El buen carterista es el que consigue desviar la atención de su presa para poderle quitar la cartera sin problemas. El buen timador no es el que se dirige a nosotros con una mentira, sino el que nos dice algo verdadero a modo de cebo para engañarnos y desvalijarnos. Así hace con nosotros el mal espíritu cuando se asienta en nuestro mundo. Muchas cosas buenas y atractivas nos sugiere. La trampa está en que nos lo presenta como lo único importante, nos invita a mirar fuera y no dentro de nosotros, haciéndonos sentir como un pez que tiene la sensación de estar ahogándose en la playa sin darse cuenta de que está en el mar. Es lo que le pasa al que siendo templo del Espíritu lo desconoce por la lejanía o por los formalismos. Necesitamos tener experiencia para poder ayudar a otros a que la tengan.
En el camino hacia nuestro interior no van a desaparecer nuestros pensamientos superfluos, pero sí podemos dejarles de prestar atención. Es un largo y exigente camino de unificación que todos podemos hacer, aunque no sin dolor al sentirnos despojados. Solo si nos vaciamos de lo superficial nos podremos encaminar a nuestro yo verdadero, experimentando la unidad con la plenitud de Dios que todo lo abarca.
Como ya hemos visto, el camino que nos acerca más directamente a Dios no es el conocimiento, sino el amor, un amor más místico que sensitivo. A Dios podemos amarlo, pero no pensarlo. Los conceptos nunca nos revelan a Dios, pero el amor sí nos acerca a él. De ahí que quien busca a Dios deba dejar de lado todo pensamiento, sea malo o bueno. Todo concepto o imagen de Dios dificultan la oración contemplativa. A Dios nos tenemos que dirigir con nuestro amor, desnudo de todo ropaje mental. El silencio místico del que nos habla el Ps. Dionisio y en el que nos debemos adentrar está entre el silencio que hacemos respecto a las vanidades o curiosidades mundanas que tratamos de acallar y el silencio de lo insondable de Dios. El libro de La Orientación Particular comienza diciéndonos:
“Cuando te retires a hacer oración tú solo, aparta de tu mente todo lo que has estado haciendo o piensas hacer. Rechaza todo pensamiento, sea bueno o malo. No ores con palabras a no ser que te sientas movido a ello… No te preocupes de la clase de oraciones que empleas, pues no tiene importancia que sean oraciones litúrgicas oficiales, salmos, himnos o antífonas; o que tengan intenciones particulares o generales… Trata de que no quede en tu mente consciente nada a excepción de un puro impulso dirigido hacia Dios. Desnúdala de toda idea particular sobre Dios… y mantén despierta solamente la simple conciencia de que él es como es” (El Libro de la Orientación Particular, 1).
Las distracciones nos acompañarán siempre, pero es necesario el empeño pacífico por aquietar la imaginación, suprimiendo así las “nubes” que se interponen, aunque ello no conduzca necesariamente a la visión directa de Dios, al menos en esta vida. En este punto el cisterciense Isaac de Stella toma el simbolismo de una arraigada tradición mística dentro de la Iglesia que emplea el oxímoron para explicarse, hablándonos de nubes clara, nubes lucida, nubes sapientiae, como contraposición a nubes turbida, nubes densa, nubes ignorantiae. Con ello quiere expresar la oscuridad que para el hombre encierra la luz divina: “Hay tinieblas en la luz, y mucho mayores en una luz más intensa”, así como la imposibilidad de ver a Dios cara a cara en este mundo. Se trata de un no-conocer que no es sinónimo de ignorancia, sino de un conocimiento más profundo de Dios. Conocimiento negativo de Dios que encontramos en muchos escritores místicos. Dios se da a conocer al hombre, pero al mismo tiempo permanece en la incomprensibilidad divina. Las tinieblas vienen por la falta de luz, y en éstas vive el que permanece en el pecado sin poder conocer a Dios. Pero las tinieblas también pueden venir por el exceso de luz. Nos dice Isaac: “el Señor es luz y en él no hay tinieblas, pero es su inaccesible luz lo que produce en nosotros las tinieblas. Porque dos cosas producen las tinieblas: la ausencia y la sobreabundancia de luz”.
