Después de las parábolas del sembrador bueno que siembra buena semilla en todo tipo de tierra y el sembrador malo que siembra cizaña donde hay buena cosecha, se nos presentan dos parábolas que representan la fuerza de una semilla aparentemente pequeña y débil. La semilla de Dios es tan pequeña como el grano de mostaza o la levadura en la masa. Es la tónica general del evangelio. Nosotros buscamos a los mejores, a los más fuertes y a los más dotados para que las cosas salgan bien, sin importarnos demasiado ser cómplices de la cultura del descarte de la que tantas veces nos ha hablado el papa Francisco, pues tenemos muchas razones de tipo práctico para ello, para descartar a los que no valen o no nos gustan. El Señor, en cambio, se fija en los pobres, en lo pequeño, en lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, dejando de manifiesto que es su obra y no la nuestra. Esto nos da confianza cuando nos sabemos pequeños y débiles, pero nos asusta cuando no lo somos y se nos invita a hacernos pequeños y dejar nuestras seguridades.
Es el estilo de Dios que él mismo quiere para los discípulos de su Hijo. Dios manifiesta su poder cuando nosotros evidenciamos nuestra debilidad, él es grande en nuestra pequeñez. “Nunca dejéis de devolver un golpe”, decía un político reciente que arengaba a asaltar los cielos, y en pocos años se deslizó por la casi irrelevancia. Asombra que con la Iglesia todos se puedan meter porque saben que no pasará nada, pues no se defiende agresivamente, decía otro. ¿Por qué? Algo debemos llevar en nuestro ADN. No es la debilidad de los cobardes, sino la firme confianza de saber que el Señor está en medio de nosotros haciendo su obra a su estilo. El camino de los violentos es más rápido, pero menos duradero, lejos de transformar solo obtendrá la respuesta del oprimido cuando se rebele contra su situación. El camino del manso y humilde es como la levadura en la masa que termina haciéndola fermentar, acogiendo a todos en sus ramas como el grano de mostaza de donde surge el arbusto que crece para acoger a todo tipo de aves, dejando que aniden en sus ramas, pues el pacífico atrae, mientras que el violento ahuyenta a sus semejantes.
Otras dos breves parábolas comparan el reino de los cielos con un tesoro escondido. El reino de los cielos es un tesoro, pero no se ve a primera vista, lo tenemos delante de nosotros, pero son demasiadas las cosas que nos dificultan reconocerlo. Ruidos y atractivos externos, pero también nuestros pensamientos y complicaciones de vida en las que nos enredamos. El tesoro está delante de nosotros, pero no lo vemos. Necesitamos esa mirada contemplativa que no busca encontrar lejos, sino ver lo que tiene delante, que no tiene esperanza del futuro, sino de lo Invisible. Es entonces cuando valoramos correctamente lo que vemos, estando dispuestos a dejar lo menos por lo más.
Es obvio que todos deseamos lo mejor, pero nuestro discernimiento no es siempre acertado, pues juzgamos según nuestras capacidades. No es tan importante buscar grandes cosas cuanto saber descubrir lo que es verdaderamente grande para nosotros y nos puede hacer felices. Quienes alcanzan esto llegan a desconcertar a muchos, pues son capaces de considerar basura lo que para otros es un tesoro (cf. Flp 3, 8). Y no pienso solo en los que han dejado cosas materiales para seguir a Cristo, sino en los que después de conocer a Cristo son capaces de renunciarse a sí mismos para abrazar el camino de humildad y entrega de Cristo.
Por regla general, cuando se observa un estilo de vida más radical como puede ser la vida monástica, muchos piensan en las renuncias que hay que hacer, lo que produce admiración, pero también paraliza y ahuyenta. La renuncia no es atractiva ni puede ser el motor de la vida. Solo lo que se elige por considerarlo atractivo para mí es lo que me mueve y me hace feliz, aunque suponga dejar algunas cosas. Quien se mueve por la renuncia para probar sus fuerzas, tener fama, ser alguien especial o pretender purgar su sentimiento de culpa, no durará mucho en el camino monástico o vivirá amargado y amargará a los demás. Solo nos mantiene la elección libre y gozosa que da sentido a nuestra vida y nos fortalece para sobrellevar las contrariedades. Quien así vive, no se siente tan afectados por la falta de generosidad de los otros o por sus faltas, pues el tesoro lo lleva en su corazón y en su respuesta personal sin depender de la fidelidad de los demás. San Francisco y Santa Clara deseaban desposarse con la hermana pobreza. Lo que para los demás no es más que una renuncia, para ellos era algo atractivo y transformador, sin preocuparse si los demás lo vivían o no.
