NADIE SE ATREVA A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO
(RB 70-01)
Tras la prohibición de salir en defensa de los demás, que veíamos en el anterior capítulo, San Benito prohíbe ahora que nadie se tome la justicia por su mano en el monasterio, que nadie se atreva a pegar a otro arbitrariamente: Debe evitarse en el monasterio toda ocasión de propasarse, y así establecemos que nadie pueda excomulgar o azotar a ninguno de sus hermanos, a no ser aquel a quien el abad haya autorizado para ello. “Los transgresores serán reprendidos en presencia de todos, para que los demás tengan miedo”.
Cuando la Regla habla de pegar no sólo se refiere a dar un mamporro a otro, sino a agredirle de múltiples maneras y conscientemente, pues los roces involuntarios son imposibles de evitar en la vida comunitaria. Parece que lo que pretende es evitar que alguno se tome la justicia por su mano, atribuyéndose cometidos que no se le han encomendado, tratando de enderezar la vida de los demás sin que se le haya pedido.
Entre estas dos actitudes -defender y castigar- hay una diferencia substancial. Por regla general, el espíritu de defensa se nos despierta cuando vemos que un hermano es reprendido vehementemente por otro. Sin embargo, cuando alguien actúa mal contra nosotros o hace algo que nos fastidia ya no tratamos de defenderlo, sino que deseamos se le castigue o corrija. Esto nos deja entrever que quizá San Benito no esté tan equivocado cuando pide se deje al juicio del abad la defensa y la corrección para evitar un celo que pudiera no venir de Dios. Es evidente que cuando corregimos o defendemos a otro siempre tenemos razones que nos avalan, pero no debiéramos estar tan seguros de ser buenos jueces cuando somos parte afectada.
Todos necesitamos ser corregidos para crecer. Ya nos dice la Escritura que aquél que no es corregido por su padre es que no es tenido por hijo. También Jesús nos recuerda que somos sarmientos que debemos ser podados por el Padre para dar más fruto. Eso lo sabemos de sobra, pero cuando somos nosotros los corregidos, entonces nos revelamos con poderosas razones, pensando que se nos está haciendo una injusticia, que no se nos entiende debidamente, que el superior nos tiene manía, que no se ataja el verdadero problema -que, casualmente, está siempre en el otro y no en mí-, que otros también hacen eso y no se les dice nada, etc. Todas esas razones en la boca del que está siendo corregido suenan sospechosas, como si fueran un grito para que no se le corrija, para no sentir herido su ego, o un intento de influir en el superior para que otra vez se lo piense dos veces antes de corregirle. Quizá esperamos una corrección o poda del Padre indolora y nada fatigosa, como Naamán el sirio esperaba ser curado de la lepra por Eliseo: “yo pensaba -se dijo-: Seguramente saldrá, se detendrá, invocará el nombre de Yavé su Dios, frotará con su mano mi parte enferma, y sanaré de la lepra”. Y como no sucedió de forma tan solemne, sino que ni siquiera se hizo presente el profeta, que se limitó a enviar un emisario a decirle que se bañara en el río, Naamán se marchaba refunfuñando pues tal forma de afrontar los problemas no le parecía digna ni seria. Y, sin embargo, sólo fue curado cuando pasó por el aro. Es lo que hacemos nosotros cuando pedimos continuamente en la oración que el Señor nos libere de alguna debilidad y echamos a correr cuando nos pone los medios para ello, pues queremos ser curados sin fatiga alguna.
Curiosamente, este tipo de corrección que no vemos apta para nosotros, sí que la vemos muy apropiada para los demás. Con ellos queremos que la corrección sea clara y explícita, con firmeza y prontitud, para no dejar lugar a dudas y que el hermano se corrija de una vez por todas de esas cosas que hace y tanto me molestan. No hay duda que debemos corregirnos los unos a los otros, es un mandato de Jesús, pero siempre que sea una corrección para el crecimiento de los demás y que sea capaz de distinguir entre la falta y el culpable, entre la persona y el pecado. Cuando observamos que en nosotros empieza a crecer cierta animadversión contra un hermano por su forma de actuar, llevándonos a etiquetarle negativamente, debemos ponernos sobre aviso si ello no será un signo de que no somos nosotros los más apropiados para corregirle. Se corrigen los actos negativos, y estos siempre son concretos, aunque se transformen en actitudes. Cuando nos resulta difícil objetivar, entonces caemos fácilmente en la condenación y la exclusión del hermano de mi vida. Podemos no aprobar las acciones de algún hermano, pero no nos toca a nosotros juzgar, es lo que nos dice el Maestro.
San Benito no prohíbe corregir, sino corregir arbitrariamente, esto es, movido por el propio juicio o sentimiento. De ahí que vuelva a encargar al abad ser él el árbitro en las diversas situaciones que se puedan dar. Dice un abad benedictino no sin razón: “Si queremos intervenir en la educación de nuestros hermanos cuando no hemos recibido la misión de hacerlo, nos exponemos a desfigurar la obra de Dios, a obrar a destiempo, a hacer daño; y si nos examinamos atentamente veremos que nuestras intervenciones intempestivas son debidas a un deseo de afirmarnos nosotros mismos”. Por otro lado, ser autoritario es más signo de debilidad que de fortaleza; sentirse impulsado a corregir siempre a los hermanos para que hagan las cosas bien, es signo claro de que hemos olvidado trabajar en nuestra propia viña. Y, por el contrario, el que tiende a la misericordia cuando se siente afectado directamente por los actos negativos del hermano, ese es un verdadero discípulo que trabaja diligentemente en su propio campo y se deja transformar por la gracia.
A mí personalmente me admira cuando veo que alguien se siente predispuesto a corregir a los demás, pues cuando uno tiene la obligación de avisar de las cosas que no marchan bien, de corregir personalmente a los hermanos, sabe lo difícil que es. Es difícil porque le gustaría vivir en paz, no tener que decir nada que molestara y recibir el eco de esa molestia con una mala contestación, con aspavientos o con una cara de morros durante días. Es difícil porque debe tratar de ayudar al hermano a superarse, olvidándose de sí mismo, de los sentimientos negativos que le puedan albergar, sabiendo que está respondiendo a una misión recibida y no puede dejarse llevar por sus emociones. Si alguna vez se siente movido por la cólera, ha de apaciguarla antes de actuar, pero nunca podrá escudarse en nada para justificar la pereza que da al tener que corregir.
Y siempre le quedará la duda de haber corregido con rectitud de conciencia, buscando sólo el bien de los hermanos, y aguantando las reacciones de éstos, a menudo negativas, volviendo a la carga aún a sabiendas que no va a ser acogido. El abad no debe buscar su propio gusto, por eso la alegría es mucho mayor cuando ve que la corrección es recibida con espíritu de fe. Sin duda que el Señor actúa con fuerza en los humildes que saben verle presente en todo esto a pesar de las muchas razones personales que se tengan para rechazar la corrección y del mayor o menor tacto del abad a la hora de reprender. Ahí es donde se ven las personas grandes de espíritu, las que han hecho un verdadero camino interior de fe y humildad, sin limitarse a poner cara piadosa pero que nadie se atreva a tocarles lo más mínimo porque saltan como un resorte. No nos podemos engañar, el camino espiritual no es mera estética, sino labranza del corazón, una labranza fatigosa y seria, nada romántica. La vida comunitaria, las cosas que se nos piden, las dificultades que nos incomodan o las correcciones del abad son medios imprescindibles para amansar nuestro ego y hacernos verdaderamente dúctiles a la gracia, humildes de corazón.