Es imposible estar juntos y no rozarse, rozarse y no incomodarse. Vivir en comunidad es gozoso, pero tiene un precio. No solo por la incomodidad que supone sobrellevar las debilidades de los demás, sino porque es más fácil que surjan conflictos y actuemos con los demás inapropiadamente. El Señor nos enseña qué hacer en estos casos que no podemos evitar completamente.
Jesús nos presenta cuatro pasos para afrontar las faltas en el seno de la comunidad, faltas de cierta entidad que pueden suponer daño real para el grupo. Nos dice: Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano, es decir, que sea expulsado de la comunidad. Primero nos pide cuestionar al hermano personalmente. Luego acudir a algún testigo para evitar el subjetivismo. En tercer lugar, exponerlo en comunidad. Y si nada resulta, apartar al que puede dañar a todo el cuerpo.
Lo que se busca ante todo es el bien del hermano y el de la comunidad, de ambos. Antes de este pasaje se nos hablaba de la oveja perdida. Ahora se nos plantea cómo buscar a la oveja descarriada para devolverla sana y salva a la comunidad. Traerla de nuevo curada y con alegría, no humillada, sino llevada sobre los mismos hombros del buen pastor que es también la comunidad.
Todo ha de seguir un proceso prudente. No hay duda de que, si todos los miembros están sanos, el cuerpo estará sano. Por eso, lo primero que hay que hacer es tratar de curar el miembro enfermo sin dañar ni inquietar al resto. Curar el miembro enfermo es más que quitarnos la incomodidad que nos fastidia. Es lo que hacemos en la corrección personal, directa y discreta, que busca curar y no hacer más daño humillando ni golpeando. Si tratamos de curar la herida con Betadine, pero ésta se resiste y comienza la infección, entonces tenemos que implicar parcialmente a todo el cuerpo tomando antibiótico. La cura de la herida infectada pasará porque el cuerpo acepte las consecuencias del medicamento. Es lo que hacemos cuando buscamos testigos que apoyen en la corrección o cura necesaria. Cuando es uno solo el que pretende corregir bien pudiera caer en el subjetivismo, que reacciona cuando solo le molesta a él. Pero cuando son varios los que me hacen ver que mi actuar no es correcto, me lo cuestiono más seriamente. Todos debemos implicarnos en la salud de todos los miembros del cuerpo, aun a riesgo de incomodarnos.
Pero ¿qué pasa cuando el miembro enfermo es recalcitrante y no desea curarse? Eso ya está mostrando una cierta autoexclusión del resto. Uno puede decidir libremente despeñarse, pero debiera pensar que su decisión no solo le va a afectar a él, sino también al conjunto del cuerpo que terminará enfermando. Por eso mismo, quien es incapaz de tomar conciencia de ello o, lo que es peor, no le importa, entonces se está autoexcluyendo, la expulsión de la comunidad no es más que la constatación de lo que ya se vivía previamente por la desafección. Si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Es curiosa esta expresión. Jesús parece que anteponía los publicanos y pecadores a los cumplidores de la ley. Aquí, sin embargo, los hace sinónimo de gente indeseable que debe ser excluida de la comunidad. Sin duda es una expresión judía bastante común que repetirán en ocasiones los primeros cristianos que vienen del judaísmo. Además, si Jesús hablaba bien de los publicanos y las prostitutas, nunca fue por su vida de pecado, sino por su mayor apertura a la buena nueva del reino, a lo que se cerraban los letrados y fariseos por creer saberlo todo y no necesitar salvación exterior más allá de la rectitud de sus obras.
Alejarse de la comunidad tiene muchos riesgos. No se trata solo de perder las seguridades que da el grupo, sino que al alejarnos de la comunidad nos alejamos de Aquel que la convocó, de Aquel que la vivifica, de Aquel que dijo: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Es muy arriesgado pretender ir solo como si fuéramos mejores o predilectos de Dios. Podemos ser mejores, pero Dios da su gracia en el seno de la comunidad, deseando que todos seamos uno.
Aquel que nos enseñó a dirigirnos a Dios como Padre nuestro, padre común de todos, Aquel que habla de sus discípulos como de su propio cuerpo, es el mismo que da poderes especiales a la comunidad en su variedad de carismas y funciones: En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. A la comunidad se le ha conferido un verdadero poder disciplinar que ejerce con plena autoridad teológica. Ella tiene poder para condenar o absolver, participa de los mismos poderes que se dieron a Pedro (cf. Mt 16, 19) y a los apóstoles (cf. Jn 20, 23) y que se reflejan en diversos pasajes de los Hechos de los apóstoles, donde es la asamblea la que va tomando decisiones para el bien común.
La importancia y autoridad de la comunidad radica en que el Señor está en medio de ella cuando se reúne en su nombre. ¡Qué importante es tomar conciencia de que cuando nos reunimos lo hacemos en el nombre del Señor!, a quien acudimos para que nos ilumine y vaya forjando en nosotros una visión común discernida entre todos y empeñándonos todos en su realización. La oración en común es eficaz, nos dice el Señor: Os digo, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo. Esa oración en común es la que nos garantiza que caminemos según Dios y vivamos unidos en él. No una multiplicidad de oraciones individuales, sino la oración común con un solo corazón. Con razón se nos pide en la carta a los Hebreos: No faltemos a la oración en común (a la asamblea), como suelen hacer algunos, sino animémonos mutuamente.








