LOS QUE LLEGAN TARDE AL OFICIO DIVINO O A LA MESA
(RB 43-03)
El final de este capítulo no pega mucho con el resto sobre la puntualidad. Parece como si hablando sobre los que llegan tarde a la comida le hubiese venido a la mente a San Benito una experiencia un tanto amarga de la que no ha querido dejar de hablar: Y nadie se atreva a tomar nada para comer o beber antes o después de la hora señalada. Pero si el superior ofreciere alguna cosa a alguien, y éste no quiere aceptarlo, cuando desee lo que antes rehusó o alguna otra cosa, no recibirá nada en absoluto hasta que se produzca la correspondiente enmienda.
En primer lugar dice que nadie se atreva a comer o beber antes o después de las horas señaladas. Es ésta una práctica común en la enseñanza de los padres del monacato. Ya en las Instituciones de Casiano encontramos ejemplos que nos lo escenifican, como cuando nos dice: “Ocurre con frecuencia que deben los hermanos trabajar en la huerta o el jardín, o simplemente deambular por ellos. Por todas partes penden frutos de los árboles que, con su fragancia, se ofrecen seductores a los que pasan bajo las frondas. Más: a veces, desprendida la fruta del árbol, cae al suelo, expuesta a ser pisada por los transeúntes. Así, parece que la abundancia y la ocasión podría provocar la intemperancia o al menos el apetito de los que las ven en trance de malograrse. Y ello incluso a aquellos que son más sobrios y observantes. Pues no. Constituiría en su mentalidad poco menos que un sacrilegio, no digo ya gustar la fruta desprendida, pero ni aún tocarla siquiera con la mano” (Inst. 4,18). Lo que nos expresa Casiano, aprendido de los Padres del Yermo está claro: no dejando perder una manzana se deja perder la purificación y dominio de sus sentidos. San Basilio también da este consejo: “presta atención a no incurrir en el ‘pecado’ de comer clandestinamente” (Reg. 15).
Bien sabemos que las cosas en sí mismas tienen un valor relativo, están en función de nosotros, del hombre hecho a imagen de Dios. Por eso, aunque todas las cosas pueden ser consideradas como buenas, nosotros las tomamos o las dejamos en función de nuestro bien. Hay dos formas de buscar la unidad: bien rechazando todo lo exterior, aislándose y pretendiendo la unidad en la soledad de uno mismo; bien no despreciando nada de lo creado e intentando integrar todo en la unidad sin que tenga por qué generarse confusión. Algo de esto quiere decir el Cristo cósmico de Theillard de Chardin, donde toda la historia y el cosmos son acogidos, recapitulados y trascendidos. Pero el gran peligro que esto trae es el no saber distinguir entre la bondad intrínseca de las cosas y el bien o el mal que nos pueden aportar. Es decir, algo puede ser en sí bueno, pero no para mí. Y no porque lo evite quiere decir que lo deje de considerar bueno, aunque me vea obligado a dejarlo para poder alcanzar el fin que pretendo. De forma más clara nos lo dice San Pablo: todo me está permitido, pero no todo me conviene.
El comer y el beber no es pecado si no se llega al exceso o se hace cometiendo alguna injusticia. Sin embargo, San Benito prohíbe comer entre horas. Esta práctica monástica sólo la puede entender y acoger con entusiasmo el que entienda la importancia de la práctica del ayuno. No se trata de privarse de comer para fastidiarse o de un antojo momentáneo por el cual me “siento” en ese momento con ganas de ayunar, sino de privarse de algo en el alimento con una finalidad espiritual que busca la educación y la guarda del corazón. La pequeña renuncia continuada ayuda al dominio de sí sin dejar cabida a la vanagloria. Más vale la sobriedad continuada que el privarse de mucho en unas ocasiones y atiborrarse en otras. El ayuno adquiere pleno valor espiritual cuando se une a la oración como expresión corporal del que se humilla ante el Señor en la debilidad de su ser, experimentando la necesidad vital del alimento. Ello nos predispone a tener una actitud receptiva, de pobre indigente en presencia del Señor de quien recibimos todo, de donde procede nuestro verdadero alimento, no dando cabida a la actitud del que se siente satisfecho y está lleno de sí. Es esa finalidad la que persigue San Benito, y que ha pasado a la enseñanza ascético-espiritual de toda la tradición.
Pero hay algo más que añade el Patriarca a continuación y que es muy revelador. Tanto si renunciamos a algo como si no, debemos preguntarnos por qué lo hacemos realmente. Quizá tengamos razones para responder cuando nos preguntan, razones que pueden sonar más a enseñanzas aprendidas de memoria que a convencimiento íntimo. En realidad no siempre son ellas las que nos motivan. Con frecuencia unas son las razones que manifestamos -normalmente en consonancia con lo que está bien visto- y otros los verdaderos motivos que nos mueven a actuar de una determinada manera. Es cierto que esto no quiere decir que actuemos con mala intención, simplemente nos auto engañamos, pues no podemos ver con claridad ni someter el hombre viejo que nos domina. Quizá ayunemos, guardemos bien el silencio, seamos perfectos cumplidores en casi todo, pero ¿qué es lo que en verdad nos mueve? ¿Nuestro único absoluto es verdadera y únicamente el Señor?
Continúa la RB diciendo: Mas si el superior ofreciere alguna cosa a alguien y éste no quiere aceptarla… La Regla manda no comer a deshora y aquí aparece el superior dando algo a uno a deshora o, al menos, añadiendo algo que se sale de lo ordinario. Son momentos en los que se ponen a prueba la veracidad de nuestras intenciones: ¿buscamos nuestra purificación interior en el seguimiento de Cristo por la renuncia a uno mismo o buscamos nuestra autocomplacencia? Los medios no son más que medios. Los medios, aún los más importantes de nuestra vida monástica, nos ayudan a ir a Dios, pero sólo el Señor es el que nos hace crecer. Por eso, de nada vale el cumplimiento si no hay humildad de corazón. Este es un terreno verdaderamente movedizo para los que desean buscar a Dios pero carecen de discernimiento. No es problema, evidentemente, para quien ya ha renunciado a hacer un trabajo espiritual. Pero sí es un peligro, y grande, para el que desea responder generosamente a la llamada recibida y se deja enredar por la autosuficiencia espiritual. Es la austeridad mal entendida o la soberbia solapada en la que pueden caer sin saberlo tantos principiantes. Dios no quiere nuestras cosas ni nuestras proezas espirituales si no son expresión de la conversión y humildad del corazón.
A esto, además, se une otro aspecto comunitario. Si amar es darse, a veces compartiendo, amar también es saber acoger lo que el otro te ofrece. Negarse a recibir lo que el otro te da lícitamente como expresión de amor, no tiene justificación posible; ni siquiera podemos alegar mayor rectitud de formas, pues el amor es la ley suprema de Cristo. Por eso, hemos de pensar que a San Benito no le preocupó tanto la humillación que le podría haber provocado el desprecio del monje que no le aceptó lo que le ofrecía, cuanto el daño espiritual que semejante actitud provocaba en el propio monje, motivo por el cual pide se le niegue eso mismo y todo lo que pida hasta que no dé una satisfacción.