Cuando hacemos una obra buena podemos distinguir entre la obra en sí misma y la motivación que tenemos para hacerla. Una vez más Jesús nos invita a mirar esto último, las motivaciones del corazón. Sin duda que es mejor hacer una obra buena que una mala, pero la realidad puede ser muy engañosa, pues no todo lo que aparenta bueno lo es, ni al contrario. Bien sabemos que las apariencias engañan, que juzgar por las apariencias nos puede llevar a cometer graves errores y causar mucho mal a los otros y a nosotros mismos, pues desconocemos lo que hay en el corazón de los demás y podemos ser injustos.
Cuando hacemos algo bueno sin desearlo es porque obtenemos alguna gratificación. La recompensa inmediata es lo primero que funciona en nosotros, pues nuestra naturaleza animal nos acompaña. El primer premio que aprendemos a conseguir en la vida es el aprecio de los demás. El mayor castigo que puede recibir un niño es el desprecio de sus padres. Es tan importante para él la aceptación de sus progenitores que es capaz de obedecer y hacer algo que no le gusta con tal de recibir un beso o una sonrisa. Algo parecido nos sucede a nosotros. Por ese motivo a veces actuamos de manera diferente cuando somos vistos a cuando estamos solos.
Es por lo que Jesús nos pide practicar la justicia no para ser vistos por los hombres, sino por Dios: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Esa “justicia” que debemos practicar son las buenas obras, que para los judíos se centraban en la limosna, la oración y el ayuno. Toda acción buena debiera ser gratuita, fruto del amor, pues cuando se ama se hace el bien gratuitamente. Pero cuando se actúa bien para conseguir algo, dicha acción pierde su gratuidad, aunque siga siendo buena. ¿Por qué? Porque ya obtuvo la recompensa que pretendía. Una cosa es actuar bien gratuitamente, aun sabiendo que tendrá su recompensa, y otra muy distinta es hacerlo para obtener un fruto interesado. La diferencia está en la intención del corazón, en su gratuidad o en su interés.
Alguno podría decir que, entonces, carece de mérito hacer una cosa buena si sabemos que va a ser bien acogida o tenemos el deseo de que sea bien acogida. No lo creo, pues nuestros actos nunca pueden llegar a ser completamente puros. Siempre encierran algún tipo de interés. Pero una cosa es hacerlos por el interés que buscamos y otra hacerlos en gratuidad aún a sabiendas que terminarán siendo positivo para nosotros. Por otro lado, no podemos dejar de hacer el bien por miedo a la vanidad o a ser vistos o a pensar que pretendemos algún interés. Esos escrúpulos son un engaño. Quien deja de hacer el bien porque es visto, se equivoca.
El Señor Jesús nos invita a diferenciar entre la recompensa de los hombres y la recompensa de Dios. La recompensa de los hombres por nuestras buenas obras se manifiesta exteriormente, viendo sus frutos y sintiendo el amor de los demás. Quien hace el bien observa cómo generalmente ese bien retorna a él de múltiples formas. Pero la recompensa divina está en otro ámbito. La recompensa de Dios se orienta a nuestro ser. Por eso, quien hace el bien en gratuidad experimenta una fortaleza y consistencia interior muy grande, como si experimentara que Dios lo habita, lo que le llena de paz y de confianza, sin preocuparle tanto otro tipo de recompensa más aparente. Va incluso más allá, en la línea de la fe y del espíritu. Por eso es tan difícil comprender al que vive y actúa desde esa experiencia, pues los parámetros de la eficacia, la rentabilidad o de la propia imagen no tienen nada que ver con los que nos propone la mentalidad mundana.
Jesús nos concretiza esa forma de actuar de una manera muy clara: Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, … y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará. No vayas tocando la trompeta cuando haces una obra buena. No vayas diciendo a todo el mundo lo que has hecho o dejado de hacer para que se enteren y tú te puedas sentir mejor. Ni siquiera lo digas como el que lo hace despistadamente para que no se me note la vanidad. Actuar así ya está revelando tu necesidad en vacío que nunca podrá ser colmada.
