Terminadas las siete parábolas sobre el reino de los cielos, el evangelista se va a fijar en la formación de los discípulos de la primera comunidad con la que comenzó la Iglesia. En primer lugar, y como contrapunto, se hace mención de los que rechazan o no son capaces de acoger el mensaje de Jesús. Los primeros, los que lo rechazan, son sus propios paisanos. Se nos dice que Jesús marchó a su ciudad de Nazaret y enseñaba en la sinagoga sin demasiado éxito, pues ningún profeta es acogido en su tierra. ¿Por qué? ¿Por maldad? ¿Por envidia? Del texto parece desprenderse otro motivo: los prejuicios. Los paisanos de Jesús creen conocerlo bien, creen saber hasta dónde puede dar de sí y los límites que sin duda tiene al ser uno de su propio pueblo y siendo su familia la que es.
Los prejuicios son como una pantalla que ponemos delante de nuestros ojos que nos impide ver lo que realmente está sucediendo, contemplando la película que nosotros nos hemos fabricado en nuestra mente, imaginándonos los motivos y diciéndonos lo que tiene que pasar. Es fruto de esa costumbre que a veces tenemos de decir: “ya os lo decía yo”, y que termina haciéndose que se cumpla lo que ya os decía yo o, simplemente, que nos hace incapaces de ver otra cosa que lo que ya os decía yo. Jesús no pudo hacer milagros en su pueblo no porque no quisiera, sino porque los suyos estaban encerrados en sus prejuicios, impidiéndole actuar. Cuando dejamos de creer en los demás, en que las cosas puedan cambiar, estamos fomentando que las cosas no cambien realmente.
Sus paisanos se maravillaban de lo que decía Jesús y oían decir de él porque no se lo podían creer (cf. Mt 13, 54). Jesús, por su parte, se maravillaba de la poca fe de sus paisanos (cf. Mc 6, 6). ¿Por qué se admiraban los paisanos de Jesús? Fundamentalmente porque conocían bien a su familia, gente sencilla, y concluían que de ahí no podía salir gran cosa. Recuerda a la pregunta incrédula de Natanael: “¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). A lo que Felipe solo pudo responder: “ven y verás”. Es inútil estar discutiendo contra los prejuicios que son fantasmas que cada uno tiene y solo quien los ha creado los puede eliminar.
¿Por qué se admiraba Jesús de la poca fe de sus paisanos? Es una experiencia un tanto frustrante ver que son precisamente aquellos con los que convives los más escépticos. Se han formado una idea de ti y no la dejarán fácilmente, haciéndote creer a ti mismo que eres así y quitándote la esperanza de poder cambiar. Y todavía más, el creer conocer al otro y encasillarlo nos impide aceptar que Dios mismo actúe a través de él o nos pueda enviar un mensaje de vida que salga de sus labios. Nos olvidamos de que los signos evangélicos no son obra de la persona, sino de Dios mismo actuando en la persona. Eso mismo impide al Espíritu hacerse presente en nuestras vidas, pues donde no hay fe, Dios no actúa. El profeta no lo es por sí mismo, sino porque Dios nos habla a través suyo, de ahí la necesidad de la fe.
Sus paisanos no acogen a Jesús como profeta, y sus familiares lo buscan para encerrarlo: Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba loco (Mc 3, 21). Es paradójico cómo esa cercanía a Jesús puede fomentar una lejanía en la fe. De forma similar podemos ver cómo el Señor dice con cierto dolor: Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: “No sé de dónde sois” … Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios (Lc 13, 26-29). Esto nos viene a decir que en el seguimiento de Jesús no podemos anteponer nada, ni siquiera nuestra propia familia, como nos recuerda en otros lugares.
La muerte de Juan el Bautista que se nos relata a continuación expresa la exigencia del testimonio y cómo se cierra la etapa del precursor que deja paso al que tenía que venir. En este pasaje encontramos reflejada también otra de nuestras paradojas frente a la persona de Jesús. Ya hemos visto cómo los más cercanos a Jesús, su familia y sus paisanos, lo apreciaban al mismo tiempo que lo encasillaban, lo acogen por ser uno de los suyos, pero no pueden creer en su mensaje y en sus obras por los prejuicios. En el caso de tetrarca Herodes se ve la actitud de los que sienten admiración por la palabra y obra del profeta (Juan Bautista, y Jesús, a quien Herodes confundía con él), pero sus exigencias morales no eran aceptadas (Juan Bautista criticaba la situación de flagrante adulterio en la que estaba viviendo Herodes). No obstante, no es eso lo que impulsa a Herodes a acabar con Juan el Bautista, sino el no quedar mal ante la gente, pues había hecho una promesa pública y no podía volverse atrás, aunque se tratase de una clamorosa injusticia.
El ser humano es capaz de hacer el mal para no quedar mal, eliminar la imagen de Dios, que es nuestro prójimo, para tratar de proteger su propia imagen. Quizás nos digamos: “yo nunca haría eso”, pero es probable que no tengamos que pensar demasiado para recordar ocasiones en las que no nos ha importado denigrar o desnudar al otro para cubrir nuestra propia desnudez, con unas excusas que nos dejan todavía más al descubierto: El rey Herodes lo sintió, pero por el juramento y los invitados, ordenó … decapitar a Juan en la cárcel (Mt 14, 9-10). Cuando Jesús es informado de eso “se retira”. Jesús no huye, pues está dispuesto a ir a Jerusalén a culminar su misión. Jesús se retira, se aparta de los que se cierran a su mensaje. Mateo se refiere a ello en otras ocasiones, como cuando los incrédulos fariseos le piden un signo (cf. Mt 16, 4). También les dijo a sus discípulos que, si en un pueblo no los reciben, se retiren de allí sacudiéndose hasta el polvo de las sandalias. Ante la incredulidad de su pueblo, Jesús se va a retirar para centrarse cada vez más en la enseñanza de sus discípulos, de los que sí acogen sus palabras. El Señor es misericordioso, pero no es una niñera ni un maestro temeroso de perder discípulos. Hemos sido hechos libres con todas las consecuencias. El Señor viene a nosotros, pero no echará abajo nuestra puerta si no le abrimos. Su dedicación es para aquellos que le quieran abrir, escuchar y seguir, aunque sean pecadores.