En el relato de las parábolas del tesoro escondido hay una expresión que conviene destacar. Se habla de un tesoro y de la capacidad de renuncia vendiéndolo todo para poder obtenerlo, pero se nos pasa por alto lo que dice el evangelista. Sobre el protagonista del relato se nos dice que “lleno de alegría” fue a vender todo lo que tenía para comprar el campo. Nadie puede seguir al Señor Jesús ni pretender tener vocación caminando como oveja llevada al matadero. “Estad siempre alegres”, nos dice San Pablo, estad siempre alegres porque el Señor está cerca. “Si alguien quiere vivir días felices”, le dice San Benito al que se siente llamado (RB Pról. 15; Sal 33, 13). Lo verdaderamente importante es la cercanía del Señor, en la abundancia y en la escasez, en las alegrías y en las penas, lo importante es dejar traslucir que él es nuestro tesoro y no llorar lo mucho que hemos dejado, o recordar a los demás continuamente lo mucho que tenemos que sufrir cada día para poder seguir al Señor Jesús. Sin duda las palabras de Santa Teresa son muy lúcidas: “Un santo triste es un triste santo”.
A la pregunta de los discípulos de por qué habla en parábolas, la respuesta de Jesús es desconcertante. Nosotros mismos solemos decir que Jesús hablaba en parábolas para ser comprendido mejor, pues ponía ejemplos sencillos que eran fácilmente comprendidos por la gente de su tiempo. Sin embargo, la respuesta de Jesús aludiendo a las palabras del profeta Isaías nos deja desconcertados, pues el profeta dice: Por más que escuchéis no entenderéis, por más que miréis, no comprenderéis. Embota el corazón de esta gente, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan, que su corazón no entienda, que no se convierta y sane.
El evangelista Marcos recoge esta idea con toda crudeza al poner en labios de Jesús las palabras: A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que “por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados” (Mc 4, 11-12). Lucas omite la última frase tan dura y se limita a decir: para que viendo no vean y oyendo no entiendan (Lc 8, 10). Mateo está un poco a caballo entre las dos posturas. En cualquier caso, el mensaje transmite un cierto sentimiento de frustración por parte de Dios que constata la dureza de corazón de aquellos que leen y oyen su palabra, pero les resbala, no entienden porque no están abiertos a entender, a dejar sus propios criterios y abrirse a la conversión. Son como los que cuando van a hacer algún tipo de discernimiento no escuchan verdaderamente, su respuesta es automática según su estado de ánimo, según sus prejuicios y criterios, o según quién sea el que hable, imaginándose las intenciones ocultas que puede tener. Es como el que oye porque tiene oídos, pero no está dispuesto a escuchar, siendo imposible que entienda. Estos tales se consideran lúcidos para indicar en qué tienen que cambiar los demás, pero están ciegos para su propia conversión. Creen ver estando ciegos, creen conocer a Dios cuando simplemente lo imaginan como una imagen agrandada de sí mismos.
Jesús habla en parábolas para dejar claro quiénes son los que de verdad escuchan, comprenden y acogen: los sencillos de corazón, los humildes, sus verdaderos discípulos. A estos se les ha dado a conocer los secretos del reino de los cielos y a aquellos no. Recuerda la acción de gracias de Jesús a su Padre por ocultar estas cosas a los sabios y entendidos y dárselas a conocer a los humildes. O aquel otro mandato de no entregar nuestras perlas a los cerdos. ¿Por qué? Porque somos expertos en nuestra incoherencia tratando de servir a Dios y al diablo al mismo tiempo, a Dios y al dinero, a Dios y a nuestro ego, a tomar con una mano la Biblia y con la otra los billetes de dinero para usarlos como estampitas que nos ayuden a encontrar los textos bíblicos que hablen sobre la pobreza. Muchas veces y de muchas maneras el Señor muestra su rechazo a esta forma que tenemos de actuar. Por eso nos habla en parábolas para que el que tenga reciba y le sobre, y al que no tenga pierda aun lo que cree tener, refiriéndose sin duda al mismo espíritu de Dios.