Fidelidad
La fidelidad es algo que todos valoramos mucho. Cuando decimos que una persona es fiel, decimos que es una persona creíble, digna de confianza, honesta.
Pero la fidelidad la podemos vivir de manera distinta según enfoquemos la vida y según sea nuestra visión antropológica. Cuando tenemos un enfoque más personalista, cuando nos situamos demasiado en el centro de la realidad, lo vivimos todo en función de nosotros mismos. Cuando se vive de este modo, la fidelidad se va a centrar muy especialmente en la propia coherencia, en la fidelidad a nuestros principios y compromisos, en alcanzar las metas que nos hemos propuesto, en cumplir con nuestras obligaciones e ir perfeccionándonos.
Todo eso tiene un gran valor, no cabe duda, pero la fidelidad se puede orientar también de una forma más descentrada, no fijándonos tanto en nosotros mismos cuanto en nuestra capacidad de relación. En este caso la fidelidad siempre tiene delante un tú, no para centrarse en él, sino para entablar una relación con él, un diálogo fecundo en el que ambos se interpelan y comparten mutuamente para llegar a dar a luz algo nuevo, fruto de esa relación. Habrá que pasar por el riesgo de quitar las propias barreras, de hacerse vulnerable, de estar dispuestos a arriesgar y a mancharse si la fidelidad con el otro nos lleva a acercarnos mucho a su barro. Habrá que dejar de aferrarse a aquello que da seguridad y abrirse a la fe en el otro, a un confiar fecundo que descentra y engendra algo nuevo fruto de ambos.
Este tipo de fidelidad es menos controlable, más imprevisible, pero al mismo tiempo más rica, menos endogámica, abierta a algo nuevo en lo que participamos pero en lo que no somos los únicos protagonistas. Es la fidelidad que se desea construir con otros, fidelidad en la amistad, fidelidad en comunidad de vida, fidelidad en la comunión de fe (Iglesia). Este tipo de fidelidad implica una fidelidad a sí mismo, no cabe duda, pero en relación. Es la fidelidad a mí mismo en un nosotros abrazado libremente. En este caso ya no sólo tengo que abrirme a mi pasado y a mis ideas y proyectos, ya no sólo tengo que integrar mi historia en el presente que vivo y la meta que anhelo, sino que he de abrirme al pasado, a la historia y a los proyectos de quienes me acompañan en el camino común que pretendemos realizar. De ese modo mi existencia e ideales dejan de tener su origen y fin en mí mismo para tenerlo en un nosotros compartido. Mis proyectos y mi vida dejan de comenzar conmigo mismo para abrirse a una tradición común, una historia personal que se inserta en otra recibida para dar lugar a una existencia que nos transciende y nos precede.
Este tipo de fidelidad en relación es exigente y contraría no pocas veces, pero abre horizontes y evita rigideces y fundamentalismos egocéntricos para abrirse a la exigencia del amor en relación. Ser fiel en relación es ser fiel a la relación con el otro, al fruto que nace de esa relación, a la verdad común que surge de ella, abriéndonos a ella y acogiéndola de corazón, aunque no siempre se comprenda bien. El amor que surge en la relación puede llegar a iluminar y justificar lo que la razón no siempre alcanza a comprender, ni el propio gusto acoge de forma natural.
La fidelidad que se centra en sí mismo, la “fidelidad a uno mismo”, puede ser dura y rígida. La fidelidad en relación es más propia del corazón de carne que nos anuncia el profeta: “Arrancaré de su pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19). La fidelidad en relación supone una realidad afectiva que servirá de impulso vital en nuestro camino de conversión, pues el amor da fuerzas para la lucha e impulsa al cambio y a la perseverancia, tornando la frialdad del perfeccionismo en cálido amor, ternura, compasión, perdón. La fuerza de esto es mayor que lo otro, pues nos permite vivir una fidelidad paciente y comprensiva, siempre abierta a la esperanza, sin que deje de ser exigente.
Se trata de una fidelidad a Dios junto con los otros, acogiéndolos con sinceridad y ternura respetuosa, sabiendo que sólo una acogida así será capaz de levantar el edificio común de la comunidad, construida en una común fidelidad. Es entonces cuando crece en nosotros el amor a Dios y a los hermanos como una sola cosa, deseando amar a ambos al unísono, sin escandalizarse fácilmente de las debilidades de los demás, sino sintiendo la misma ternura de Dios. Como diría San Bernardo: la razón se da cuenta, pero sólo cuando se despierta y reorienta el afecto, la voluntad comienza a cambiar. “Una comunidad que ama engendra personas que aman”, encaminándolas a un amor casto que no es otra cosa que un amor abierto, sin límites y sin la esclavitud y ataduras de la propia sensualidad e interés. Una comunidad que no se conforma con ser la suma de fidelidades individuales, sino que camina queriendo ser fiel a un proyecto común, lleva en volandas a los hermanos aún en los momentos de flaqueza. Cuando la fidelidad está inserta en el amor, es una fidelidad compartida que genera vida más allá de nosotros mismos.