Dios no es nada de lo que existe. No es nada de lo que nosotros conocemos. Por eso nos acercamos más a la verdad cuando negamos que cuando afirmamos. Las tinieblas son, pues, el principio de la luz.
En su intento por expresar cómo es la visión de Dios Isaac va a emplear otras expresiones paradójicas y antagónicas: “Lo mismo, en efecto, que no viendo nada, vemos las tinieblas invisibles, no oyendo nada, oímos el silencio inaudible, así, ciertamente, sucede que, no viendo, no soportando la luz sobreabundante e insoportable, vemos esa luz invisible, no quedando ciegos sino subyugados por la luz”. El hombre espiritual puede tener alguna experiencia mística de esa visión de Dios, pero se realiza como en un instante, después del cual el hombre se ve impotente de decir nada y casi no puede ni recordar.
En nuestro trabajo para tratar de acallar nuestros pensamientos es útil utilizar una o dos palabras significativas para uno mismo y repetirlas a modo de jaculatoria o mantra, hasta que tales pensamientos se desvanezcan, como hacía el Peregrino ruso con la oración de Jesús. Es bueno utilizarlas para dominar las distracciones al ponernos a meditar. Cuando nos viene el deseo de racionalizar o pensar incluso sobre esa palabra que repetimos o lo que estamos haciendo, basta con seguir repitiéndola simplemente para que los pensamientos se dispersen, lo que quizá terminen haciendo por habernos negado a discutir con ellos. El valor de esa palabra repetida estriba precisamente en su simplicidad. En la oración contemplativa todos los pensamientos terminan siendo un obstáculo por muy sublimes que sean. Los pensamientos sobre Dios nos pueden distraer de Dios mismo.
El libro La Nube del No-Saber nos propone una forma de realizar la oración de un modo contemplativo:
“Eleva tu corazón al Señor; con un suave movimiento de amor, deseándole por sí mismo y no por sus dones. Centra tu atención y deseo en él y deja que sea esta la única preocupación de tu mente y tu corazón. Haz todo lo que esté en tu mano para olvidar todo lo demás, procurando que tus pensamientos y deseos se vean libres de todo afecto a las criaturas del Señor o a sus asuntos tanto en general como en particular. Quizá pueda parecer una actitud irresponsable, pero, créeme, déjate guiar; no les prestes atención.
Lo que estoy describiendo es la obra contemplativa del espíritu. Es la que más agrada a Dios. Pues cuando pones tu amor en él y te olvidas de todo lo demás, los santos y los ángeles se regocijan (…). Los hombres, tus semejantes, se enriquecen… Las mismas almas del purgatorio se benefician… Y, por supuesto, tu propio espíritu queda purificado y fortalecido por esta actividad contemplativa más que por todas las demás juntas…
Persevera, pues, hasta que sientas gozo en ella. Es natural que al comienzo no sientas más que una especie de oscuridad sobre tu mente o, si se quiere, una nube del no-saber. Te parecerá que no conoces ni sientes nada a excepción de un puro impulso hacia Dios en las profundidades de tu ser. Hagas lo que hagas, esta oscuridad y esta nube se interpondrán entre tú y tu Dios. Te sentirás frustrado, ya que tu mente será incapaz de captarlo y tu corazón no disfrutará las delicias de su amor. Pero aprende a permanecer en la oscuridad. Vuelve a ella tantas veces como puedas, dejando que tu espíritu grite en aquel a quien amas. Pues si en esta vida esperas sentir y ver a Dios tal y como es, ha de ser dentro de esta oscuridad y de esta nube. Pero si te esfuerzas en fijar tu amor en él olvidando todo lo demás –y en esto consiste la obra de la contemplación que te insto que emprendas-, tengo la confianza de que Dios en su bondad te dará una experiencia profunda de sí mismo” (La Nube del No-Saber, 3).