Jesús nos anuncia el reino de Dios y nos explica su significado sirviéndose de parábolas, con imágenes y comparaciones tomadas de la vida cotidiana que nos facilitan la reflexión. Bien sabemos que Jesús no es un teórico, sino que quiere llegar a todos y movernos a la conversión. Estas formas literarias que echan sus raíces en el AT son como anécdotas imaginarias que despiertan la curiosidad y atraen la atención, percatándose el que escucha, solo en un segundo momento, de que son reflexiones que se aplican a él mismo. Precisamente por esta aplicación a la propia vida es por lo que vemos variaciones en los diversos evangelios que están condicionadas por la vivencia de las comunidades en las que se relataban.
El evangelista Mateo muestra una especial predilección por el número 7 (siete peticiones en el Padrenuestro, siete bienaventuranzas, siete maldiciones contra los fariseos, perdonar setenta veces siete, etc.). Por eso quiere explicarnos qué es el reino mediante siete parábolas: el sembrador, la cizaña, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro escondido, el comerciante de perlas y la red para pescar.
La gente parece deseosa de escuchar a Jesús por lo que se le acercan tanto que tiene que subirse a una barca para poder tomar un poco de distancia de la orilla y poder ser escuchado por un mayor número de personas. Este escenario que emplean Mateo y Marcos es diferente en Lucas, pero no afecta al mensaje.
La primera parábola que nos ofrece es la del sembrador. Muchas veces la hemos escuchado, lo que puede que nos lleve a no prestar demasiada atención, pero, por otro lado, siempre toca el corazón, pues es muy gráfica.
Salió el sembrador a sembrar, comienza diciéndonos. El sembrador cumple con su cometido. Que un sembrador salga a sembrar es algo que parece obvio, pero quizás no lo sea tanto, pues una cosa es tener las cualidades y el mandato de hacer algo y otra el que lo hagamos realmente. Con razón en otro pasaje Jesús nos dice que pidamos al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies, trabajadores que quieran trabajar, no simplemente estar entretenidos tomando el sol en medio de la mies. En realidad, la mies no son los campos, sino la cosecha, el fruto de la siembra. No somos nosotros los que hemos sembrado, sino el Espíritu de Dios. Nosotros debemos recoger los frutos, como dijo Jesús a sus discípulos: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado (Jn 4, 37-38).
El sembrador sí hizo su trabajo y salió a sembrar. Ese sembrador es el Espíritu que reparte sus dones por todas partes, incluso fuera de la Iglesia. Pues bien, en este pasaje se nos distingue tres elementos que hay que tener en cuenta en toda siembra. En primer lugar, está la semilla. La semilla siempre es de buena calidad, pues nada que venga de Dios puede ser malo o defectuoso. En segundo lugar, tenemos el tipo de terreno en el que cae la semilla, la realidad externa que condicionará la eficacia de la siembra. Puede que se trate de algo que no está preparado para la siembra por ser un duro camino, o de algo que tampoco está preparado por tratarse de un terreno pedregoso, o de un terreno que sí podría servir, pero al que no se le han limpiado de malas hierbas, sofocando así lo que en él se siembra.
En Lucas (Lc 8, 5) se nos dice que el sembrador salió a sembrar “su semilla”, no semillas ajenas. Lo propio, lo que sale del propio corazón, es más creíble que lo que se dice por haberlo oído. No es lo mismo hablar de oídas que por convencimiento, hablando desde el espíritu que nos habita. Cuando tengáis que dar testimonio de mí no os preocupéis por lo que vais a decir -no os preparéis demasiado-, el Espíritu pondrá sus palabras en vuestros labios, nos dijo el Señor (cf. Mt 10, 19-20).