Podríamos pensar: pues quien actúa como dice Jesús también está buscando una recompensa, la recompensa de Dios. Es verdad, pero nos sitúa en nuestra dimensión más profunda, en el fondo de nuestro ser, yendo más allá del sentimiento de la vanidad o la necesidad del aplauso. Actuar para obtener la recompensa de los demás nos mantiene siempre en un estado de necesidad, pues ese tipo de recompensas pasan rápidamente. Actuar como nos propone el Señor nos conduce a prescindir de esas migajas que nunca nos sacian y cultivar la fuente de la vida en nosotros para que brote sin fin. No es lo mismo pedir continuamente vasos de agua para calmar la sed que tener la misma fuente dentro de nosotros. Cuando nuestra limosna o buena acción queda en secreto voluntariamente, estamos pasando a otro nivel, al del espíritu, donde obtenemos la recompensa del espíritu de Dios.
Lo mismo nos pide Jesús cuando oremos. En la limosna se da algo, mientras que en la oración se aparenta algo. En la limosna damos algo nuestro, mientras que cuando nos ponemos a hacer oración visibilizamos nuestra imagen. Cuando damos algo para recibir una compensación se trata de un negocio, no va más allá. Pero cuando aparentamos ser personas de oración sin serlo, estamos engañando, somos como los hipócritas, haciéndonos detestables ante la verdad de Dios que escudriña los corazones. Más vale pecar, reconocerlo y pedir perdón, que tratar de pasar por santo sin serlo, aparentar ser una persona espiritual sin dejarse modelar por el Espíritu. El problema es que esto no suele sostenerse demasiado tiempo, pues nadie puede dar lo que no tiene, y en el momento de la prueba saldrá con fuerza lo que llevamos dentro. ¿Ves a uno que aparenta ser santo?: tócale su orgullo delante de los demás y comprobarás si de verdad lo es. ¿Ves a uno que aparenta ser una persona de oración?: pídele algo de su tiempo cuando tenía previsto dedicarlo para él y verás dónde está su vida espiritual.
Cuando oréis no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas… para que los vean los hombres. Jesús nos invita a hacer algo bien distinto: Entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará. De nuevo nos vuelve a ofrecer otra recompensa que no se agota, que transforma al que reza en un verdadero orante, al que recita oraciones en alguien que vive en oración, que vive de cara a Dios y no de cara a los hombres. Paradójicamente, el que así vive puede dar a los demás de lo que tiene sin buscar en los demás conseguir lo que le falta y que nunca podrán colmar.
Es muy importante hacer nuestro esto que nos pide el Señor. Cuando hacemos de la oración algo útil, la descafeinamos, aunque en sí misma sea muy útil. Es vanidad hacer oración para recibir el reconocimiento de los demás, pero es que además es agua de borrajas, no sirve para nada. Es desalentador hacer oración o meditación para alcanzar la armonía o el equilibrio interior, para quitarse el estrés o para tener la mente más lúcida. Sin duda que la oración da todo eso, pero es muchísimo más. No nos conformemos con usar el ordenador sólo para hacer sumas. Y hoy sucede mucho de eso en la búsqueda espiritual. Los discípulos aventajados del Señor Jesús, que han aprendido a orar según él los enseñó, deben testimoniar que la oración es mucho más que un método desestresante. Testimoniar no solo de palabra, sino con la propia vida que se ha dejado transformar. El orante debe vivir en esa presencia continua de Dios que se capta continuamente en sus obras, en las formas como afronta las situaciones y se relaciona con las personas difíciles.
El Padrenuestro que nos enseñó Jesús es el modelo de la oración cristiana. Hay muchas escuelas de meditación que te enseñan a adoptar la postura adecuada, la respiración rítmica, el vaciamiento de la mente o la contemplación de un kōan. Y esos ejercicios son buenos sin duda alguna. Pero cuando Jesús nos enseñó a orar, nos dijo: Vosotros orad así: “Padrenuestro…”. Jesús no se fijaba tanto en nuestra postura exterior cuanto en la orientación interior de nuestra oración. Yo no puedo ser nunca el centro y fin de mi oración. La oración que Jesús nos enseña está orientada al tú de Dios: Padre nuestro. Tiempo habrá de llegar a estados más sublimes de esa relación filial y unitiva o esponsal en la que el tú al que nos dirigimos deja de estar “enfrente” de nosotros para descubrirnos en él o viéndonos desde él. Pero en cualquier caso es una relación: sea oración bocal, litúrgica, meditativa, silenciosa o mística. Lleguemos aquí haciendo el camino, sin atajos peligrosos.