Bien sabemos que en la oración silenciosa lo que más nos combate son las distracciones. La mente vuela alocada, afloran nuestras preocupaciones y pensamos que estamos perdiendo el tiempo al ver que no nos centramos y que podríamos estar haciendo otras cosas. Nuestra mente necesita algún tipo de ayuda. Una forma de ayudarla es fijarnos en algo muy simple como puede ser la repetición sosegada de una palabra que nos resulte significativa, por ejemplo: Padre (nuestro), te amo, Señor Jesús, etc., y hacerlo al ritmo de la respiración, fijándonos en ella. No sabemos lo que tenemos que percibir de Dios en la oración, pues lo desconocemos, pero sí podemos prepararnos a ello de la forma indicada.
A veces las distracciones comienzan con pensamientos buenos, pero que, poco a poco, van estimulando la fantasía, adentrándonos en una completa disipación. No es que haya que condenar esos pensamientos, pues, de hecho, son necesarios, sobre todo en los comienzos, cuando meditamos sobre la vida y las enseñanzas de Jesús que nos instruyen y nos predisponen interiormente, así como también sucede cuando nos vemos pecadores delante de Dios y experimentamos su misericordia. Pero en la oración hemos de irnos orientando poco a poco hacia la oración silenciosa donde el Espíritu de Dios habla a nuestro espíritu, donde la imaginación deja paso al suave deseo de Dios, como un acto de amor que fácilmente queda expresado en la palabra que repetimos. Una palabra que nos sirve de dardo y de escudo. Dardo que se lanza hacia Dios y escudo que frena la imaginación cuando nos negamos a disertar con ella, ni siquiera sobre las cosas más santas. Se trata de permanecer pacífica y amorosamente en presencia del que todo se desconoce pero que nos va enseñando directamente en el espíritu.
Es curioso cómo los pensamientos más elevados surgen cuando se quiere estar solo frente a Dios. Surgen quedamente y terminan siendo un obstáculo, pues nada inferior a Dios puede ocupar su lugar. Así como es más difícil resistir las sutiles tentaciones que brotan cuando las cosas van bien y la gente nos aplaude, así es más difícil dejar a un lado los buenos pensamientos en la oración cuando nos resultan gratificantes. No son malos, pero sí son un obstáculo para la oración silenciosa que se pone desnuda ante Dios. Y la tentación radica en que mientras en la oración no apreciamos nada aparentemente, con los pensamientos buenos experimentamos bienestar al sentirnos confortados interiormente, lo que nos resulta más atractivo.
Nuestro trabajo en la oración silenciosa es como la gota que cae suave, pero de forma constante sobre la roca. La insistencia y la perseverancia son la mejor manera de preparar el terreno para la gracia que nos lleva a intuir el conocimiento de Dios, perforando la barrera que nos lo oculta por el amor persistente que llama. Su respuesta será segura, aunque no se parezca en nada a lo que nosotros imaginamos, pues su enseñanza es directa, más allá de una presencia aparatosa que pondría a prueba nuestra humildad alentando la vanidad.
Todo se debate en lo profundo del corazón. Cuando nos vemos tentados, incomodados o en crisis, pensamos que, huyendo del lugar, quitando de en medio lo que nos pone a prueba o, incluso, amputándonos un miembro o sacándonos los ojos, obtendríamos la paz. Pero no es así, pues el deseo y la tendencia al pecado habitan en el corazón. Lo mismo sucede al que desea conocer a Dios. Sus ayunos, vigilias, lecturas o prolongados silencios no se lo concederán. Las prácticas externas nos ayudan a evitar el pecado y a predisponernos a la gracia, pero la obra de Dios se realiza en lo oculto del alma, es obra del Espíritu al que debemos dejar actuar confiando en el amor de Dios. Cuando ese amor prende dentro de uno, entonces su fuerza surge como la muerte, como el abismo, sin que las aguas caudalosas lo puedan apagar ni anegarlo los ríos (Cant 8, 6s).
Nadie va al combate o a una competición deportiva sin una preparación previa. Uno de los ejercicios preparatorios que nosotros tenemos que hacer es tomar conciencia de los pensamientos que nos vienen a la mente. No me refiero ahora a los que surgen en la oración, pues en ella lo mejor es descartarlos sin más. Me refiero a los muy diversos pensamientos que tenemos a lo largo del día. Algunos resultan gratificantes o nos impulsan a hacer obras buenas, mientras que otros nos perturban o nos inducen al pecado. Debemos percatarnos de nuestros pensamientos y deseos en cuanto surgen para dejarlos pasar o no, preguntándoles con Josué: ¿Eres de los nuestros o del enemigo? (Jos 5, 13). Que es lo mismo que aconsejaba San Antonio Abad a sus discípulos: “Cuando tengas un pensamiento, antes de abrirle la puerta de tu mente consciente y permitir que empiece a actuar en ella, pregúntale de dónde viene. Si es un buen pensamiento inspirado por el Dios que hizo este mundo en perfecto orden, déjalo entrar; si es un pensamiento maligno, inspirado por el caos o incluso por el enemigo del bien, impídele la entrada”.
Quien no vigila sus pensamientos es como una plaza fuerte que deja las puertas abiertas día y noche, se va acostumbrando a que todos entren y salgan con total libertad, lo que no le traerá nada bueno. Ciertamente que no podemos evitar plenamente el pecado, pero sí somos responsables de nuestro cuidado en vigilar las puertas por donde entra, que son los sentidos y los pensamientos. Tendemos a tolerar lo pequeño, olvidando que una pequeña grieta, termina haciendo un gran boquete.
Esta preparación del domino de los sentidos y los pensamientos es necesaria, pero solo el amor es el que nos sana en la raíz, induce a la bondad, es sensible ante las necesidades ajenas, responde con altruismo, y todo por un deseo profundo de actuar según Dios, que es quien nos habita. ¡Qué importante es sentirse habitado! ¡Qué importante es acoger esa habitación y poner en ella todo el anhelo! Eso nos trae paz aún en medio de la tempestad, la noche o el desierto, sabiendo que nadie nos lo puede quitar y que es como una fuente que brota en nuestro interior alimentándonos sin tener la imperiosa necesidad de buscar otras fuentes más allá.