Hemos visto cómo el Señor nos previene contra los escándalos en la comunidad, avisándonos que eso no nos traerá nada bueno, e incluso amenazándonos. Aquel que ha venido para que todos los hombres se salven busca rescatar al que se aleja, como el buen pastor busca a la oveja perdida. De ahí la parábola que nos relata.
Todo comienza con el juicio severo de los que se creen justos y sienten gran fastidio por los pecadores, deseando su castigo y separándolos de sus vidas: Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1-2). Es entonces cuando les relata la parábola de la oveja perdida.
Es curioso, se nos dice que los que estaban lejos, los publicanos y pecadores, solían acercarse a Jesús, mientras que los que estaban cerca se alejaban con la murmuración, cerrándose a su enseñanza. ¿De qué murmuraban? Esperaban que Jesús actuara como harían ellos, que siguiera sus criterios y, como no era así, se frustraban y murmuraban en lugar de cuestionarse si no tendrían que ser ellos los que debían cambiar de mentalidad. El problema no era de fondo, sino de prioridades. Los fariseos se centraban en las obras y Jesús priorizaba a las personas. Sin duda que tanto los fariseos como Jesús querían que se practicasen los mandatos de la ley y se salvaran las personas, pero la prioridad de unos y de otros era diferente. ¿Cómo bendecir con mi presencia a unos que están actuando mal? ¿No sería mejor esperar a que cambien su comportamiento para que mi bendición no se vaya a interpretar como si estuviese bendiciendo sus actos? Es algo parecido a lo que hoy está sucediendo con la declaración papal Fiducia supplicans. No se quiere bendecir un estado de vida que la tradición de la Iglesia siempre ha cuestionado, pero sí se bendice a las personas en una muestra del acercamiento de la Iglesia a todos, como hizo el mismo Jesús. Poner por delante a las personas puede resultar confuso para algunos y servirse de ello interesadamente por otros. Dentro de la comunidad cristiana también sucede esto a diario. Como los malos comportamientos nos molestan tendemos a rechazar al hermano que los comete. Jesús nos muestra otro camino: dejar de lado nuestra incomodidad o enojo y acercarnos al hermano cuando aún está preso de su pecado con la esperanza de que esa cercanía abra nuevos caminos de vida si es que nosotros mismos somos capaces de transmitirla.
Para enseñarnos lo que él desea, Jesús nos relata la parábola de la oveja perdida. Un hombre tiene 100 ovejas y se le pierde una. Jesús se pregunta como si fuese algo completamente obvio: “¿No dejará las 99 en los montes para ir en busca de la perdida?” ¿Es realmente obvio? Yo pienso que depende. Es probable que si se trata de un asalariado no lo haga, pues después de hacer cuentas preferirá ser reprendido por haber dejado extraviar una oveja que no exponerse a perder un número mayor. También dependerá de si las ovejas son propias o simplemente estaba echando una mano a otro pastor. También en este caso el pragmatismo se impondrá: es preferible perder una a exponerse perder más.
Sin embargo, preguntemos a una madre que tiene ocho hijos y se le extravía uno. Es probable que el impulso materno la lleve a ir tras el que se ha perdido, después de avisar a los demás para que no se alejen de allí. Ir o no con celeridad detrás de la oveja perdida dependerá de lo que ella suponga para mí. A Jesús le parece evidente: el amor hacia la oveja en peligro le lanza hacia ella asumiendo riesgos. Y nos dice: “Igualmente, la voluntad de vuestro Padre que está en el cielo es que no se pierda ni uno de estos pequeños”.
La parábola comienza con un severo aviso: “Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños”, y termina con una confidencia: “No es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda ni uno de estos pequeños”. ¿Cómo despreciar al hermano?, ¿cómo ningunear al hermano?, ¿cómo darnos igual el sufrimiento o el extravío del hermano? Nada de esto entra en los planes de Dios. La persona está absolutamente en primer lugar.
Pero cuando decimos que la persona está en primer lugar no significa que se priorice el individualismo o el ego de cada cual. La parábola de la oveja perdida no es una defensa de la autorreferencia sino el reconocimiento de la persona y la preocupación por su bien. Por eso la parábola concluye con el deseo profundo del buen pastor: encontrar a la oveja perdida y retornarla. Lucas embellece la alegría del encuentro añadiendo que el pastor coloca entonces sobre sus hombros a la oveja perdida y comparte su alegría con los amigos y vecinos. Quien se alejó por su propio pie retorna llevado en volandas. Quien fue motivo de tristeza y preocupación, ahora es motivo de gran alegría para todos: el pastor, sus amigos y vecinos y el cielo mismo, pues hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesiten conversión. Una imagen que se repite en la parábola de la dracma perdida.
La alegría no viene por lograr que el extraviado retorne a practicar los mandatos de la ley, nuestras costumbre y normas, que es lo que dejaría satisfechos a los fariseos, sino porque vuelva al redil, donde es fácil que retome las buenas costumbres con el ánimo y ejemplo de los demás. No se trata de encumbrar un ego sobre otro. Lo importante es que el que se extravió ha tomado conciencia de sí y ha retornado al Señor. Hay que tener en cuenta eso para mantenernos libres y buscar siempre el bien de la persona y no nuestro interés, por muy razonable que parezca. Eso es amar.








