CÓMO DEBE SER EL ABAD
(RB 2-11) 11.03.12
Para San Benito, el abad tiene una responsabilidad principal sobre la comunidad y sus necesidades, pero establece una clara prioridad de lo espiritual sobre lo material. Por eso recuerda al abad en su labor pastoral que no puede excusarse en las preocupaciones materiales para dejar de ejercer el ministerio que se la ha confiado: Ante todo, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas que se le han encomendado, no se interese más por las cosas transitorias, terrenas y caducas, sino que considere siempre que aceptó el gobierno de almas, de las que tendrá que rendir cuentas. Y para que no alegue una posible penuria de bienes materiales, acuérdese de que está escrito: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura”. Y también: “Nada falta a los que le temen”.
San Benito parece poner en la balanza dos tipos de bienes, el bien de las almas y los bienes materiales. Siendo ambos bienes, recuerda al abad con insistencia no se confunda y vaya a dedicar más esmero a los segundos en detrimento de lo primero, por lo que le insiste en lo efímero de aquellos. Sin duda que San Benito no es un soñador despreocupado de lo necesario, como si pensara que sus monjes son seres angelicales que no reclaman las cosas que necesitan. La vida monástica se asienta en la realidad concreta de la vida, y la RB es reflejo de ese realismo fruto de la experiencia, llegando a enumerar las cosas mínimas a las que tienen derecho los monjes para que no haya murmuración justificada (RB 55).
Está claro que por mucho que nos complazcan los bienes materiales, por mucha seguridad y bienestar que nos proporcionen, valoramos más a las personas y sus necesidades más profundas. Mi experiencia es que se recuerda con más agrado a aquellos hermanos y abades que han contribuido al crecimiento humano y espiritual de la comunidad que a los que casi se han limitado a promover su bienestar material. Algunos creen entregarse de lleno a los hermanos buscando la prosperidad material, y experimentan la frustración de “no sentirse” valorados por la comunidad. Sin duda que los hermanos agradecen sinceramente nuestra entrega material, pero es un agradecimiento tan fugaz como las mismas realidades caducas. Las cosas desaparecen, pero el recuerdo de las personas buenas y su doctrina, permanece. Pervive más prolongadamente la memoria de los maestros que la de los gestores que mejoran la economía, especialmente si han amado de verdad, si han ayudado a crecer humanamente a sus hermanos y han plasmado por escrito sus enseñanzas. La comunidad agradece más la entrega de éstos que la de aquéllos.
Esta experiencia nos hace comprender mejor la enseñanza de San Benito que nos habla desde un convencimiento personal y bíblico. E, incluso, deja entrever que mantener en un segundo lugar la preferencia por las seguridades materiales, nos abre a una experiencia espiritual imprescindible: confiar en la Providencia, vivir de una forma tangible nuestra filiación divina. Es fácil confiar cuando se tiene todo asegurado. Pero sólo se puede confiar verdaderamente cuando hay un motivo para dejar que otro salga fiador de mí al no poder confiar en mis propias fuerzas. Necesitamos experimentar la fragilidad del niño que tiene que ser sostenido. Nos cuesta mucho aceptar nuestras debilidades, pecados o límites y ponerles nombre sin tapujos. Ello significaría reconocer una fragilidad que no soportamos, pues realmente no descansamos en el Señor, sino en nosotros mismos, por lo que estamos abocados a la frustración si reconocemos lo que somos. Pero quien tiene un corazón de niño, sabe que su fuerza reside en su padre, que es Dios quien lo sostiene y justifica, que su dignidad está en la de ser hijo amado de Dios y sus méritos no son otros que los de Jesucristo. Por ello es tan necesario que demos el paso de conversión. Una conversión no inicialmente a realizar obras buenas, sino a estar dispuestos a reconocer pacíficamente lo que somos, abandonados en el amor de Dios. Este paso nunca puede ser enajenante, nunca puede justificar nuestra pereza para afrontar los problemas de la vida, pero sin él no podremos tener una experiencia de Dios más allá de lo que se toca, y quizá nuestra actividad esté vacía, más centrada en demostrarnos algo a nosotros mismos y a los demás que en atender la necesidad del prójimo.
La figura del abad queda reflejada en todo este capítulo como un servidor de los hermanos, un servidor con una misión recibida en aras al crecimiento de sus hermanos y de toda la comunidad. Si hoy día tenemos mayor conciencia de la responsabilidad de todos y cada uno en esa misión, podemos escuchar este capítulo como una llamada a la responsabilidad personal de todos los hermanos. Siempre, es cierto, tendrá que haber alguien que lidere, anime y, en su caso, diga la última palabra, pero toda la comunidad debe tomar conciencia de su implicación en el caminar de los hermanos, en la vivencia auténtica de nuestra vida, en la escucha acogedora de todo lo que Dios pueda decirnos a través de cualquiera de nosotros. Así también debemos acoger la responsabilidad que San Benito atribuye al abad cuando concluye el presente capítulo recordándole que debe prepararse para dar razón de las almas que se le han confiado: Sepa que el que acepta el gobierno de almas, debe prepararse para dar razón de ellas. Y tenga por cierto que en el día del juicio deberá dar cuenta al Señor de tantas almas cuanto es el número de hermanos que sabe que tiene bajo su cuidado, añadiendo sin duda la suya propia. Y así, temiendo siempre el futuro examen del pastor sobre las ovejas que le ha confiado, mientras se preocupe de la cuenta ajena, se cuidará también de la suya propia, y mientras con sus exhortaciones facilita la enmienda a los demás, él mismo va corrigiéndose de sus propios defectos.
Esto es verdaderamente iluminador. Uno de nuestros grandes problemas es que pretendemos que todo gire a nuestro alrededor. Todo lo juzgamos y valoramos según nuestros deseos, necesidades o intuiciones personales. Y nos debatimos en una lucha fatigosa y estéril. Aquí parece que San Benito da por supuesto que el abad no debe preocuparse por mirarse demasiado a sí mismo, sino que la misma atención a los hermanos, el empeño por ayudarles, por sacar lo mejor que hay de la comunidad, porque hagan un camino en consonancia con el evangelio, etc., será lo que le irá transformando a él mismo. Esta salida de sí como enriquecimiento personal es algo también válido para todos los hermanos, siempre y cuando no se reduzca a un curiosear sobre las vidas ajenas para dar consejos que uno mismo no cumple. Es un camino difícil, pues supone infinita paciencia y no poca renuncia personal en tiempo y en la forma de orientar y realizar las cosas.
Querer participar todos de esa misión que la RB encomienda al abad supone gran confianza en la comunidad. No es un paso fácil. Mandar lo sabe hacer cualquiera cuando lo que se busca es que las cosas se hagan como a uno le parece. Entregarse al servicio de la comunidad, creyendo en ella aún con sus debilidades y procurando el crecimiento de los hermanos sin mirarse tanto a uno mismo, no es tarea fácil. El liderazgo evangélico no es el del que se busca a sí mismo para imponer sus criterios, sino el del que vive en función de las personas que se lidera. Ya lo decía Jesús: El mayor entre vosotros, será vuestro servidor, y el primero entre vosotros será vuestro esclavo (Mt 20, 26-27).
Este final del capítulo 2º nos viene a recordar que las personas son más importantes que las cosas, que tener cubiertas todas las apetencias materiales no ofrece la felicidad, que aunque se busque un hábitat acogedor no se puede anteponer a otros valores más profundos. Quien vive según este mensaje es luz para los que están ofuscados en los bienes materiales, olvidándose del valor auténtico de las personas. De nada vale nuestra luz si se confunde con la oscuridad.