LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
(RB 53-02)
Si en la Biblia el forastero que pasa a nuestro lado es imagen del mismo Dios al que se debe acoger, en el monacato siempre se habló de la acogida al huésped como la acogida al mismo Cristo. Tenemos muchos ejemplos en los textos primitivos y en los dichos de los Padres. Como botón de muestra podemos citar el relato que hace la Historia de los monjes de Egipto sobre la acogida que se dispensó a tres religiosos en un cenobio copto: “Tres hermanos de nuestro grupo habíamos ido a ver al abad Apolo. Apenas nos distinguieron de lejos, los hermanos vinieron presurosos a nuestro encuentro cantando salmos. Esta es, en efecto, su costumbre con respecto a todos los hermanos. Después de haberse postrado rostro en tierra, nos abrazaron. El primero que se postró apenas nos hubo visto fue Apolo; se tendió en tierra, y luego, después de haberse levantado, nos abrazó, nos hizo entrar, y, después de haber rezado por nosotros y de habernos lavado los pies con sus propias manos, nos invitó a la refección”. Más adelante, dijo el propio abad Apolo a sus huéspedes: “Hay que reverenciar a los hermanos que llegan. En efecto, no es a ellos, sino a Dios, a quien tú has reverenciado. Has visto a tu hermano, dice la Escritura, has visto al Señor, tu Dios. Esto lo hemos recibido por tradición de Abrahán. Y que a veces hay que obligar a los hermanos a tomar un refrigerio, lo hemos aprendido de Lot, quien obligó a ello a los ángeles”.
Ese trato exquisito con los huéspedes está presente en toda la tradición monástica, aunque no siempre del mismo modo. Es curioso ver cómo contrasta la actitud de San Benito con los prejuicios de la Regla del Maestro. Éste también nos habla de la acogida calurosa de los huéspedes, orando con ellos, pero al mismo tiempo se muestra desconfiado y suspicaz, hasta adoptar formas un tanto curiosas con los monjes peregrinos: “Para mayor cautela y vigilancia, dos hermanos, pertenecientes a la decanía de los cocineros de semana, serán designados por turno para vigilar a los hermanos peregrinos sin que ellos se den cuenta, hasta que todos los hermanos de esta decanía hayan por turno acabado sus semanas (…) Todas las decanías, una tras otra, ejercerán ininterrumpidamente la vigilancia sobre todos los peregrinos que llegaren. Los dos hermanos a quienes tocare el turno de vigilancia, cuando lleguen peregrinos, dispondrán sus lechos en la misma hospedería. De este modo, si eventualmente uno de los huéspedes quisiere ir de noche al oratorio, mientras que el otro decidiere no levantarse, ambos tendrán sus correspondientes guardianes, que les vigilen sin que ellos se percaten (…) De esta forma, se tendrá la prueba de que acompañan caritativamente a los huéspedes, al mismo tiempo que velan por los bienes del monasterio, poniéndolos a buen recaudo de gente de poco fiar, sin que éstos se aperciban (…) Dicha hospedería tendrá la misma cerradura por dentro que por fuera, de suerte que, de noche, encerrándose con los huéspedes y corriendo los cerrojos desde el interior, retirarán la llave y la ocultarán en un lugar convenido, y así, si el huésped quisiere salir fuera, deberá despertar a los guardianes para pedirles la llave. En compañía de uno de los dos, emprenderá el camino al retrete cuyo emplazamiento ignora…” (RM 79). En fin. También la RM recoge el mandato de la Didajé, según el cual sólo se permite dos días de ocio a los huéspedes, sean monjes o laicos, y a partir del tercero han que trabajar si quieren comer, pues en caso contrario se les invitará a marcharse (RM 78).
Es muy significativo que todo este enrevesado texto lo suprima San Benito en su Regla. Él quiere que haya orden en el monasterio y que se disciernan los espíritus de los que vienen, pero se limita para ello a medios más espirituales, como la oración. Acoger a un forastero siempre conlleva un riesgo, pero es ahí donde se expresa el sentido de gratuidad que Dios tiene para con nosotros, el amor del Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y deja caer la lluvia sobre justos e injustos.
En este capítulo de la Regla encontramos como dos partes. En la primera se presenta el fundamento de la hospitalidad y se indica cómo agasajar a los que vienen. En la segunda se afrontan los problemas concretos que conlleva toda acogida, para que así no se pierda la paz que debe reinar en el monasterio. Es un conjunto de directrices yuxtapuestas, que dicen los estudiosos redactó San Benito con posterioridad y no de seguido, como si fuese incluyendo aspectos que le iba diciendo la experiencia. Entre otras cosas había que tener en cuenta que la situación del monasterio en Italia variaba bastante de la situación de un monasterio en el desierto egipcio. Sin duda, ahora había muchos más huéspedes que antaño, por lo que había que simplificar el ritual de la acogida.
