La atracción del abismo
Si nos ponemos al borde de un precipicio nos entra tal vértigo que no nos caemos, sino que nos tiramos. Esta experiencia la podemos tener alguna vez en la vida. No deseamos una cosa, pero vamos directos hacia ella sin poner los medios para evitarla. En esos momentos sólo alcanzamos a quedar paralizados, agarrados a algún amuleto o descansando en una supuesta confianza en Dios que justifique nuestra inactividad para apartarnos del abismo.
Hoy podemos ver algo de esto en nuestra Iglesia noroccidental y en la vida religiosa: colegios e instituciones religiosas con pocos consagrados, cierre de casas y agrupación de comunidades y provincias, aumento de ancianos, falta de vocaciones, parroquias vacías, pérdida de relevancia social, casos de corrupción dentro de la Iglesia, acusaciones justas e injustas muy divulgadas en los medios, rechazo de la Iglesia por sectores de la sociedad, etc.
Todo esto desanima y paraliza, pero esa parálisis no nos aleja del abismo, sino que acrecienta nuestro peligro. ¿Cuál es el camino a seguir? ¿Apuntalar las pareces agrietadas? ¿Disimular la disminución en número rellenando su vacío de cualquier modo? ¿Imponer nuestra relevancia social con afirmaciones fuera de lugar o usando belicosamente las redes sociales?
Que no nos preocupe tanto el edificio exterior cuanto la fuente que mana dentro, el alma que lo habita. Ya el profeta Jeremías, ante una situación muy difícil, con la invasión y el destierro llamando a las puertas, decía a sus paisanos que no vivieran con la ilusión de aferrarse al templo como un amuleto protector repitiendo: no nos pasará nada pues es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor (Jer 7,4), un templo que finalmente fue destruido. Más tarde Herodes reconstruyó bellamente ese templo del que se sentían orgullosos, pero Jesús, contemplándolo, les dijo a los judíos: ¿Veis todo esto? En verdad os digo que será destruido sin que quede piedra sobre piedra (Mt 24, 2), para luego orientar su mirada a lo verdaderamente importante cuando les dice: Destruid ese templo tan hermoso del que os enorgullecéis y yo lo levantaré en tres días; hablaba del templo de su cuerpo (cf. Jn 2, 19-21). Igualmente el Apocalipsis nos recuerda que en la Jerusalén celeste no habrá templo, pues el templo será el mismo Dios y el Cordero (cf. Ap 21, 23). Ese templo es el que debemos consolidar y no otro, pues los otros pueden ser siempre destruidos, pero éste, jamás. De igual manera Jesús nos recuerda que lo verdaderamente importante es lo que sale del corazón, eso es lo que nos daña o beneficia.
Quien teme, teme por el edificio, porque éste es material y puede ser destruido por mano humana o por el deterioro del tiempo. Eso sucede a los edificios, a las instituciones, a las comunidades o a nuestro cuerpo. Pero el alma es la vida del espíritu que nadie puede destruir. De nosotros depende ir tras una vida según Dios o tras una vida aprisionada por las vanidades del mundo y los temores y afanes de grandeza de los que viven sin Dios. Nos dice Jesús: No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6, 19-21). Sólo así tendremos vida en nosotros aunque el edificio exterior sea destruido y enterrado, si bien sólo por tres días, ya que la oscuridad no puede retener a la luz por más que se empeñe, ni la muerte imponerse a la vida.
Nos tiramos al abismo cuando nos paralizamos por el miedo, el desánimo o la desesperanza, sin ponernos a trabajar. Nos ponemos en camino cuando, olvidados de nosotros mismos y de la consistencia o futuro de nuestro edificio exterior, anunciamos con la sola fuerza del Espíritu la Buena Nueva del Evangelio. Nos alejamos del abismo cuando testimoniamos nuestra fe en Cristo con una vida creyente y alegre, generosa y amable, misericordiosa y compasiva. Cuanto más pobres seamos, más patente quedará el poder de Dios en nosotros, al que no anteponemos ningún otro templo de fabricación humana.
Esa vida del Espíritu es la que merece la pena, pues nadie nos la puede quitar y sí la podemos dar. Anunciémosla de todas las formas posibles, siendo testigos de ella en el trabajo, en la familia, en cómo vivimos los acontecimientos de la vida, de palabra, por escrito, directa o virtualmente. Nunca sabemos cuándo Dios puede tocar los corazones. Quien así vive pierde el vértigo del precipicio, pues deja de mirarse a sí mismo, viviendo en el Templo de Dios que no tiene paredes que se puedan agrietar o las puedan tirar.
¿Qué más da ser muchos o pocos, más o menos influyentes, más o menos jóvenes o atractivos? Lo importante es que tengamos vida en nosotros, que dejemos manar la fuente de la vida. Vivir en lo esencial que nadie puede destruir y que da tal libertad de espíritu que nos permite no preocuparnos tanto de nuestros derechos, prebendas o fama cuanto de que el Evangelio sea anunciado y los pobres sean atendidos, pues lo que es bueno para los pobres siempre será bueno para los seguidores de Jesús.