Si tenemos algo muy valioso para nosotros y además es frágil, estoy seguro de que no lo pondremos en manos de cualquiera, como una madre no deja a su bebé en manos de una persona brusca y descuidada. Esto también se puede aplicar a muchas otras cosas, como el no confiar un secreto a cualquiera ni hacer una confidencia a un desconocido. Y ¿qué le sucede a un cocinero que hace un plato muy fino y exquisito y ve cómo lo come un glotón que nada aprecia más que llenar el estómago?, no creo que le guste.
A algo de todo eso se refiere el siguiente consejo que Jesús nos hace en el evangelio: No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con su patas y después se revuelvan para destrozaros. ¿Qué es lo santo?, ¿qué son las perlas?, ¿qué son los perros o los cerdos?
Los estudiosos no lo tienen claro, pues parece que es un dicho popular, pero en el contexto del evangelio parece que puede aludir a lo más valioso para nosotros desde la fe: la eucaristía y la palabra de Dios, el pan eucarístico y el pan de la palabra.
La Didajé ve en lo santo y las perlas a la eucaristía: “Nadie coma ni beba de vuestra eucaristía, sino los bautizados en Nombre del Señor; y, en efecto, acerca de esto ha dicho el Señor: No deis lo santo a los perros” (Didajé 9, 5).
Recuerdo, hace ya bastantes años, que vinieron por el monasterio unos miembros de Hare Krishna pertenecientes a la comuna que había en Brihuega. Me confiaron unos trozos de pan u otro tipo de alimento -no recuerdo bien- para que me los tomara, pidiéndome encarecidamente que no los tirase a la basura, que antes los quemara. Comprendí el valor sagrado que ellos daban a este alimento. Para ellos ese alimento era sagrado, pero para mí no lo era, por lo que no tuve ningún reparo en tirarlo a la basura. Está claro que no solo es importante que el objeto sea sagrado, sino que es fundamental que la persona lo considere como tal.
Trasladando el ejemplo a la eucaristía, es comprensible que las primeras comunidades cristianas, tuvieran especial esmero en protegerla frente a los que no creían en ella, pues, al no valorarla, la tirarían a la basura. El evangelista Mateo se refiere a esos potenciales profanadores como perros y cerdos, animales impuros para los judíos. Es decir, que no demos la eucaristía a los que no creen en ella ni están bautizados, pero sobre todo que no se la demos a los que la van a despreciar y la pueden pisotear.
Por otra parte, San Pablo nos avisa que nosotros mismos pudiéramos ser esos potenciales profanadores: Quien coma el pan y beba el cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1Cor 11, 27). Normalmente se interpreta esa indignidad con estar o no estar en pecado mortal. Pero el sacramento de la reconciliación no basta si no hay conversión del corazón. Los sencillos comprenden muy bien esto, como hace años pude experimentar con una joven religiosa que me decía que para ella era fundamental reconciliarse primero con la hermana que había ofendido antes de ir a confesarse. Era una persona bastante joven que estaba en los comienzos de la vida religiosa y me sorprendió e hizo pensar, consciente como soy de la dificultad que tenemos para una verdadera reconciliación y conversión de corazón, contentándonos muchas veces con buscar la paz que nos ofrece el sacramento de la confesión y no tanto la reconciliación.
El cuerpo del Señor no solo es el pan y el vino consagrados, sino la comunidad, cuerpo vivo de Cristo, a quien tiene por cabeza. En este sentido también podemos profanar la eucaristía cuando la celebramos estando enemistados con el hermano. Bien sabemos que Cristo quiso unir estas dos realidades íntimamente, hasta el punto de que nos dice que cuando uno se acerca al altar y tiene algo contra su hermano o sabe que su hermano tiene algo contra él, debe dejar su ofrenda ante el altar e ir primero a reconciliarse con su hermano, y solo luego vuelva a presentar su ofrenda.
Las palabras de Jesús son muy claras y no podemos decir que no las entendemos. De ahí que cuando uno está en pecado grave y público se le pueda privar de la comunión hasta que no haya un arrepentimiento. Es la excomunión en su mayor grado. Comulgar sin estar en comunión es pisotear lo comulgado, reírse de lo que hacemos, vaciarlo de significado. Esa actitud incoherente puede escandalizar a quien la contemple.
Pero en el contexto en el que estaba hablando Jesús en el evangelio, lo santo y las perlas también se ha interpretado como las mismas palabras del Señor, ridiculizadas por los escribas y fariseos. ¿Y por qué las ridiculizaban? Porque tenían cerrado el oído de un corazón que ya estaba lleno de sus propias doctrinas. Lo tenían todo claro, hasta los más mínimos detalles, como el lavado de las manos o de los pucheros en la comida. Tenían un buen elenco de normas donde todo se explicaba, y donde Jesús aparecía como un maestro incómodo que priorizaba la conversión del corazón al cumplimiento de los detalles, que era incapaz de comprender que debía guardar el sábado, incluso sin curar a nadie, pues ya tenía otros seis días a la semana en los que lo podía hacer, etc. Es decir, cuestionaba las normas que les daban seguridad en su camino de fe y, pensaban, les garantizaba el calificativo de buenos judíos.
Ante esa actitud surgía la pregunta: ¿merece la pena anunciar el evangelio a los que no lo acogen porque ya tienen su propia palabra de salvación? La respuesta nos las dio el mismo Maestro cuando nos dijo: si en una ciudad no os acogen, sacudid hasta el polvo de vuestros pies y marchad a otra. No hay que empeñarse ante los oídos cerrados. Dediquemos toda nuestra energía a aquellos que tiene los oídos abiertos y están deseosos de recibir las perlas del evangelio.
Aplicado a nosotros, no creo que tengamos un corazón tan duro, pero mi experiencia es que hay que esperar su momento. Hay a personas que puedes hablar con sinceridad y te acogen la corrección con gran sencillez de corazón, buscando vivir según Dios por el camino de la humildad. Pero también es verdad que esto no es lo más corriente, ni mucho menos, ni siquiera en el mundo religioso. El bautismo nos da la gracia y nos quita el pecado, pero no nos blinda ante él. El hábito nos recuerda continuamente lo que somos y deseamos ser, pero no nos garantiza que lo seamos. Incluso pudiéramos ser perfectos cumplidores de todo lo que está establecido, sin diferenciarnos demasiado de un androide bien programado. La conversión del corazón no se hace sin gran amor y sufrimiento, sin deseo de Dios y renuncia, sin someter nuestro ego y abrazar la humildad. Por eso, a veces, hay que esperar el momento oportuno para poder dar las perlas de la corrección sin que la persona se revuelva. Mientras tanto, basta con las correcciones cosméticas de la vida para garantizar la convivencia y tratar de evitar la ruina de la persona si va por un camino muy errado.
En nuestras manos está acoger o no las perlas que se nos dan, y no nos escudemos en nuestro pasado, en nuestra forma de ser, en lo malo que son los demás, en que “es voluntad de Dios”. En nuestras manos está acoger lo santo y las perlas para que den fruto en nosotros sin pisotearlas ni revolverse contra Dios por el pecado.