Aunque pongamos grandes expectativas en ciertas cosas, personas o acontecimientos, esperando que nos aporten bienestar o seguridad, en realidad no pueden hacer nada por sí mismos. No son más que la oportunidad de sacar de nosotros lo mejor o lo peor. Cada cual sabrá lo que decide hacer. Ni lo que nos sucede en el presente ni lo que nos sucedió en el pasado es capaz de condicionar absolutamente nuestro devenir, por mucho que nos pueda influir. Como decía uno: “La libertad es que tú decidas tener un presente y un futuro que no esté determinado por tu pasado”. Y el filósofo Jean-Paul Sartre decía también al respecto: “Libertad es lo que uno hace con lo que le han hecho”. Pretender enraizar nuestra identidad en las experiencias que tuvimos en el pasado, es arriesgarnos a no ser nosotros mismos, sino estar anclados en algo que nos sucedió, en algo que nos caracteriza o en ciertos acontecimientos de la vida, con la frustración y sufrimiento que eso conlleva, pues no nos pueden dar una felicidad sólida. Esta solo brota de lo que realmente somos.
Y no digamos cuando nos identificamos con las modas o el tener determinadas cosas, al pensar que nos dan la mejor imagen de nosotros ante los demás. Cuando nos enredamos en ese mundo reducimos nuestra identidad a tener tal o cual cosa, siendo presas fáciles para el mundo del consumo, frustrándonos cuando no conseguimos algo, entregados como estamos a la dictatura de la imagen y del tener. Todos sabemos lo que dura esa satisfacción en la que se educa a los niños al recibir tantos regalos que les impide disfrutar de ellos un tiempo prolongado. Se nos engaña haciéndonos creer que necesitamos tal o cual cosa para ser felices, para ser admirados o respetados por los demás, y cuanto más débil es nuestra identidad, cuanto menos asentados estamos en nuestro verdadero ser, cuanto más vacío experimentamos, tanto más buscamos todo lo que se nos ofrece.
La mentira tiene éxito porque goza de parte de verdad. Nadie es engañado con una mentira que no tiene visos de verdad. Se busca la felicidad, y eso es bueno, pero no se nos dice que ese tipo de felicidad provoca adicción, que siempre necesita más sin llegar a colmarse. Cuando Jesús nos avisaba que no se puede servir a Dios y al dinero a un mismo tiempo, nos está previniendo contra esto. Renunciar a una estructura social basada en el consumo nos hará más sobrios en el tener, pero no menos felices. Basta mirar a los niños cómo saben divertirse con cualquier cosa, sin necesidad de muchos juguetes, especialmente antes de haberles metido en la espiral del consumismo. Nuestra vida es más sobria y saludable cuando sabemos disfrutar de lo que tenemos en cada momento, sin estar condicionados por las necesidades falsas que nos crean la sobreestimulación externa.
Uno puede decir: “pero eso no nos afecta en el monasterio”. Es verdad que aquí no estamos tan expuestos a ese afán de tener o a esa ilusión de que tal o cual cosa nos puede hacer más felices. También es verdad que nuestro género de vida nos ha enseñado a vivir con poco y saber gozar de lo que tenemos. Pero las tendencias naturales del corazón humano siguen anidando en cada uno de nosotros, y se adaptarán a las situaciones peculiares en que vivimos. Muchos no roban porque no han tenido una ocasión fácil de hacerlo, porque no han sido puestos delante de un fajo de billetes cuando nadie los ve y tienen alguna necesidad. Ese no robar carece de mérito, no es fruto de la virtud. Por eso no debemos compararnos con nadie para considerarnos mejores, sino escudriñar nuestro corazón para descubrir cómo habitan en él esas tendencias. Curiosamente observamos que el afán de poder se da lo mismo en el que tiene autoridad sobre muchos que en el que se le ha encomendado una responsabilidad apenas relevante. Igual sucede con nuestra necesidad de buscar seguridades, nuestro afán de tener o nuestro deseo de cualquier otra cosa en la que poner nuestra felicidad. No es cuestión de tamaño o de relevancia, sino de pureza del corazón. No vivamos de la ilusión de las cosas que son poco más que apariencia que hoy están y mañana desaparecen. Solo queda lo que reside en el corazón.
Si nos examinamos, podemos observar la diferencia que hay entre el placer y la alegría. El placer suele venirnos de fuera. Determinadas cosas o acciones nos pueden producir placer, pero la alegría brota de dentro, es el eco que queda en nuestro corazón por una vivencia más profunda. Por eso la felicidad que nos traen los estímulos externos tiene una duración fugaz, mientras que la felicidad que brota de nuestro ser permanece más allá de dichos estímulos. Su fuente radica en nuestro interior, algo con lo que nacemos, la presencia de Dios que nos habita y que la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas, como nos dice la 1ª carta de Juan, tratan de diluir. A nosotros nos toca cuidar esa felicidad que nos habita para que permanezca a pesar de los pesares.
Tener conciencia de esto nos ayuda a disipar muchos miedos, pues nos hace comprender que las cosas y los acontecimientos hoy son y mañana dejan de ser, que no merecen que pongamos en ellos nuestra felicidad ni permitamos que nos aterren. Simplemente son y pasan por nuestra vida sin mayor durabilidad que el eco que han dejado en nosotros y cómo nosotros los hemos manejado. El libro de Cohélet nos recuerda desde su inicio: ¡Vanidad de vanidades!, todo es vanidad… Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. No nos resistamos a lo que es, pues de nada nos sirve. Trabajemos por hacer un mundo mejor exterior e interiormente, pero sin resistencias amargas, pues los creyentes sabemos también que sobre todo ello aletea misteriosamente la providencia de Dios. No temamos ante lo que no tiene consistencia ni pongamos nuestra felicidad en lo que carece de continuidad. Podemos sentir miedos puntuales y experimentar gozo ante determinadas cosas, pero solo la felicidad que brota de nosotros permanece.
Soy consciente que esto se puede interpretar como una invitación al conformismo, a un quietismo descomprometido, pero no es eso lo que pretendo decir. Es el paso previo a un compromiso de vida asentado en el propio ser y no en el vaivén de los acontecimientos. Esa paz interior nunca puede ser un refugio confortable, sino una visión de las cosas que nos induzcan a un compromiso desde la quietud de la fe.