El camino del que nos habla la parábola no es una carretera, sino el suelo endurecido que forman los senderos a través de los campos. Los espinos y las zarzas, así como el terreno pedregoso forman los lindes y recodos de los campos. La siembra es generosa, por lo que llega a todos los sitios (¿habéis visto sembrar a mano?). No obstante, el sembrador procura echar la semilla en la tierra preparada. Preparar nuestra tierra es lo que se nos pide a nosotros. El Señor es misericordioso, pero nos recuerda que sin nosotros su semilla no podrá dar fruto, pues nos ha hecho libres. La semilla sembrada es de muy buena calidad, pero está condicionada por un agente externo para dar fruto: la calidad del terreno.
Jesús nos explica que hay tres tipos de terreno que somos cada uno de nosotros. En primer lugar, está el camino, lugar de tránsito, donde se espera que no crezca nada para no obstaculizar el paso a los transeúntes. De hecho, la tierra es tan dura que los pájaros tienen tiempo suficiente para llevarse las semillas que caen en él, y los mismos transeúntes las pisan descuidadamente. Por el camino pasan muchos sin que nadie se quede. Es el lugar de los que no echan raíces, están, pero no están, preocupados más de las vidas ajenas que de la suya propia. Se olvidan de cuidar su propia simiente hasta que los pájaros se la llevan. Quien pasa por el camino no deja recuerdo, es como una semilla que pudo ser y no fue, pues ni siquiera comenzó a germinar, era un terreno inconsistente, infecundo. Jesús lo asemeja al que no entiende. Las palabras que oímos y no entendemos pasan fugaces, no dejan huella en nosotros. Podemos no entender porque no hemos prestado atención o porque no conocemos el idioma en el que se nos ha hablado. El idioma de Dios es el Espíritu. Necesitamos hacer silencio de nuestro ruido interior para comprender las palabras que el Espíritu nos quiera decir.
Del terreno pedregoso, poco consistente para poder echar raíces, y del terreno que está lleno de zarzas que terminan ahogando la semilla, todos tenemos experiencia. Las elecciones que hagamos en la vida nos permitirán preparar mejor o peor el terreno sobre el que cae la palabra de Dios que nos habla sin cesar. Somos terreno pedregoso cuando acogemos con alegría la moción del Espíritu en nosotros, pero nos falta perseverancia ante la prueba o la rutina de cada día nos lleva a abandonarnos, sin dejar que el Señor haga su obra en nosotros, perdiéndose así lo que él sembró. Somos simiente en medio de abrojos cuando escuchamos, pero preferimos los afanes de la vida y las riquezas que nos entretienen y dan seguridad.
Finalmente está la actitud interior que tengamos una vez recibida la semilla. Hemos podido preparar el terreno evitando malas costumbres o lugares que nos adormezcan espiritualmente, pero eso no basta. Aún queda por ver la calidad de nuestro amor, el deseo que tenemos, la decisión que mostremos en la respuesta a nuestra llamada, en nuestra relación con Dios que nos llama, en lo que estamos dispuestos a dar y en cómo es nuestra relación personal con él. Ahí estará la diferencia del fruto: 100 o 60 o 30. De esta forma, el reino de Dios del que nos habla la parábola se asemeja a una vivencia de amor que puede variar mucho, tanto en su forma como en su profundidad. No es lo mismo unirse a otra persona para cohabitar con ella en el mismo piso que para convivir o unir nuestras vidas y destinos. Los evangelios de Marcos y de Lucas introducen aquí las parábolas de la lámpara y la medida. En el contexto en el que estamos es una invitación a no esconder ni guardarnos el carisma recibido y que hemos de hacer fructificar. Hemos de poner nuestra lámpara sobre el candelero, sin temores, sin perezas, sin complejos, sabiendo que recibiremos según nuestra generosidad y que se nos medirá según sea nuestra medida. De hecho, nada hay oculto que no llegue a saberse tarde o temprano, pues para Dios nada hay escondido, ni tampoco para nuestra conciencia. No dejemos que nuestra luz se oculte, pues muchos desearían ver y no encuentran la luz.