Los que vivimos en comunidad sabemos que son muchas las ocasiones en las que nos hacemos daño consciente o inconscientemente. Por lo general, cuando hacemos daño se nos olvida pronto al no haber sido nosotros los que hemos recibido el impacto del golpe. Muy diferente es cuando somos los ofendidos.
Cuando uno es niño y son varios hermanos, una de las primeras cosas que tiene que enseñar la madre es a perdonarse. Raro será el día en que los hermanos no tengan algún roce. La queja del ofendido se manifestará enseguida, y la madre intentará poner paz regañando al ofensor y pidiendo al ofendido que lo perdone. Este lo hará un poco a regañadientes, pero es fácil que se le olvide pronto, es un niño.
Cuando somos adultos la cosa cambia. No solo es el daño que me han provocado o la ofensa que me han hecho. El problema es que han tocado mi ego, mi amor propio, y eso nos duele mucho. Han ofendido a mi dios y a la niña de mis ojos que soy yo mismo. La dificultad de olvidar y perdonar está en relación proporcional con el tamaño de nuestro yo herido. El bueno de Pedro reconoce que está bien perdonar, pero ¿hasta cuándo?, pregunta a Jesús, ¿hasta siete veces? En el evangelio de Lucas, Jesús nos dice: Si tu hermano te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “me arrepiento”, lo perdonarás (Lc 17, 4), ¿os imagináis?, ¡siete veces en un solo día!
Todos comprendemos que para poder convivir debemos darnos mutuamente el perdón, pero ¿dónde está el límite?, ¿cuándo dejamos de ser buenos para empezar a ser “primos”?, como vulgarmente decimos.
Es muy importante que examinemos dónde está la motivación de nuestro perdón para calibrar la dimensión que debe tener. Podemos valorar el perdón por su utilidad, como un requisito imprescindible para la convivencia. Quizás lo veamos como un derecho que tiene la persona al olvido de sus tropiezos pasados. Bien lo podemos considerar también como un acto de generosidad y virtud. El Señor Jesús no nos presenta el perdón como algo meramente útil para la convivencia, o algo que nos proporciona paz o un mero acto de virtud. Todo ello se producirá, pero Jesús se fija en su dimensión teologal: lo que somos delante de Dios. Debemos ejercitar el perdón que nosotros hemos recibido si queremos ser hijos de nuestro Padre Dios. Somos seres amados y perdonados, y Dios espera que hayamos aprendido la lección y nosotros mismos amemos y perdonemos con el mismo corazón de Dios.
Cada uno actúa según su capacidad, y ama según su corazón. Nosotros quizás podamos perdonar hasta siete veces, pero no mucho más, pues pronto nos cansamos. Dios es Dios y nos invita a participar de su magnanimidad que no tiene fin: setenta veces siete.
Este pasaje evoca y contrasta con la violencia latente en el ser humano que recoge el libro del Génesis cuando nos habla de la descendencia de Caín que mató a su hermano Abel, convirtiendo la fraternidad en fratricidio. De Lamec, uno de sus descendientes, se nos dice: A un hombre he matado por herirme, y a un joven por golpearme. Caín será vengado siete veces, y Lamec setenta y siete (Gn 4, 23-24). Es claro el contraste y la intencionalidad de Jesús.
Para ilustrarnos la necesidad de perdonarnos como expresión de la misericordia que hemos experimentado por parte de Dios, el Señor nos pone la parábola del siervo perdonado por su señor e inmisericorde con su compañero. En realidad, no se trata de un simple siervo, pues sería imposible que hubiese contraído la fabulosa deuda de 10.000 talentos, aunque tampoco hay que buscar un significado en cada detalle de la parábola. Se trata de una parábola muy dura, pues nos pone frente a la inmensidad de nuestra culpa para con Dios y nuestra dureza de corazón para con nuestros hermanos. La culpa para con Dios no es por lo que le hayamos podido hacer, sino por la dignidad del que hemos ofendido. En toda legislación humana se recoge también esa diferencia. No es lo mismo dar un golpe a un igual que dárselo a uno que está investido de gran autoridad, como no es lo mismo dárselo a un hermano que a tu madre.
El “siervo” de ese rey bien pudiera ser un alto funcionario del estado que tiene a su disposición enormes fondos que ha defraudado dejándose llevar por la corrupción. En aquella época se admitía la posibilidad de vender a alguien con sus propiedades, entre ellas su familia, para saldar una deuda. Pero ¿cómo saldar una deuda casi infinita? Todo es un poco surrealista reflejando lo imposible de la situación. El criado se postra ante su Señor y le pide que tenga paciencia, prometiéndole que le pagará su deuda. Me imagino yo en el lugar del rey con una mirada de circunstancia diciéndome: pero ¿qué me está contando este? A todas luces aquella promesa era un absurdo. El rey no es que se deje engañar, simplemente se deja llevar por la misericordia rompiendo el relato absurdo de su criado: déjalo, no me prometas cosas que sabes no vas a poder cumplir, simplemente te perdono toda la deuda. No le dijo: págame lo que puedas y el resto te lo perdono. La magnanimidad y misericordia de Dios no sabe medir con la calculadora, sino que lo hace con el amor, se desborda.
Hasta ahí todo está bien y es motivo de acción de gracias. La cuestión es que Jesús nos pone ante el espejo haciéndonos ver nuestra racanería y dureza de corazón para con nuestros hermanos, nuestra capacidad de pedir y de no dar, el contraste de nuestra falta de perdón después de haber sido perdonados infinitamente más. En el reino de los cielos todo es cuestión de amor. Dios es amor. Pero el amor que recibimos no da por supuesto que quedemos transformados si no nos dejamos transformar.
Hay algo que parece doler más a Dios que nuestros propios pecados. Nos lo dice muchas veces: nuestra dureza de corazón para con nuestros hermanos. La dureza de los fariseos, de los que se olvidan de lo mucho que han recibido, de los que miden a los demás con una vara muy distinta a con la que quisieran ellos mismos ser medidos. El criado se negó a tener paciencia con su compañero que apenas le debía 100 denarios y lo metió en la cárcel. Todos nos indignamos al ver esa actitud, sin querer reconocer, una vez más, que es lo que nosotros mismos acostumbramos a hacer. Pues bien, si nosotros utilizamos diversa vara de medir, no es lo que hará Dios, dándonos la oportunidad de elegir la vara con la que deseamos ser juzgados: El Señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
No lo veamos como una condena o una amenaza (Karma), sino como un salvoconducto para ser tratados nosotros mismos con misericordia.








