SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD
(RB 33)
La tradición monástica cenobítica siempre encontró su modelo de comunidad en la primera comunidad cristiana, de quien los Hechos de los Apóstoles nos dicen que pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas (Hch 4, 32). Una comunidad sólo es verdadera cuando llega a sentirse un solo cuerpo, donde todo es de todos y para todos, recibiendo cada uno según su necesidad y sin reservarse nada para sí.
La idea de comunidad es la que subyace más fuertemente en la renuncia a la propiedad. Desprenderse de lo superfluo da libertad, pues sabemos que el ansia de poseer termina esclavizándonos y privándonos de gran parte de nuestra libertad por el temor a perder lo que tenemos, por la necesidad de atenderlo y protegerlo o por el afán de aumentarlo al compararnos con otros. Cuantas más cosas tenemos más enredados nos encontramos, pensando en mil cosas y estando continuamente preocupados, atados muchas veces sin poder movernos ni cambiar de lugar. Cuantas más cosas controlamos tantas más cosas nos controlan. Quien no acumula camina más ligero. Quien sabe que está de paso no acumula. Quien es consciente que se marchará de este mundo tan desnudo como vino, no acumula, sino que comparte, pues lo único que nos llevaremos es la bondad del corazón.
Sin duda que el desprendimiento tiene un valor personal, pero este capítulo de la Regla quiere resaltar especialmente su dimensión comunitaria, lo que demuestra la cita de los Hechos de los Apóstoles. Se nos invita a pasar del “yo” al “nosotros”, a tomar conciencia que somos parte de un mismo cuerpo, que los demás no son ajenos a nosotros. Es un desafío a superar el individualismo tan propio de una cultura que defiende a ultranza lo individual y la propiedad privada.
¿Cómo compaginar el derecho de la dignidad personal con la realidad más amplia de la comunión? No es fácil. Primero hay que atajar el tic más arraigado en nosotros, el deseo de propiedad, de centrarnos en nosotros mismos, sin anularlo, pues podríamos dañar la dignidad de la persona. San Benito quiere desterrar la tendencia a la apropiación, pero sin dejar de dar a cada uno lo que necesita. Por ello insiste en que todo lo que se tenga sea de una “forma acordada” con el cuerpo al que se pertenece, y cuyo punto de referencia decisorio es el abad. Se puede poseer lo necesario, pero con permiso del abad, que debe hacer de árbitro para que no haya injusticias en la comunidad ni diferencia de clases entre los afortunados, que por sus cargos, cualidades o amistades pueden estar bien surtidos, y los desdichados que al carecer de todo eso se han de conformar con lo que queda.
Para San Benito el vicio de la propiedad es un vicio detestable, pues mina el sentido mismo de la comunidad, dañando al que lo vive, haciendo sufrir a los demás y generando individualismo. ¿Cómo es posible que alguien tenga para sí lo que a la comunidad le falta? El cuerpo se alimenta todo entero y se cura todo entero, no por partes.
Nos dice la Regla: Por encima de todo, este vicio debe extirparse del monasterio: nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin permiso del abad, ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada, ni un códice, ni tablillas, ni un estilete, nada absolutamente, puesto que no les es lícito hacer lo que quieren ni de su propio cuerpo ni de su voluntad, sino que deben esperarlo todo del padre del monasterio; y no les sea lícito poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. “Que todo sea común a todos”, como está escrito, y “nadie diga o considere que algo es suyo”. Y si se sorprende a alguien que se complace en este vicio tan detestable y, amonestado por primera y segunda vez, no se enmienda, sométasele a corrección.
Llama la atención cómo San Benito baja a los detalles para que nadie piense que es una simple declaración de principios: códice, tablilla, estilete,…, como si hoy dijéramos: libros, ordenador, herramientas,… La Regla se refiere a cosas muy concretas y necesarias, no a lo que pudiéramos considerar superfluo. En otro capítulo manda que a los monjes se les dé lo que necesiten verdaderamente, que no se haga sufrir a los hermanos innecesariamente o se les aboque a buscarse ellos mismos lo que necesitan. Esto es obligación del abad y los encargados. Sin duda que cuando se actúa así se facilita vivir con más naturalidad el pedir las cosas cuando uno las necesita. Pero bien sabemos que eso no es suficiente, pues la codicia es un mal espíritu que nos acecha, enturbia las relaciones comunitarias y achica el propio corazón. Cuanto más crece uno en la vida espiritual más sencillo se vuelve, menos le cuesta el pedir permiso y menos drama hace si no le conceden algo de lo que pide. Cuanto más primerizo es uno, tanto más necesita defender un ego que le impide pedir las cosas con humildad y trata de asegurarse unos bienes materiales que a veces resultan ridículos. Cuando digo primerizo no me refiero a los que comienzan su andadura monástica, a los que por regla general no les cuesta tanto pedir las cosas, especialmente si son jóvenes, sino a aquellos que pasado el fervor primero y el contexto del noviciado, comienzan a caminar de forma más autónoma debiendo decidir en una libertad tentadora.
Saber pedir y recibir supone tener una actitud humilde. Cuando uno es niño pide con naturalidad por ser incapaz de conseguir aquello que desea. Cuando uno es adulto su actitud de pedir brota de la humildad de corazón, no de la incapacidad de la infancia. Quien sabe pedir y acoge con gratitud lo que se le da cultiva un espíritu humilde que le llevará por caminos interesantes, pues habrá roto la barrera del yo autosuficiente. Para entrar en comunión hemos de romper la barrera que solemos levantar a nuestro alrededor para protegernos. Una barrera espiritual y psicológica que sólo se rompe cuando se concretiza el desprendimiento con una actitud humilde. Una vez rota nos impulsa a salir de nosotros mismos, a ser sensibles con el otro, a cultivar la comunión. Y la comunión que vamos construyendo con los hermanos será reflejo de la comunión imperceptible que estaremos viviendo con el mismo Dios. Venzamos el autoengaño y la pereza para adentrarnos en una experiencia espiritual y comunitaria más interesante que la centrada en uno mismo.
Cuando así actuemos seremos capaces de usar de todo sin apegarnos a nada, seremos conscientes que usamos lo que es nuestro y no sólo mío, tendremos una actitud agradecida más que exigente, seremos más cuidadosos con las cosas como lo somos con aquello que se nos presta y debemos devolver. En fin, está claro que las cosas materiales y la actitud que tenemos con ellas son el campo de pruebas más auténtico de una vida espiritual.