Hay algo dentro de nosotros que nos impulsa a construir, es un deseo natural que experimentamos como prolongación de la obra creadora de Dios.
En la Biblia aparece con frecuencia el tema de la construcción, del edificio que se va levantando. Se construyen casas y ciudades para habitar, se edifica un templo para que habite Dios en medio del pueblo. Pero también se construye una familia o un grupo humano. Son muchas las cosas que podemos hacer, pero hay una a la que damos prioridad: tener una casa. ¡Ay de los que carecen de casa! ¡Ay de los que no tienen un techo donde cobijarse! Tener una casa nos da seguridad y nos ayuda a mantener una estabilidad interior con dignidad. Somos indigentes y necesitamos protección. El hombre se gestó cobijado en el seno materno y necesita una casa donde seguir cobijado.
Vivir a la intemperie es como estar desnudos, hace experimentar la vulnerabilidad, la indefensión. Y, sin embargo, Jesús se nos presenta en contraste con los pájaros que tienen nidos o las zorras madrigueras, él no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8, 20). Es obvio que nos está hablando metafóricamente, pues gozó de una familia, de una casa sencilla en Nazaret y de la casa de sus discípulos.
Jesús nos invita a que edifiquemos una casa para nosotros que es aún más importante que la material: nuestra propia casa, a nosotros mismos. Esa casa nadie nos la puede construir, sólo nosotros la podemos levantar o, al menos, no se edificará sin nosotros. Es nuestra propia casa, nuestra realidad personal. Y tenemos que estar atentos a cómo la construimos.
Bien sabemos que antes de comenzar a levantar la casa hemos de profundizar en los cimientos. Jesús nos recuerda que a veces edificamos sobre arena, y nos aconseja hacerlo sobre roca: El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande. (Mt 7, 24-26). Esto nos lo dice Jesús justamente al concluir el sermón de la montaña, la nueva “ley”, los mandamientos que nos abren las puertas de la casa del Padre.
San Pablo avisa igualmente: ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. (1 Cor 3, 10ss). Somos libres de elegir cómo deseamos construir nuestra casa.
En otro pasaje, donde Jesús nos habla sobre las condiciones para ser su discípulo, nos invita a examinar antes de ponernos a construir una torre si tendremos suficiente para acabarla y que no se rían de nosotros. Lo curioso es observar de qué fondos nos está hablando Jesús, cuál es la cuenta corriente tan abultada que tenemos que tener antes de ponernos a construir. Pues bien, ese capital inicial que nos dará seguridad para acabar la torre no es otro que el renunciar a todo: Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío (Lc 14, 33). Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 26-27).
Nuestro tesoro y nuestro cimiento están en nuestra desapropiación. Nuestra fuerza está en nuestra debilidad abrazada pacíficamente. Nuestra seguridad está en estar dispuestos a abandonar toda seguridad. Nuestra victoria está en aceptar la aparente derrota diaria que brota de un amor que vence el mal a fuerza de bien. Es la fuerza de los mansos, el tesoro de los pobres, la sabiduría de los sencillos que les hace parecer necios a los ojos de los que creen controlar su vida. Es estar dispuestos a dar -renunciar nos dice Jesús- el propio tesoro, las propias seguridades, para sostenerse sólo en la fuerza de la palabra dicha por alguien en quien se confía y al que se ama. Es la diferencia de edificar sobre cosas que parecen sólidas, pero son arenosas, a edificar sobre la intangibilidad del amor y la confianza, que terminan siendo una verdadera roca, pues son la forma de vivir desde el Espíritu de Jesús.
Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles, nos dice el salmo 126. Nuestra ineptitud como albañiles hace que Dios salga al paso en nuestra vida y él construya y reconstruya nuestra casa, haciendo una obra admirable ante nuestros ojos, convirtiéndose en nosotros en piedra angular, roca sobre la que edificar. Por eso no debemos desesperar. A veces tomamos conciencia del tiempo perdido, de lo abandonada que tenemos nuestra casa, de que los años van pasando, y nos entra la tentación de tirar la toalla culpabilizándonos de nuestros actos. Pero la invitación del Señor sigue ahí. No importa el tiempo, no importan las arrugas ni las canas, basta con que hoy digamos: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Y olvidados de nosotros mismos retomemos el camino de la gracia, del abandono, de la confianza, de estar dispuestos a dar la vida en las cosas pequeñas de cada día, en cada momento, sin esperar a mañana. Nuestra casa necesita la entrega generosa de hoy para que se vaya edificando.
Nuestra verdadera casa es obra del Espíritu, aunque nosotros seamos colaboradores necesarios (1Cor 3, 9). Tampoco podemos construirla en solitario, simple y llanamente porque fuimos creados en grupo, en comunidad, a imagen de la relación trinitaria. Ser conscientes de eso nos permite tomar conciencia de la parte y del todo a un mismo tiempo. Nos edificamos mientras nos edifican y contribuimos a la edificación de otros mientras nos edificamos. Es la realidad comunitaria. La comunidad nos ayuda a tomar conciencia que lo que somos es para los demás: recibimos sin apropiarnos y lo damos sin perderlo. Tomar conciencia de eso nos ofrece la libertad de los que nada temen perder porque todo lo dan, recibiendo en esa entrega el cimiento más sólido para la construcción de su casa, el cimiento del amor de Dios.
Estamos llamados a colaborar en la edificación del cuerpo de Cristo que no sólo soy yo, sino la Iglesia, la humanidad y nuestra comunidad. Quien pone otro cimiento diferente a Cristo se arriesga a que se le caiga todo el edificio. ¿En qué consiste poner otro cimiento diferente? ¿Podemos llegar a hacer eso nosotros? El salmo nos dice que sí: La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular (sal. 117, 22; Mt 21, 41s). Se rechazó el estilo de vida de Jesús y al mismo Jesús, prefiriendo otros estilos más mundanos, más rentables, más atractivos, más poderosos. Falsa espiritualidad que no alcanza a construir la propia casa es la que se levanta sin haberse cimentado primero.
Jesús es el nuevo edificio, el nuevo templo que sustituye al antiguo. El templo judío fue considerado como “el templo del Señor, el templo del Señor”, pero fue un edificio demasiado humano, por lo que se anunció su demolición. Se había transformado en cueva de ladrones que sólo buscaban lo suyo, decía el profeta Jeremías (Jer 7, 11). ¡Tan grande!, ¡tan hermoso!, se vino estrepitosamente abajo. Nuestra casa no se vendrá abajo si lo que nos mueve son los sentimientos de Cristo y seguimos sus pasos aunque nos haga sentir el dolor de la renuncia a nosotros mismos. Dolor intenso, pero breve: Destruid este templo y en tres días lo levantaré (Jn 2, 19-22).