Los ojos quieren ver, los oídos, oír, el olfato, oler. Cada uno pide lo que satisface su capacidad. Cuando vemos, la vista colma su deseo, pero al oído no le llena lo que se ve; para éste es una pérdida de tiempo lo que percibe la vista. Algo parecido nos sucede en la oración. Cuando nos ponemos a hacer oración silenciosa los sentidos corporales y la imaginación se inquietan. Ellos no reciben lo que demandan, provocando una sensación de inutilidad y pérdida de tiempo que nos lleva a dejar la oración o a acortarla para alimentar nuestra razón y nuestros sentidos corporales, haciéndoles sentir que empleamos el tiempo de una forma más útil.
Eso es normal que suceda, pues cada uno pide lo suyo, pero hemos de tener la lucidez suficiente como para saber que nuestro sentido espiritual también necesita alimentarse, y no debemos dejar de hacerlo por la impaciencia de los otros sentidos. Vamos, que hemos de hacer como San Benito pide al abad, que dé a cada uno según su necesidad sin atender al enfado de los envidiosos ni ser él mismo injusto al dar a unos y no a otros arbitrariamente. Lo que sucede es que, al final, el que más guerra da termina siendo más atendido para que nos deje en paz. Algo así nos sucede con la demanda de los sentidos corporales frente a los espirituales. En la oración tratan de dominar y eclipsar al sentido espiritual.
Esto tiene su incidencia en una vocación como la nuestra, que encuentra su sentido en la vivencia espiritual que la sustenta. A veces, podemos pasar por crisis que en sí mismas son períodos de prueba, de cambio y crecimiento. Pero cuando la crisis se cronifica perdiendo el sentido de lo que vivimos y buscando cómo mantenernos entretenidos, podemos preguntarnos si lo que estamos viviendo es una crisis u otra cosa. Si nos regalan una hermosa y delicada planta en un tiesto, podemos disfrutarla y presumir de su belleza. Así es la vocación monástica. Pero si no la cuidamos, si no la regamos con la oración, la lectio divina, la abnegación, el domino de sí y la entrega personal, no debiera extrañarnos que esa planta vaya languideciendo hasta secarse. No se trata de una crisis producida por el cambio de temperatura, el ataque de un gusano o el olvido temporal de ser regada. Lo que le sucede es que se la está dejando morir. Solo un cambio serio de actitud logrará revitalizarla.
La clave para ese cambio de actitud está en descubrir lo que esa planta significa para mí. Lo que se hace por obligación puede lograr mantener una vida vegetal, como a una persona en coma, pero solo cuando hay una motivación más profunda, un enamoramiento o decisión personal de dar la vida por algo que es importante para mí, solo entonces mi actitud cambiará y haré que la planta alegre mi cuarto y no solo habite en él. No hablo de sentirme más entusiasta o menos, sino de una decisión más profunda, más existencial, más desde el amor y el sentido de la propia vida.
Todo tiene su momento y a cada uno hay que darle lo suyo. El mayor trabajo en la oración es precisamente tratar de dejar de lado a los latosos sentidos corporales no haciéndoles caso, para alimentar el sentido espiritual en el silencio y la escucha. Esto me recuerda a cuando estoy hablando con algún hermano y le cuestiono algo de él, casi de forma automática desvía la atención hacia los otros, echándoles la culpa, recordando lo que hacen, etc. Y una y otra vez hay que invitarle a centrarse sobre sí mismo. Así también tenemos que actuar cuando oramos, pues la imaginación se esfuerza en desviar nuestra atención de la presencia de Dios en la que tratamos de estar. Sea por nuestra fantasía, sea por nuestro interés, nos fatiga estar donde estamos en cada momento y ver las cosas tal y como son.
En la oración silenciosa no se nos pide nada más que estar en presencia de Dios nosotros mismos con lo que somos, sin fijarnos en esto o en lo otro, como ofreciéndonos a nosotros mismos en esa presencia y acogiendo a Dios que nos contempla. Primero tomar conciencia de lo que somos, obra de la gratuidad de Dios, poniéndonos de cara a él y ofreciéndonos a él como retornando a nuestro origen que es Dios mismo. Una donación de nosotros que hace fecunda la creación de Dios, cumpliéndose lo que dice el profeta Isaías: Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar…, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo (Is 55, 10-11). Esa agua que desciende sobre nosotros es la palabra de Dios escuchada contemplativamente en la oración. Por eso también es bueno ayudarnos de algún pequeño texto bíblico, palabra de Jesús o actuación suya que nos sirva para fijar nuestra mente de forma contemplativa, no especulativa, uniendo inteligencia y corazón, entendimiento y amor.
Esa actitud practicada en la oración desde lo que somos y no desde lo que hacemos nos permite fomentar una vida de oración en todo momento de nuestra vida, hagamos lo que hagamos o estemos donde estemos. La presencia real de Dios nos habita y somos muy conscientes de ella con la mente y el corazón, aunque no estemos pensando en Dios. El orante vive en esa presencia y se le nota en sus obras, en cómo afronta las cosas y en cómo trata a sus hermanos. Es la forma en que el sentido espiritual puede orientar a los sentidos corporales, dándoles lo que reclaman, pero no como lo reclaman. Es decir, colmando el deseo de ver de la vista, pero no para curiosear en vidas ajenas, sino para mirar compasivamente la realidad que le circunda. Colmando el deseo del oído de escuchar, pero no para juzgar, sino para acoger. Colmando el deseo de la lengua para hablar con misericordia y no para murmurar. Quien colma su sentido espiritual transforma su ser sin percatarse de ello, pues le sucede como al que habita un lugar, no es consciente del olor que le invade como lo percibe el que le visita.