LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
(RB 53-01)
El capítulo 53 de la RB trata de los huéspedes que son acogidos en el monasterio. La hospitalidad es un tema recurrente en toda la Sagrada Escritura, ley suprema del amor. Ejercitar la hospitalidad es poner en práctica la caridad para con aquellos más necesitados, pues en el AT se colocaba entre los más débiles a los extranjeros, junto con los huérfanos y las viudas. Era una auténtica obligación religiosa la acogida del huésped. Tenemos casos verdaderamente extremos en los que esa hospitalidad aparece más valiosa que las propias hijas, como fue el caso de Lot cuando los sodomitas pretendieron abusar de sus huéspedes. En otra ocasión la hospitalidad permitió acoger en la propia casa al mismo Dios simbolizado en los tres ángeles que vio Abraham bajo la encina de Mambré.
La hospitalidad es ante todo una obra de misericordia. Pero ¿por qué se le da tanta importancia? El libro del Levítico nos lo dice: Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amaréis como a ti mismo; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto (Lv 19, 34). El que va camino de su tierra, necesita del apoyo de los demás, como Israel experimentó la misericordia de Dios en Egipto y durante su travesía por el desierto.
En el NT también aparece la hospitalidad como expresión religiosa del amor a Dios. Es una de las obras de misericordia que nos “garantizan” el sentarnos a la derecha de Dios: fui forastero y me acogisteis (Mt 25). Por atender a un huésped no nos importa molestar a los amigos pidiéndoles comida por la noche si es que no tenemos en ese momento (cf. Lc 11, 5s). Jesús echó en cara al fariseo Simón que le invitó el no haberle agasajado con los actos de cortesía propios para con los huéspedes: lavar los pies, el beso de paz, ungir la cabeza con aceite; mientras que la pecadora lo hizo y con creces, por lo que quedaron perdonados sus pecados (Lc 7, 44 s). Uno le invitó a su casa, pero fue otra quien lo acogió.
En el huésped se acoge al mismo Señor. Esta idea es repetitiva y también la asumirá San Benito. Los discípulos de Emaús hospedaron sin darse cuenta al Señor al dar hospitalidad al forastero. Ellos acogieron a Jesús en su casa y el Señor tomó la iniciativa de entrar en el interior de cada discípulo abriéndoles los ojos para que le reconocieran.
Junto a esto contrasta el hecho de que el Verbo viene del Padre y pone su morada entre nosotros, pero los suyos no lo recibieron. Esta falta de hospitalidad del Señor queda expresada en toda su vida: José y María tuvieron que experimentar la falta de hospitalidad a la hora de dar a luz al Señor; él mismo nos dice que las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza; es perseguido y expulsado de Jerusalén, la ciudad de Dios, teniendo que morir fuera de ella como un proscrito. Con ello el Señor nos recuerda nuestra condición de caminantes en este mundo, lugar de paso donde no nos podemos afincar.
También contrasta el hecho de que cuando el Señor vuelve al Padre, dice que nos va a preparar una morada para que nosotros no nos sintamos extranjeros allí, sino que experimentemos la hospitalidad del Padre. Esa es nuestra verdadera patria, si bien para el creyente ya estamos viviendo aquí de forma anticipada y en esperanza esa realidad. Por eso no cabe una actitud de desprecio para con lo que nos rodea, como si fuera malo. Lo importante no son las cosas, sino la actitud ante las cosas. Lo material tiene un principio y un fin, no así lo espiritual, incluyéndonos a nosotros mismos. El apego a lo material materializa el espíritu, haciéndonos olvidar nuestra condición de caminantes y extranjeros y, por consiguiente, quitándonos la ilusión de la meta. Lo que se le pide al caminante no es que desprecie lo que ve, sino que viva siempre en una actitud de desapego, actitud que es signo del Reino, dimensión profética del monasterio y de nosotros mismos.
Quien vive en esa actitud es capaz de acoger a todo caminante que pasa junto a él, reconociendo al Señor en su persona, y acogiendo de ese modo al mismo Dios: En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado (Jn 13, 20). Y no se trata sólo de jerarcas o profetas. Jesús centra la acogida en los más pequeños: El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor (Lc 9, 48).
Si esto es así, ¿cómo ver en el huésped, sobre todo en el inesperado y poco cualificado, un ser molesto del que se pueda murmurar? Sin duda alguna que el que nos complica la vida y nos da trabajo nos molesta, pero también es cierto que si lo recibimos como una presencia de Dios podemos llegar a tener la experiencia del Señor. Ese huésped inoportuno puede ser el que viene a la hospedería -del cual ya hablaremos en otro momento-, el forastero que viene de paso, el pobre que llama a la puerta o el hermano que vive con nosotros y que con frecuencia nos puede solicitar para una ayuda material o espiritual; solicitud que no necesariamente tiene que ser verbal, basta con que nos demos cuenta de su necesidad. El que está atento sabe cuándo Dios llama a su puerta en la persona del hermano; quien carece de sensibilidad espiritual será incapaz de reconocer al mismo Señor en persona.
Entre los monjes antiguos se practicaba la xeniteia o expatriación voluntaria para poder experimentar en sí mismos esa dimensión espiritual “del que va de paso”. Es tan importante saber hospedar -algo propio del que es generoso y acoge sin cerrarse a sí mismo- como saber pedir hospedaje -algo propio del pobre y humilde que en su necesidad pide la ayuda de los otros-. Ambas cosas están en íntima relación. Quien no ha vivido como extranjero no puede acoger, pues no valora las dificultades del que llama a su puerta. Esa xeniteia, esa experiencia de una vida como forastero, algunos monjes como los irlandeses la elevaron a los niveles más altos de la vida monástica, haciendo algunos incluso voto de “peregrinación”, sin poder volver nunca a su país de origen. San Benito no acepta esto como estilo de vida para sus monjes, pues fue conocedor de muchos abusos, pudiendo esconder esa actitud una ausencia de verdadero compromiso, pero sí que valora la experiencia espiritual que dicha expatriación supone.
Nosotros también podemos preguntarnos por la acogida que realizamos. ¿Qué es lo que hacemos prevalecer en esa acogida? ¿El que se encuentren bien alojados? ¿Estar con la gente dándoles conversación? ¿Tenerles entretenidos? ¿Entretenernos nosotros? ¿Escuchar su dolor? ¿Contarles nuestras penas? ¿Estamos con ellos porque ellos nos llaman o porque nosotros los buscamos, con la excusa quizá de que ya les hemos visto en otra ocasión que pasaron por el monasterio y que seguramente nos querrán saludar y desahogarse con nosotros, aunque ellos no nos lo hayan pedido realmente? ¿Nos basta orar con ellos y ellos con nosotros en la capilla?
Que nuestra acogida sea eso: acogida del que viene a nosotros, sin disfrazarla de otras cosas, y sin olvidar que toda acogida supone renuncia a uno mismo. Cuando una acogida conlleva cierta contrariedad al trastocarnos los planes, por mucho amor que pongamos en ella, entonces es una acogida fiable. Cuando una acogida nos supone gran relax, puede que sea auténtica si se trata de un ser querido, pero también puede que esté encubriendo la satisfacción de una mera necesidad nuestra. En este caso somos nosotros los acogidos más que los anfitriones. Aprendamos a acoger primeramente a los que nos rodean y más nos necesitan, sabiendo que cuanto más nos cuesta más visos de autenticidad tiene.