Queda patente la importancia que da San Benito a la acogida en el monasterio, pero es curioso el contraste entre los aspectos positivos y negativos que la hospitalidad tiene en su Regla. Por una parte se insiste que cuando se acoge a un huésped se acoge a Cristo, por lo que hay que hacerlo con veneración y generosidad. Por otra se recuerdan los peligros de la acogida, por lo que se pide orar primero para desbaratar las ilusiones del diablo; tener una cocina aparte para no molestar a los hermanos; se prohíbe hablar con los huéspedes. Los monjes vienen del mundo, pero se apartan de él para estar más libres en su vida orante. Esa doble realidad queda reflejada en la actitud para con los huéspedes: se les venera y se les recibe con los brazos abiertos, y al mismo tiempo se les mantiene a distancia. Esta acogida y distanciamiento se ve también en otros capítulos, como cuando habla de los porteros; o cuando pide se someta al control del abad todo intercambio de cartas, regalos u objetos del exterior; o cuando insiste en que los monjes no deben salir fuera y el monasterio debe tener todo lo necesario para que no se justifiquen las salidas frecuentes; o cuando alude a los monjes que vienen de otro monasterio y que a veces hay que despedir por su mala conducta; o cuando se preocupa de la contaminación que han podido sufrir los hermanos que vuelven de viaje y del contagio que pueden recibir los de dentro al contarles los chismes que han visto u oído, etc.
Si la acogida brota de un amor sincero al género humano, imagen e hijos de Dios, el distanciamiento es fruto de la prudencia para preservar la pureza de corazón de los monjes en su búsqueda de Dios. Si el monje se aparta del mundo para iniciar un éxodo o camino tras los pasos de Cristo, es normal que esté dispuesto a recibir a ese Cristo que se le acerca en la persona del huésped, pero sin dejar de caminar apartándose del camino iniciado. Difícil equilibrio de unos monjes que marchan a la soledad y acogen en la soledad; como es difícil el equilibrio de unos monjes que quieren vivir solos y al mismo tiempo en comunidad. Silencio y palabra, soledad y comunidad, alejamiento y acogida, son binomios que lejos de producir esquizofrenia en el monje, invitan a la integración en la unidad. Las carencias personales o la falta de centramiento en el Señor nos empujará a los extremos, pero todo lo contrario sucede cuando nos dejamos unificar por Aquél que nos ha llamado.
Al acoger a los huéspedes no renunciamos a nuestra vida monástica, sino que dejamos participar de ella a los que vienen de fuera, ofreciéndoles aquello que nosotros hemos recibido y que a ellos les podrá servir para afrontar la vida en el mundo desde una visión diferente. Poco podemos ayudar al que viene a nosotros si hablamos el lenguaje de un mundo con valores no siempre afines al evangelio. Los que acuden a nuestro monasterio esperan otra cosa. El monje que busca sólo agradar, cae en la trampa de hablar el mismo lenguaje del que quizá esté esperando de nosotros algo diferente, y por ello se vaya decepcionado. Es más importante saberse equipar interiormente que estar preocupados por saber responder a las expectativas de los demás. Quien está equipado en su interior y tiene una mente abierta y receptiva a los problemas del hombre de hoy, sabrá dar una palabra de aliento o, quizá, un silencio oportuno más elocuente que las palabras.
Las precauciones que muestra San Benito en la acogida no podemos banalizarlas. Es cierto que se corre un riesgo. No se trata de que los que vienen sean malos y nosotros buenos, pensar eso es ridículo. Pero hay que reconocer que todos tenemos el corazón dividido y nuestra fragilidad es notable. Al venir al monasterio deseamos “reorientar” nuestra vida o, simplemente, orientarla hacia Dios en una búsqueda de Él en el silencio y la oración, junto con unos hermanos. El ser solicitados por el pasado y volver a desear las cebollas de Egipto es algo que puede suceder. Nuestra ambigüedad hace que siempre esté latente este peligro. Nuestra relación con la gente de fuera pudiera transformarse fácilmente en una invitación a ello. De ahí la insistencia de San Benito en probar por la oración el fondo real de cada persona que se acerca a nuestra casa.
Se necesita, no obstante, cierta paciencia, sin poner cara de vinagre cuando alguna actitud de los huéspedes no nos gusta. Más vale hacer una indicación si hay alguien que pueda estar molestando, sin duda sin ser consciente de ello, antes que utilizar unos malos modos que no utilizaríamos con Cristo si le viéramos en carne mortal. La simple entrada en el monasterio no cambia por sí misma ni a los monjes, sólo quien hace el camino transforma su corazón.