La senda por la que nos invita a caminar Jesús de Nazaret comienza con las bienaventuranzas, unas bienaventuranzas radicalmente contrarias a lo que solemos buscar de forma natural, no por su fin, que siempre es la felicidad, sino por su inmediatez. La diferencia está en el camino que se sigue. Hay una senda que se parece a las canciones de verano: son atractivas por ser fáciles y pegadizas, pero pronto cansan y se olvidan. Hay otra senda que resulta más difícil, como una melodía más elaborada, pero que cuando se domina produce una gran satisfacción y perdura en el tiempo. También con la vida monástica nos puede suceder lo mismo. Vinimos aquí porque al principio nos parecía atractiva, pero sólo si profundizamos en su experiencia interior se mantendrá atractiva y no tediosa y repetitiva.
Todos buscamos la felicidad y Jesús nos la propone. ¿Pero por qué no ir directamente hacia ella? ¿Por qué el Señor parece ofrecernos la buena ventura pasando por la desventura? Creo que no es más que un acto de realismo por su parte. Si quieres ser un reputado abogado tendrás que pasarte años hincando los codos para aprender leyes, sentencias y mucho más, con sudor y esfuerzo. Si quieres construir un edificio tendrás que dedicar tiempo a preparar el terreno, cavar para poner buenos cimientos y asumir el esfuerzo del trabajo que se quiere realizar. Algo parecido sucede con nuestro edificio interior. Necesitamos hacer un trabajo previo para poder empezar a construir sobre roca.
El filósofo Sócrates comenzaba su enseñanza haciendo tomar conciencia a sus discípulos de su ignorancia, pues solo sabiendo que no se sabe se puede comenzar a aprender. A partir de ahí les enseñaba a escudriñar en lo profundo de sí mismos para descubrir que tenían una ciencia oculta que su presunción de saber les estaba ocultando.
Un cierto parecido con todo esto tiene la enseñanza de Jesús en el sermón de la montaña, cuando les enseña a sus discípulos la nueva senda del evangelio. Comienza con las bienaventuranzas: dichosos los pobres, los mansos, los que lloran, los hambrientos de justicia, los que afrontan pacíficamente la violencia, cuando os insulten y persigan por mi causa… Todo ese sufrimiento abrazado libremente desde la fe tiene la recompensa del reino de Dios, un reino que no hay que esperar disfrutar en la otra vida, sino que lo experimentamos en ésta al saborear la libertad del que elige ser pobre, la fortaleza del manso que vence al soberbio en su propia bravata, el consuelo reconfortante que se da a los que lloran, el reconocimiento que recibe el que trabaja por la justicia, la dichosa benevolencia que experimenta el que es misericordioso, la alegría del limpio de corazón que mira con los ojos de Dios sin ser turbado por los celos, la envida o la maledicencia, los pacíficos que generan la paz de Dios a su alrededor.
¿Por qué son dichosos todos esos? Son dichosos porque han tenido la oportunidad de despojarse o de ser despojados de unas apariencias que no dejan conocer la verdadera felicidad. Ellos han pasado por algo que les posibilita otro tipo de experiencia más fructífera. Son los que se han dejado enseñar por la sabiduría del Maestro interior, recibiendo la felicidad de los predilectos de Dios que disfrutan tanto del hijo que viene que se olvidan del dolor que lo precede, viviéndolo como preludio paradójico de esa felicidad.
Estoy seguro de que todos nosotros hemos tenido esa experiencia en algunas ocasiones. Cuando hemos sometido cualquiera de nuestras pasiones hemos experimentado el malestar de la renuncia y el gozo de la victoria. Igualmente, cuando hemos renunciado a cosas más materiales e inmediatas por un bien superior. San Benito nos dice en el inicio de su Regla que seguir ese camino nos cuesta al principio, pero que si profundizamos en él nos da una gran libertad, dejando de experimentar el malestar del que se va metiendo poco a poco en el agua antes de lanzarse a nadar: No abandones enseguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que al principio debe ser forzosamente estrecho. Sin embargo, con el progreso en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón, con la inefable dulzura del amor, se corre por el camino de los mandamientos de Dios (Pról 48-49). El que no se limita a soportar, sino que elige el camino de la humildad, de la sencillez, del despojo y vacío para ser llenado, experimenta el gozo de esa presencia en su vida que le hace feliz, le da estabilidad y sentido, desconcertando a todos aquellos que viven dependiendo de las cosas, de la aprobación de los demás, de la buena suerte en la vida.
Es por lo que el Señor nos recuerda que nos ha elegido para ser sal y luz en el mundo. Nos ha elegido no por nuestros méritos, sino por su libre voluntad, pero es un don exigente. Su petición es que no seamos sal sosa. ¿Que vemos que los otros no viven según el evangelio?, pues vivámoslo nosotros para dar sabor a la comida sosa. ¿Que vemos que los demás viven con criterios mundanos?, pongamos nosotros la sal de los criterios evangélicos. La sal es poca en el alimento, pero le da un sabor diferente, más agradable, haciéndola más apetitosa. Los grupos humanos cambian mucho cuando en su seno hay algunos verdaderamente buenos. Unos pocos son capaces de salvar el conjunto, como escenificaba el regateo de Abrahán con Dios por Sodoma y Gomorra. Por eso no nos dejemos contagiar por lo insípido de una vida sin Dios, sin el sabor del espíritu, volviéndonos sosos nosotros mismos. Pues si la comida sosa resulta desagradable, mucho más desconcierta estropear un alimento que primero había sido sabroso.
Si el Señor quiere que seamos luz del mundo es para que nuestra luz brille e ilumine el camino, no para que deslumbre a la gente. Nuestra luz deslumbra cuando lanzamos todos los mandamientos sobre el otro con un dedo acusador, cuando exigimos al otro que haga todo lo que se debe hacer, cuando nos lamentamos de lo mal que van las cosas, acusando a los demás de su comportamiento. Nuestra luz ilumina el camino cuando somos nosotros mismos los que vivimos según el evangelio, cuando mostramos con nuestras vidas la senda del evangelio. Entonces somos una luz que no se puede ocultar, pues se ve naturalmente. Esto es más exigente, pues supone olvido de sí mismo, ya que a veces estamos más preocupados de que los demás reconozca la luz que somos que de vivir esa luminosidad que iluminará sin pretenderlo. En definitiva, hace lo que nos dice San Benito: sed santos sin preocuparse por ser llamados santos. Fácilmente podemos constatar esa ambigüedad en nosotros cuando nos molesta que los demás nos acusen de nuestros defectos, es decir, cuando nos señalan aquello en lo que no somos luz.
Jesús nos anima a que nuestra luz brille ante los hombres… para que vean nuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en los cielos. Al final eso es lo más importante. Que nuestras vidas iluminen el camino de los demás hacia Dios, no hacia nosotros. Quien se ha vaciado de sí mismo encuentra más alegría en esto que en la propia alabanza. Es lo mismo que sucede con las bienaventuranzas, cuando se deja la felicidad inmediata para gozar de la más plena.