tener en nuestras manos el cuchillo o poder de decisión o autoridad que puede matar o apartar al débil y molesto si no somos verdaderos amantes de la vida! A los ojos de Dios la vida es muy valiosa, es sagrada e inviolable.
Todo el que aborrece a su hermano es un asesino (1 Jn 3, 15). ¿Somos conscientes de esta expresión? Esa expresión de la primera carta de San Juan expresa lo que Jesús nos dice en el sermón de la montaña: la ira contra el hermano, el insulto y el desprecio son formas de dar muerte. Siendo tan claras las palabras de Jesús, ¿cómo es posible que a veces actuemos con tanta ligereza a la hora de hablar del hermano? Probablemente defendamos con energía la abolición de la pena de muerte porque no hay nunca motivo suficiente para quitar la vida a una persona, decimos, y al mismo tiempo manifestamos mil razones para matar al hermano con el insulto, el desprecio o la difamación sin experimentar el menor escrúpulo. Así es nuestra incongruencia.
Pero el Señor insiste: no te dirijas a mí si no estás en paz con tu hermano, pues Dios es tu padre, pero también el suyo: si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. No solo si yo tengo algo contra mi hermano, sino si mi hermano tiene algo contra mí. Evidentemente no se trata de caer bien a todo el mundo. Si hay algo mío que cae mal al hermano, no es mi responsabilidad. Pero si he hecho algo malo que haya podido dañar al hermano y el hermano se siente herido por ello, sí es mi problema. Necesitamos sensibilidad para percatarnos de ello, pues por lo general se da más cuenta el que recibe el pisotón que el que pisa.
Mayor finura espiritual tienen todavía los que se percatan que pueden estar matando al hermano aún sin que él se dé cuenta. Lo matamos en nuestro interior cuando lo insultamos en nuestra mente, lo juzgamos con ligereza o lo menospreciamos en el corazón.
Somos responsables de la vida de nuestros hermanos, no de lo que hacen, sino de su misma vida. Imaginemos a un hermano que no tragamos, que nos resulta incómodo e insoportable. Cuando lo tengamos en la mente imaginemos que Dios mismo nos pregunta: ¿dónde está tu hermano? Y nosotros, extrañados por no pensar que tuviéramos que ser custodios de tal hermano, le contestáramos: “No lo sé y a mí qué me importa. ¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?” Curiosamente es lo mismo que respondió Caín cuando había matado a su hermano, cuando lo había borrado de su vista.
Matar es apartar, destruir, condenar. Amar es atraer, cuidar, perdonar. Sin la misericordia solo queda el asesinato en alguna de sus formas. Y no basta con no matar, sino que estamos llamados a dar vida.